Los habitantes locales lo llaman el Sáhara de Lituania. Los demás, el istmo de Curlandia, una maravilla natural protegida por la Unesco en la frontera sur de Lituania, donde las dunas gigantescas y los bosques de pinos enmarcan la visión de playas de color dorado por el ámbar que contienen.
El istmo de Curlandia es una estrecha franja de tierra castigada por el viento, que hace bailar el parque de dunas en un paisaje cambiante. Fue declarado parque nacional en 1991 y transcurre paralelo a la costa del mar Báltico hasta el territorio ruso de Kaliningrado. Ahora bien, si el visitante quiere ver el istmo desde Kaliningrado deberá entrar directamente por aquel país, con un visado especial. La frontera entre ambos países en el istmo está marcada por una fuerte barrera que contrasta con la estrechez geográfica del lugar.
Curlandia es una maravilla para los amantes de la naturaleza y del turismo lento. Sus pueblos marineros todavía respiran el ambiente de ataño, con sus casitas de madera y sus negocios locales. El turismo en los últimos años ha aumentado, lo que siempre es un arma de doble filo a la hora de preservar el encanto auténtico y el equilibrio ambiental, que aquí es clave debido a las condiciones extremas que debe encarar el paisaje.
Accesible por barco
El istmo solo es accesible por barco. No hay ningún puente que lo una a tierra firme. Desde la ciudad de Klaipeda, diversos ferris conectan con el puerto de Smiltyne. Algunos ferris son únicamente para personas y bicicletas, y otros para coches. El trayecto dura escasos minutos. Hay que pagar entrada para acceder al parque nacional, pero una vez allí te puedes mover libremente, o en bicicleta o andando o con tu coche. Es muy recomendable destinar al menos un día entero y, si se puede, pernoctar en alguno de los hostales o cámpings.
En su parte más ancha, el istmo mide 4 kilómetros pero la parte más estrecha no llega a los 500 metros
El aislamiento de la zona es lo que, a lo largo de los siglos, la ha convertido en un conjunto donde la naturaleza domina el escenario. Mientras el visitante recorre la estrecha carretera que conecta los casi 100 kilómetros del istmo de norte a sur, puede encontrarse con alces cruzando la vía, y admirar calas dominadas por el color grisáceo del mar Báltico y el dorado de la arena, plagada de piedras de ámbar, omnipresente en la zona.
Desde los puntos más elevados se puede admirar la perspectiva de la estrecha franja de tierra, con el mar a ambos lados. En su parte más ancha, el istmo mide 4 kilómetros pero la parte más estrecha no llega a los 500 metros. La orilla que da al mar interior de Curlandia es más rocosa, y la que da al mar Báltico es de arena, con largas y animadas playas.
Es recomendable aparcar en alguno de los múltiples estacionamientos habilitados, y seguir las diferentes rutas a pie. En las zonas especialmente protegidas no puedes salir de los caminos marcados, para preservar el parque de dunas y la flora silvestre.
Dunas protegidas
Los bosques de pinos habitados por alces y jabalíes cubren aproximadamente el 70% del territorio. La mayoría de estos pinos no crecen en la tierra firme, sino en los terrenos arenosos que forman kilómetros y kilómetros de dunas. La leyenda cuenta que el gigante del mar Neringa creó el istmo, transportando arena en su delantal para formar un puerto protegido para el pueblo marinero. La verdad es que las olas y vientos del mar Báltico acumularon arena en sus aguas someras hace cinco mil o seis mil años creando esta franja natural.
Como casi siempre, el progreso trajo sus riesgos. En el siglo XVI se produjo una deforestación muy rápida, al talar masivamente árboles para madera y para construir casas. Esta acción modificó el movimiento de las dunas, que se movían a un ritmo de 20 metros por año, y llegaron a engullir un total de 14 pueblos a lo largo de tres siglos. Aún se pueden ver restos de edificaciones devoradas por la arena.
Los habitantes locales comprendieron el riesgo que corrían, y la reforestación se convirtió en una prioridad, también compartida por las autoridades del actual parque nacional. Bosques de coníferas, abedules y alisos se extienden por la zona y ayudan a fijar el parque de dunas, en las cuales hunden sus ramas.
Reserva natural
Aun así, las dunas siguen moviéndose, al ritmo de un metro al año. Poco a poco el istmo está desapareciendo en el mar Báltico. También el tamaño de las dunas está menguando. El viento, las olas y la acción humana las han reducido unos 20 metros en los últimos 40 años. Por eso el terreno está muy protegido y no se permite caminar fuera de los caminos marcados: cada turista que sube por libre a la duna Parnidis, la más alta de la zona de Nida, empuja hacia abajo, sin ser consciente, toneladas de arena.
La duna Parnidis es la más turística, ya que es muy alta y está muy cerca del pueblo de Nida. Pero el conjunto más espectacular está en la reserva natural de Nagliu, un área protegida con las llamadas dunas muertas o grises (llamadas así por la flora de tonos grises que las cubre). Es una zona desértica en la que se puede pasear por un camino balizado hasta llegar a la cima de la duna más alta del istmo, de 67 metros de altura. Unos restos curiosos a los pies de la duna recuerdan la posada de Old Inn, antes de que fuera sepultada por las arenas de la duna.
Pueblos marineros
Hasta las primeras décadas del siglo XX, la mayoría del istmo era territorio alemán. Su belleza la convirtió en polo de atracción para muchos alemanes que se trasladaban allí para inspirarse. Uno de ellos fue el escritor Thomas Mann, cuya casa museo está abierta al público.
Los principales pueblos vivían de la pesca. Los cuatro más importantes son Nida, Juodkranté, Pervalka y Preila, que se conocen colectivamente como “Neringa”. En todos ellos cualquier foto parece sacada de un filtro de Instagram, por el color de sus fachadas de madera. En Juodkranté se puede admirar una de las colonias de cormoranes más numerosas de Europa y la bahía Ámbar, un pequeño puerto de pescadores que recuerda las toneladas de ámbar que se recogían aquí.
En Nida y en los demás pueblos se puede disfrutar de la gastronomía local, presidida por el pescado ahumado
En Nida y en los demás pueblos se puede disfrutar de la gastronomía local, presidida por el pescado ahumado. En muchos restaurantes cuentan con su cabaña para ahumar el pescado fresco, que cuelgan de varillas de madera y luego exhiben orgullosos al lado de las mesas del jardín. Depende de la variedad, se come directamente con las manos, pellizcando pequeños trozos de esta delicatessen y mojándola en salsa con pan de centeno. La anguila ahumada es la más apreciada. De postre, una tarta de arándanos y un café completa la experiencia.
Veletas de madera
Uno de los símbolos más característicos de los pueblos de “Neringa” son sus veletas de madera decoradas con ricos colores y con símbolos de cada uno de los pueblos. Antiguamente, estas veletas se colocaban en los barcos de los pescadores para indicar que habían estado en aquel puerto. Como eran únicas y profusamente decoradas, empezaron a colocarse en las fachadas de las casas como decoración, y se convirtieron en un signo de identidad de la zona. Hoy se pueden comprar como recuerdo turístico, y en Nida se puede visitar un museo que contiene todos los modelos que los pescadores llegaron a tallar en la madera a lo largo de los siglos.