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De la Alhambra a la ciudad de Batman

Grandes viajeros

Washington Irving es el nexo entre Granada, Gotham y los New York Knicks

El patio de los Arrayanes, donde se bañó el escritor (Miguel Molina / Efe)

Washington Irving es uno de esos literatos y viajeros, o viajeros y literatos, que abruman a los lectores contemporáneos. Cualquiera necesitaría cuatro o cinco vidas para leer todos los libros que leyó, recorrer todos los caminos que recorrió y desempeñar todos los oficios que desempeñó. Trotamundos empedernido, escritor compulsivo y enamorado de España, donde fue embajador de Estados Unidos entre 1842 y 1846, él mismo parecía vivir más de una existencia…

Se alojó en la Alhambra y en cabañas. Washington Irving (1783-1859) fue comerciante, abogado, diplomático y uno de los primeros escritores profesionales. Vetusta, Región, Mirmanda, Obaba, Macondo... Si William Faulkner creó en el siglo XX el condado de Yoknapatawpha, él también contribuyó a agrandar este atlas imaginario y se refirió en una novela a Nueva York como Gotham. El nombre hizo fortuna e inspiró a los creadores de Batman, Bill Finger y Bob Kane.

El séptimo por la izquierda, junto a otros escritores (cuadro de Cristian Schussele/WC)

Muy aficionado a los adjetivos como escritor, los rehuyó en su vida personal. Dividido entre el Nuevo y el Viejo Mundo, le hubiera encantado quitar etiquetas a su pasaporte. Hijo de inmigrantes escoceses, nació en Nueva York y fue bautizado Washington en honor a George Washington, uno de los padres fundadores de EE.UU. Algunos compatriotas despistados le creían más europeo que americano. Curiosa paradoja para un escritor con un pseudónimo, Knickerbocker, que se ha convertido en sinónimo de neoyorquino y que da nombre a hoteles y equipos de la NBA.

Quizá esos reproches le llevaron a dar un giro a su carrera justo después de publicar los Cuentos de la Alhambra (las citas de este artículo corresponden al volumen del editor Miguel Sánchez, con traducción de Ricardo Villa-Real). ¿Que no era un escritor americano? Su siguiente libro nació a raíz de un viaje por los territorios de caza de los indios pawnees, de ahí el título: La frontera salvaje (Errata naturae, magníficamente traducido, prologado y anotado por Manuel Peinado Lorca).

Dibujo anónimo de un cheyene matando a un pawnee (Library o Congress)

Los pawnees son los malos de la novela Bailando con lobos, de Michael Blake. Kevin Costner la llevó al cine en 1990 con significativos retoques: los antagonistas de los pawnees, que en la novela eran los comanches, se transformaron en los lakotas o sioux. En 1832 ya había comenzado el ocaso de los pueblos aborígenes, pero Washington Irving tuvo que ser muy valiente para adentrarse en aquellos territorios. Nada que ver con la “salvaje Andalucía” que descubrió en 1828.

España era una tierra “áspera y melancólica, de montes escabrosos y amplias llanuras (…) con un silencio y soledad indescriptibles, y muchos puntos de contacto con el aspecto selvático y solitario de África”. Pero si lo que quería encontrar era un rincón ajeno a la modernidad del siglo XIX no tenía que cruzar el océano. Descubrió eso mismo cuando regresó a casa, en Estados Unidos, y se embarcó en una expedición de los rangers hacia el oeste, lejos de los lugares civilizados.

Sello de 1960 (Post Office)

La frontera salvaje era uno de los tres libros de Washington Irving que permanecían hasta ahora inéditos en castellano. Los otros dos son Astoria , de 1836, y Las aventuras del capitán Bonneville en las montañas Rocosas , de 1852. Los tres transcurren en el Oeste. Sólo del primero se vendieron 80.000 ejemplares cuando salió a la venta en su país. Washington Irving, que ya era por entonces un autor de éxito y respetado, aceptó viajar con los rangers “por las salvajes praderas del lejano Oeste”.

Conoció los últimos territorios que aún no habían sucumbido a la conquista, pero que ya estaban condenados, un paraíso “en plena naturaleza, más allá de la avanzadilla de los asentamientos humanos”. Se equivocaba. En aquellos territorios sí había asentamientos, pero no de blancos. Allí vivían los pawnees y otros pueblos, como los comanches, osages, delawares, creeks, chikasaw, chotaw... Todos acabaron confinados y arrinconados en reservas cada vez más reducidas.

