Los mejores rincones de Palma de Mallorca para un fin de semana de invierno
Escapadas
La temporada invernal, una de las mejores épocas del año para visitar la capital balear a buen precio
En el pico del verano, Palma de Mallorca recibe un millón largo de visitantes por mes. Ello convierte a la capital balear en un hormiguero en el que es difícil discernir por dónde ir y qué visitar. Entre noviembre y febrero, por el contrario, el ritmo de la ciudad baja pulsaciones y casi vive al compás de los lugareños. Es el momento de conocer una de las ciudades más cautivadoras del Mediterráneo.
Los dos edificios clásicos más descollantes de Palma son la catedral y el palacio real. La basílica –solo una de las tres con que cuenta la ciudad– es un edificio gótico que remonta sus orígenes a la llegada de Jaume I, cuando el rey prometió a la Virgen levantarle un templo tras haber expulsado a los árabes. Lo que la distingue es que se enfrenta al mar, sobre un plinto desde el cual resplandece al sol prácticamente todas las horas del día. En su interior, joyas no sospechadas como las aportaciones que Antoni Gaudí realizó a principios del siglo XX, convirtiéndola en más accesible para el pueblo llano y dando su toque personal con el baldaquino, las lámparas, la forja que protege el altar mayor y la decoración de la que se encargó su avanzado discípulo Josep Maria Jujol.
La catedral, además, presenta otra audaz intervención, esta ya del siglo XXI. Es la que realizó el artista mallorquín Miquel Barceló en la capella del Santíssim, con un retablo cerámico que interpreta a su personalísima manera el Evangelio de San Juan. Una obra que puede dejar sin palabras, pero no indiferente.
Copresidiendo la fachada marítima del núcleo histórico de la ciudad está el palacio real, la Almudaina, tradicional centro de poder de las islas. Recordando a sus originarios huéspedes, los walis árabes, el acceso del gran Pati del Rei contiene un estanque con un león islámico para dar la bienvenida a este magnífico palacio que luego fue residencia de los reyes mallorquines. Hoy, enormes salones como el Mayor, adornado con ricos tapizados, acoge los paseos de los turistas, pero también las recepciones puntuales que dan los monarcas españoles.
Al salir de los dos majestuosos edificios, lo más lógico es zambullirse en el casco antiguo, un laberinto medieval con su Call, el barrio judío agrupado al sureste de la ciudad amurallada.
El robusto campanario octogonal de la iglesia de Sant Nicolau de Bari se erige en dueño y señor de la plaça del Mercat. Camino del templo dedicado a Santa Eulàlia, el más importante de estilo gótico de toda Mallorca después de la propia catedral, se pasa por la plaça de Cort, con los palacios del Consell Insular y del Ayuntamiento. En la fachada de este último se halla el banco de piedra que los mallorquines conocen como de Sa Paciència, uno de los lugares predilectos para citarse.
Siguiendo el recorrido hacia el este está el convento de Sant Francesc, cuya fachada principal, curiosamente, está presidida por un Sant Jordi en la conocida acción de aniquilar al dragón. Hay que buscar en el interior de la iglesia la capilla que alberga la tumba del filósofo Ramon Llull, con una escultura que recuerda su imagen más famosa, con túnica y unas largas barbas.
El passeig des Born es el auténtico punto de encuentro de toda la ciudad
La acumulación de visitas suele castigar los pies de los visitantes. Ello puede justificar la parada en una de las pastelerías-heladerías con más solera de la ciudad, situada a pocos pasos del convento, en la calle Can Sanç. Se trata de Can Joan de s’Aigo, establecimiento de restauración que funciona desde el año 1700 y por el cual los palmesanos desfilan también religiosamente para degustar sus quartos (un bizcocho), ensaimadas, helados y chocolate a la taza, todos ellos legendarios. Lo bueno es que el núcleo histórico está plagado de otras buenas pastelerías, como Forn des Teatre, Forn Fondo o Forn Santo Cristo, donde la peculiar y riquísima repostería mallorquina compite en originalidad.
Se quemarán las calorías ingeridas avanzando hacia la plaça Major, un intento de trasladar las clásicas plazas castellanas al Mediterráneo y también alfa y omega de muchas de las calles más animadas de la ciudad. Se puede deambular entre comercios de todo pelaje –franquicias internacionales como las que se encuentran en todas las grandes capitales europeas, pero también una pléyade de tiendas tradicionales que las autoridades han comenzado a mimar– hasta llegarse a la Plaça d’Espanya, hervidero de estudiantes que toman aquí sus trenes hacia la universidad.
