“Hacía calor en la iglesia y los bordes blancos de los nenúfares estaban crujientes y rizados. Una abeja murió en una flor de ataúd. Las manos de Ammu temblaron y su himnario con ellas”. (El dios de las pequeñas cosas, de Arundhati Roy).
Nuestro verano no se vive de la misma forma en todo el mundo. Mientras sacamos la silla a la fresca estos últimos días, en Noruega el sol apenas se pone y en lugares de Asia eclosionan diferentes primaveras contenidas en estanques de ensueño: desde los jardines del Castillo Iwatsuki de Saitama, en Japón, hasta los lagos de Phayao, en el norte de Tailandia, pasando por la trastienda de los famosos backwaters de Kottayam, en Kerala, estado tropical al sur de la India surcado por 900 km de ríos y canales.
Es aquí, entre mares de palmeras que hablan con casas-barco, carreteras polvorientas y pastores de patos con el agua al cuello, donde estas semanas la vida emerge de las profundidades de las marismas, especialmente en Maladikkal, un pueblecito famoso por sus más 600 acres de nenúfares, conocidos como Aambal en lengua malayalam. Esta floración suele coincidir con la celebración del festival Onam, el cual conmemora el inicio de la cosecha en forma de carreras de barcas-serpiente, coloridos festejos y diseños decorativos colmados de flores, muchas flores.
Durante estos días, cientos de fieles se agolpan en canoas y recorren los surcos del gran estanque por precios inferiores a 100 rupias tras depositar diversas ofrendas como velas, fruta o platos típicos, ya que además el nenúfar (o lirio de agua) es una flor muy representativa de la mitología hindú y dioses como Vishnu, Brahma y Lakshmi, además de otros muchos simbolismos fascinantes. La floración tiene lugar a lo largo del mes agosto, en su pico más alto, y alcanza octubre, momento en que vuelve a retomarse el crecimiento.
Fue en ese mismo mes cuando descubrí una de las sensaciones más relajantes del mundo: la caricia de la barca a los tapices verdes y rosados con esa suavidad que conmueve. Una libélula azul rodeaba los enormes tallos, volvía a sumergirse, a colarse entre nosotros. A los pocos minutos de adentrarte en el gran estanque, te sientes en un pequeño océano que abraza los cocoteros, donde todo se hincha de sonidos acuáticos que evocan la mejor sesión de ASMR - lástima no haberlo grabado - y las aves tropicales atraviesan el cielo.
El palo del barquero clavado en el infinito como impulso, el monzón que da sus últimos coletazos y obliga a los niños a utilizar las hojas de banano como paraguas a la salida del colegio. La secuencia cromática que recuerda a El dios de las pequeñas cosas, mi libro favorito y ambientado en este lugar de Kerala; y una primavera contenida mientras el verano mediterráneo deja el poso de tantos chiringuitos y flotadores. Como las propias personas, también la naturaleza elige sus propios momentos para renacer en los lugares más insospechados. Aunque algo me hace sospechar que los nenúfares y los bañistas españoles tenemos en común septiembre como perfecto mes para empezar de nuevo.