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La exótica Estambul, o cómo conocer su legado imperial

Destinos

Las joyas imperdibles para redescubrir la época dorada de la antigua Constantinopla

36 horas en Estambul

La silueta de la mezquita Azul y el museo de Santa Sofía frente al Bósforo de Estambul, al atardecer

serts / Getty Images/iStockphoto

“La luna en el mar riela, en la lona gime el viento, y alza en blando movimiento olas de plata y azul: y va el capitán pirata, cantando alegre en la popa, Asia a un lado, al otro Europa, y allá a su frente Estambul”. La metrópolis que entroncó los versos de Espronceda aguarda unos tesoros que aún hoy harían las delicias de piratas en busca del majestuoso legado de la vieja Bizancio, la imperial Constantinopla y el esplendoroso sultanato otomano. Estambul es frenesí. Es lo prohibido, lo lejano, lo diferente, lo exótico; la Europa que no es, la Asia imperfecta. Es la ruta de la seda y las especias; el canto de los minaretes; el oro y otros metales raros; el olor a té y a intenso café.

Es esta mezcla la que convierte a la ciudad más grande de Europa en uno de los destinos más visitados de la república fundada por Mustafa Kemal Atatürk, padre de los turcos. Con una codiciada posición estratégica sobre el mapa, su bandera corona muchas de las colinas que asoman entre el entramado de edificios construidos con aparente descontrol. Dicen que el intenso rojo ondea en honor a los soldados caídos, y que el reflejo de la luna y las estrellas en un charco de sangre dio origen al símbolo de la nación.

La Cisterna Basílica de Estambul

Tolga TEZCAN / Getty Images/iStockphoto

Del imperio bizantino quedó la Cisterna Basílica, una joya oculta del siglo VI que ha dejado de ser un secreto para los millones de turistas que visitan Estambul. Puede almacenar 80 mil metros cúbicos de agua y para levantar sus 336 columnas se aprovecharon pilares de otros sitios. La vista ya se habrá acostumbrado a la tenue luz del lugar cuando alcance, al final del depósito, las dos columnas que tienen como base una cabeza de Medusa. Son las más fotografiadas.

También del Bizancio resultó el que hoy es el cuarto templo más grande del mundo: Santa Sofía. Fue erigido entre los años 532 y 537 d.C. y su nombre significa “sabiduría divina”. A lo largo de la historia pasó de ser catedral ortodoxa a católica, a ortodoxa de nuevo y, por último, a mezquita. A sus puertas, un friso de mármol con 12 ovejas en representación de los 12 discípulos da la bienvenida al visitante. Hoy ya nadie reza bajo su majestuosa cúpula, casi ingrávida por las 40 ventanas en las que se apoya, y son los turistas quienes desfilan ante el Cristo Pantocrátor custodiado por dos grandes placas circulares con elementos islámicos.

El interior del museo Santa Sofía, en el que se pueden ver elementos católicos, ortodoxos e islámicos

slovegrove / Getty Images

Una cinta de seguridad separa a los visitantes del mihrab, que indica la dirección hacia La Meca, y de un gato que camina por el ábside a sus anchas. Sobre sus cabezas, incontables bombillas brillan en grandes candelabros suspendidos del techo, y en las galerías laterales las solemnes columnas originarias del templo de Artemisa culminan en labrados capiteles que sostienen cinco arcos a cada lado. Una parte de ellos se oculta tras unos andamios instalados para la eterna rehabilitación de los frescos, que no impide su apertura al público y el pago de 60 liras turcas (8,74 euros al cambio actual) para cruzar sus puertas.