A partir de allí podemos dejar la zona de Amunt –la parte alta– yendo a conocer la otra mitad del núcleo histórico, la que se halla al nivel del mar. En la cabecera de la Rambla, con sus permanentes puestos de flores, hay que detenerse en el antiguo edificio de la Misericòrdia, hoy convertido en dinámica biblioteca y centro cultural con unos jardines dotados de árboles monumentales que conectan con el barri de la Sang, llamado así por albergar unas de las imágenes de Cristo más queridas por los mallorquines.
Descendiendo por el andén central de la Rambla se llega al antiguo edificio del Gran Hotel, hoy sede del Caixaforum en el que hay una exhibición permanente del pintor modernista Anglada-Camarasa y siempre exposiciones temporales para vestir por dentro un edificio que por fuera es el máximo exponente de la arquitectura modernista de Palma.
El passeig des Born es el auténtico punto de encuentro de toda la ciudad. En la Font de Ses Tortugues que se halla en su parte alta han celebrado los mallorquinistas sus triunfos más sonados cuando el equipo de fútbol vivía momentos más gloriosos. Y seguramente se engulleron, en esos mismos festejos, cientos de llagostes , unos bocadillos calientes de queso y jamón serrano que sirven en el clásico Cafè Bosch, justo enfrente.
A occidente del passeig des Born el viajero puede adentrarse por las callejas repletas de bares, restaurantes y hoteles que se han convertido en lugar preferente de copeo nocturno. Pero deberá detenerse obligatoriamente en Sa Llotja, el edificio gótico de principios del siglo XV en que se desarrollaron importantes transacciones comerciales cuando la Corona de Aragón era dueña y señora del Mediterráneo. El edificio está protegido en sus portaladas por las estatuas de unos ángeles de cara traviesa. En el interior, una sala diáfana poblada por un bosquecillo de columnas helicoidales que se convierten en palmeras al llegar a las nervaduras. Un compromiso excelente entre solución constructiva y decoración. En este edificio suelen realizar exposiciones y otros eventos culturales.
Ya más apartados del centro quedan atractivos que tal vez sea mejor dejar para la segunda jornada, que se puede comenzar en Es Baluard . Los antiguos baluartes defensivos de la ciudad, prácticamente abandonados, fueron convertidos hace algo más de una década en un museo de arte contemporáneo en el que se han integrado con elegancia el inmueble militar antiguo con el civil de nueva construcción. Desde su azotea se tiene una visión privilegiada de la catedral, y es un lugar preferente en el que observar un fenómeno astronómico cautivador: en el amanecer del solsticio de invierno (21 de diciembre), los rayos del sol atraviesan los dos rosetones de la catedral y los iluminan desde dentro.
La colección de Es Baluard es muy ecléctica, va de la pintura clásica a las instalaciones artísticas más vanguardistas. Pero tal vez lo que llame más la atención sea el dinamismo de su gestión, que intenta involucrar a toda la ciudad en un calendario de actividades fértil a lo largo de todo el año.
Nada más cruzar la avenida Argentina se entra en el barrio de Santa Catalina, una de las zonas más cool de la ciudad, con una oferta de bares de tapas, restaurantes y gastrobares casi imposible de agotar. Muchos de ellos se abastecen en el encantador mercado municipal que hace de núcleo del barrio.
La Fundació Pilar i Joan Miró,reúne una importantísima colección de la obra del artista, y dos de los talleres en los que trabajó en sus últimas décadas de vida
En el sector más occidental de la ciudad se alojan las dos tracas finales de los grandes atractivos de Palma. Por un lado la Fundació Pilar i Joan Miró, que reúne una importantísima colección de la obra del artista, y dos de los talleres en los que trabajó en sus últimas décadas de vida. Se conservan prácticamente como un templo, con los pinceles, los cuadros, los caballetes o incluso el camastro en el que echaba sus cabezadas el artista en la misma posición en que los dejó.
Y, para tener una visión privilegiada de toda la bahía y de la ciudad que acabamos de recorrer, el castillo de Bellver. Realizado en tiempo récord –diez años– para haber sido construido a principios del siglo XIV, se trata de la única fortaleza militar en España de planta circular. Cuenta con cuatro torres orientadas hacia los puntos cardinales y un patio de armas que reúne las dos plantas con arcos góticos. Desde su azotea se dominan los bosques de Bellver, lugar de paseo y deporte para los palmesanos, toda la ciudad y la vista alcanza hasta Cap Enderrocat, en el extremo opuesto de la bahía de Palma.