El silencio de la nieve, el estruendo de la lluvia, la estela de la espuma que florece y al poco se marchita a medida que la línea del Hutigruten, el servicio exprés de barcos, avanza. La montaña soñolienta en otoño, toca la guitarra con dos dedos y con los ojos cegados por la bruma. Las gaviotas hacen los coros.
Carretera, mar, carretera
El musgo colorea Sæbø, donde pasa la regional Fv655, que luego “sigue”, invisible en el agua, al otro lado del fiordo, en Urke
Hjørundfjord es un lugar donde la vida se parece un poco a lo que tendría que ser la vida. Calma, lentitud, caricias (con la naturaleza, con quien usted quiera). Una mañana de frío mirando por la ventana untando mantequilla en una rebanada de pan de centeno y un cuaderno con las páginas en blanco. Una mañana de ceniza con un libro como abrigo.
“Amo tres cosas, amo el sueño de un amor que tuve una vez, te amo, y amo este pedazo de tierra”, dice uno de los protagonistas de Pan, la novela del Nobel Knut Hamsun, escritor tan brillante como despreciable seguidor de Hitler.
Hamsun, premiado en 1920, fue una suerte de Louis-Ferdinand Céline escandinavo, una especie de Ezra Pound norteño. Escritores geniales de ideas torturadas y totalitarias a partes desiguales.
El musgo al que cantaba Leonard Cohen en el poema Pequeño vals vienés de Federico García Lorca colorea las mañanas y las tardes de Sæbø, donde acaba la regional Fv655, llena de vida y de babosas negras que cruzan los caminos del verano.
Es la misma carretera que desaparece para seguir al otro lado de la orilla, en Urke. Si quieren las grandes sinfonías, las voces inmaculadas, los cuadros maravillosos y el fulgor de los escaparates pueden quedarse en Oslo, Bergen o encaramarse a la bola del mundo en Tröndheim.
Si quieren belleza natural, cotidianeidad pura, han llegado al paraíso de los pequeños momentos, desordenados, sabrosos e inolvidables. Molde está cerca. Una fachada, las cañas de pescar, las botas de goma y, bajo el banco, el cartón de huevos blancos y el cajón de sandías. Naturaleza viva, naturaleza convaleciente, naturaleza muerta.
Frente al fiordo, caña en mano, momentos para pensar o para dejar la mente en albis, viendo si pica alguna perca, una trucha o un lucio. Desde la orilla enfangada, una silla plegable y el mejor yoga del mundo. No hace falta ni siquiera poner cebo, como hace Koji Yakusho, el barbero de La Anguila, de Shohei Imamura, que tiene la mirada perdida en el río mientras espera clientes en su barbería y sueña con la mujer de la que se ha enamorado. Un yoga con los ojos abiertos viendo la piel grisácea del mar, con sus rizos, sus hoyuelos y cicatrices mutando a cada segundo
Hay una mujer al fondo de la pasarela de madera, con los pilones sobre el agua. ¿Espera a alguien? ¿Desea la tormenta y los remolinos? ¿O espera al visitante para volar entre las nubes como Margarita y el maestro en la novela de Bulgákov?
Con un poco de suerte no es la protagonista inicial de una novela de Jo Nesbø, porque morirá asesinada al cabo de unas páginas, de unos párrafos. Mal asunto. ¿Es espía? ¿Diosa? ¿Frigg la vidente o Eir la curandera o Sjöfn una Cupido escandinava o Var, diosa de los juramentos? Tal vez Syn, guardiana de las puertas o una mujer mortal que piensa en la cena, en el cielo y en el cine.
Pasan las horas y el frío se cuela entre las líneas, la escarcha anida en las letras, atraviesa los suspiros,lengüetea los deseos. La luz se apaga, se arrebuja junto al fuego. Este podría ser un bonito día del Juicio Final, o mejor, un bonito día de la marmota con ciervos, alces, renos y erizos.