A la salida de Santa Sofía, el canto de llamada al rezo se cuela entre el bullicio de la gente. La melodía con tintes de lamento emana de los seis minaretes de la imponente mezquita Azul, uno de los tesoros del imperio otomano. Su nombre responde al color de los azulejos que revisten su interior y fue el sultán Ahmet quien, a principios del siglo XVII, ordenó construirla antes de partir a La Meca. Durante el rezo no puede visitarse, por lo que el horario de acceso es más breve y las masificaciones de turistas se hacen aún más evidentes. La larga cola a la entrada se retrasa cada vez que un visitante se agacha para retirar su calzado poder pisar así la colorida moqueta que cubre cada rincón del templo. Como en todas las mezquitas, el velo en las mujeres es obligatorio y todos, hombres incluidos, deben llevar hombros y rodillas cubiertos.

El interior de la mezquita Azul

Yarygin / Getty Images/iStockphoto

Pese a ser un templo, el ruido reina en el interior. Varios grupos rodean al guía de turno, que no tiene reparo en levantar la voz para que hasta el último de sus clientes se entere de la explicación y de que debe ir con cuidado con sus pertenencias, zapatos incluidos. Y se lo recuerda cuando algún visitante se planta junto a ellos de manera sospechosa. Entretanto, algunos fieles rezan con las palmas tendidas hacia el cielo o arrodillados ante el mihrab. Aquí los andamios parecen haberse adueñado del interior, pero el acceso es gratuito y no hay queja que valga.

De su pasado otomano, Estambul exhibe orgullosa una de sus construcciones más majestuosas: el palacio de Dolmabahçe. La recargada puerta del Sultanato anuncia un viaje a esta época esplendorosa. Aquí vivieron los seis últimos sultanes del imperio y Mustafa Kemal Atatürk, quien falleció entre sus paredes. Abrió sus puertas en 1856 tras trece años de obras, y sin duda su reliquia más exuberante es la lámpara de araña de la gran sala de recepciones, de más de cuatro toneladas. Se encargó en 1852 y llegó a Estambul en 67 cajas. Su valor es incalculable.

Cada uno de los espacios del palacio refleja la época dorada del sultanato, pero si alguno de ellos deja al visitante con la boca abierta es la escalera central que conecta con el piso superior. Bajo una bóveda acristalada y una espectacular lámpara de cristal, los pasamanos serpentean con simetría junto a un empleado que recuerda la prohibición de tomar fotos. El paseo finaliza en unos amplios jardines con vistas al Bósforo en dirección Asia, frente a una gran puerta blanca de hierro.

La puerta señorial que da acceso al Palacio de Dolmabahçe, residencia de los seis últimos sultanes del Imperio Otomano

Aviator70 / Getty Images/iStockphoto

De la república fundada por Atatürk quedó el camino a la europeización. Altos edificios contrastan con los afilados minaretes que perfilan el skyline de la metrópolis. Cuando cae el sol, luces de colores recorren las acristaladas fachadas de los rascacielos y hacen sombra a las bajas construcciones, que se desdibujan en la oscuridad. Contemplarlo con una buena copa de vino entre las manos es posible en el rooftop bistro bar del Hotel Barceló Istanbul. Cercano a la emblemática plaza Taksim, sus huéspedes también pueden sentirse como un auténtico sultán con una sesión de hamam o degustar los sabores de la gastronomía del país, como la clásica çorba turca (sopa), los deliciosos meze (las homónimas tapas turcas), el crujiente lahmacun (pizza turca) o el baklava, un postre tan denso como dulce en el que el pistacho es el protagonista.

¿Cómo llegar?

La promesa de progresión de Atatürk se ha reafirmado con la inauguración del nuevo Aeropuerto Internacional de Estambul, cuya construcción ha costado más de 10.000 millones de euros. Todo apunta a que será el de mayor tránsito en el mundo, con capacidad para que transiten por él hasta 200 millones de pasajeros al año. En él aterrizan los 77 vuelos semanales directos de Turkish Airlines que parten de Barcelona, Madrid, Málaga, Valencia o Bilbao, con un precio aproximado de 180 euros.

Altos edificios contrastan con los afilados minaretes que perfilan el ‘skyline’ de la metrópolis