Escultura del escritor en Granada (Own work/WC)

Las obras históricas del autor no han envejecido muy bien, pero conservan su extraordinario aliento literario. Lo mismo sucede con sus relatos de viajes. Su mirada es la de un notario ante el inexorable declinar de los pueblos que se interponen en el camino de los blancos. Habla de “indios libres y feroces” y de “tribus guerreras y vengativas”, sin dar la palabra a esos nativos, que podrían haber dicho cosas peores de los blancos. Pero, incluso así, hizo denodados esfuerzos por huir del tópico.

La literatura de la época presentaba a los nativos como buenos salvajes o como máquinas de matar. Washington Irving descubrió a unos nativos diferentes a “los de los poetas”. Vio hombres y mujeres con un aspecto imponente, que hubieran espoleado la imaginación de los autores de los folletines y las novelitas para colonos. Pero no se le escapó que sus cuerpos eran un mapamundi del dolor: “cicatrices, heridas mal curadas, problemas de artrosis y de reumatismo”...

El arma de los rangers (Smithsonian Institution)

Nuestro viajero conoció la Francia de Napoleón Bonaparte y numerosos países de Europa: Gran Bretaña, Italia, Suiza y España, que recorrió de punta a punta. También exploró a fondo la región de los Grandes Lagos, entre Estados Unidos y Canadá. Pero pocas experiencias le marcaron tanto como su aventura en terra incognita, ese paréntesis que se abría más allá del Misisipi. El lugar donde acababan los ferrocarriles, carreteras y caminos del este, y donde comenzaba la ruta de las caravanas.

Salvando todas las distancias, ya sabía de qué hablaba. En los Cuentos de la Alhambra explica que “el arriero es el medio y auténtico viajero que cruza la península Ibérica, desde los Pirineos y Asturias hasta las Alpujarras, la serranía de Ronda e, incluso, hasta las puertas de Gibraltar”. Los arrieros, como los rangers, “viven frugal y sobriamente”. El primer batallón montado de esta unidad fue creado en 1832 para la defensa de la frontera occidental del Misisipi.

Su tumba en Sleppy Hollow (Own work/WC)

Los rangers y el invento de un tal Samuel Colt fueron la puntilla para los aborígenes de esa parte del continente. S.C. Gwynne explica en El imperio de la luna de agosto: auge y caída de los comanches (Turner) que lo habitual era que estos hombres “aniquilasen a cuantos indios se cruzaran en su camino, fueran hostiles o no, y además lo hacían con la conciencia tranquila, pues no tenían la sensación de matar a un ser humano, sino a una alimaña”. Así eran los compañeros de viaje de Washington Irving, tipos duros que podrían haber estado a un lado u otro de la ley.

Antonio de Calera, autor de Washington Irving, entre Manhattan y la Alhambra (Almuzara), sostiene que que la literatura era para él un medio de financiarse los viajes. El tiempo, asegura su biógrafo, “ha difuminado su figura”. Conocemos de él muchas cosas, pero ignoramos otras. Es indiscutible, por ejemplo, su influencia en la cultura popular con relatos como La leyenda de Sleepy Hollow (por cierto, un pueblo que existe al norte de Nueva York y donde está enterrado el escritor).

Su memorial en Nueva York (WC)

También sabemos que la ciudad de Batman se llama Gotham porque ese fue el nombre que otorgó a Nueva York en su relato Salmagundi . Y que uno de sus pseudónimos o su apócopope, Knickerbocker, se ha convertido en el otro gentilicio de Manhattan y de Nueva York. Así lo demuestra el equipo de baloncesto de los New York Knicks. ¿Pero quién fue el verdadero Washington Irving? ¿El que se bañó en el estanque del patio de los Arrayanes de la Alhambra? ¿O el que vadeó los afluentes del Arkansas y otros ríos de tierras salvajes?

Si hemos de elegir una cara de este personaje caleidoscópico, quedémonos con la del nómada que no oculta “el mortal cansancio” ni “las vejaciones corporales y espirituales del viaje”. O con la tristeza de quien presencia la desaparición del modo de vida de los indios. Y, sobre todo, con la vergüenza del cazador que mata sin saber por qué a su primer y único bisonte. Allí, en la pradera, mientras contemplaba la agonía del animal, el gran hombre se sintió indigno, ruín e incivilizado.

Cuando la caza terminó, sentí pena y remordimientos proporcionales al gran tamaño de mi víctima”

Washington Irving(‘La frontera salvaje’)

Este artículo forma parte de una serie de reportajes sobre mujeres y hombres de todo el mundo, célebres por sus experiencias viajeras.