Hay poblaciones de Marruecos donde se perpetúa el apellido Banu Razin. Se trata de remotos parientes de un linaje bereber que atravesó Gibraltar allá por el siglo VIII para conquistar la península Ibérica. Una aventura que llevó muy al norte a los Razin, hasta tierras de Teruel donde se asentaron y gobernaron con mano de hierro. Ahí dejaron huella, tanto que una de las joyas del patrimonio aragonés evoca su nombre: Albarracín.
Aunque Albarracín no la fundaron los musulmanes. Ni mucho menos. En el entorno se ve un buen repertorio de abrigos rupestres pintados en la prehistoria. O se conserva un acueducto romano que discurre por la sierra durante 25 kilómetros hasta la localidad de Cella. Sin embargo, aunque no fueran los primeros pobladores de Albarracín, ellos originaron la atmósfera medieval que envuelve el caserío.
Antes de su llegada ya habría una población con su iglesia prerrománica. Sin embargo, con el dominio musulmán se comenzó a construir el castillo. Un primer alcázar que conforme Albarracín cobró pujanza, aumentó sus torres y lienzos de muralla. Hoy en día, los restos de su entramado defensivo son icono de la localidad. Y aunque la fortaleza no ha llegado intacta, transmite su poderío. Tanto que cuando en el siglo XI, el Cid quiso conquistar esta plaza a los Banu Razin, acabó herido de gravedad y salió huyendo.
Y al igual que creció el alcázar, se desarrolló la ciudad a sus pies. Dado el abrupto terreno, los vecinos tejieron una maraña de callejas para levantar cada casa de forma diferente y única. Se adaptan al relieve como pueden y se las ingenian para ganar superficie en altura. En Albarracín las plantas altas suelen ser más amplias que las inferiores. Eso es evidente en los voladizos que se asoman al lado del río, pero también en calles de relativa anchura que quedan casi cubiertas porque los tejados de las casas enfrentadas prácticamente se unen.
El enrevesado urbanismo de Albarracín, así como el color rojizo de su arquitectura es herencia de su pasado musulmán
El enrevesado urbanismo de Albarracín, así como el color rojizo de su arquitectura es herencia de su pasado musulmán. Pero su historia no acabó ahí. En una fecha indeterminada del siglo XII y de forma pacífica, la ciudad cayó en manos cristianas. Si bien, su núcleo urbano no dejó de crecer. Al contrario, ganó en peso político dado el valor estratégico de esta Sierra de Albarracín donde Castilla queda a un paso y donde nacen importantes ríos como el Tajo, el Cabriel que es un gran aporte del Júcar y el Guadalaviar que baña Albarracín para transformarse en el Turia aguas abajo.
Por eso no extraño que, durante unos siglos, aun perteneciendo al reino de Aragón, Albarracín mantuviera cierta independencia y su propio fuero. Lo que supuso esplendor. Hasta tuvo su propia catedral, la del Salvador, que hoy es el monumento por antonomasia de la localidad. Y si hay catedral, hay obispo, quien obviamente se construyó un elegante palacio episcopal que hoy es la sede de la Fundación Santa María de Albarracín.
Aunque el palacio episcopal no fue la única gran casona de esos tiempos de gloria. También se levantaría la casa de los Monterde que aún guarda un impresionante blasón sobre el arco de entrada o se concebiría la casa de la Comunidad, laberíntica por dentro y por fuera. Y cerca de la funambulista casa Torcida de la calle del Chorro se levantó el edificio palaciego de los Navarro de Arzuriaga, cuya fachada azul es una isla en el mar de yeso rojizo que uniformiza y da personalidad al caso urbano.
El atractivo de Albarracín radica en su armonía y las sensaciones que provoca el conjunto. Brillan lugares como la catedral, el vecino museo Diocesano con su colección de tapices flamencos o la torre de Doña Blanca como imponente vestigio del amurallamiento de antaño. Pero más allá de las individualidades, lo memorable es la fusión de historia y tradición que se respira durante el paseo por sus calles.
Porque es un pueblo para caminar y dejarse sorprender. Por ejemplo, al llegar hasta el portal de Molina y ver los equilibrismos de la fotogénica casa de la Julianeta erguida en la intersección de dos cuestas. También merece la pena toparse con la casa museo Pérez y Toyuela cuyo interior recrea como vivieron los nobles e hidalgos de otros tiempos. O hay que subir hasta la iglesia de Santiago que ofrece unas inmejorables vistas de las murallas.
Y más temprano que tarde toca pararse en la plaza Mayor. Un espacio amplio y llano dominado por el gran volumen del Ayuntamiento, cuya planta baja fue la cárcel local durante siglos. La rotundidad del consistorio contrasta con la delicadeza de la casa del Balcón Esquinero. Evidentemente situada en una esquina de la plaza y que hermana este trocito de Teruel con construcciones de Valladolid e incluso de Úbeda, en Jaén. Y en el extremo opuesto de la plaza se abre un mirador con vistas a la iglesia de Santa María, al río Guadalaviar y a los bosques serranos declarados Paisaje Protegido de los Pinares de Rodeno.
Fundación Santa María de Albarracín
La localidad es referente del turismo en Teruel y Aragón por su estado de conservación. Pero no siempre fue así. Hace tres décadas, la belleza de Albarracín estaba algo ajada tras siglos de descuidos y maltratos. Entonces se creó la Fundación Santa María de Albarracín encargada de recuperar el patrimonio local y darlo a conocer. Algo que ha llevado mucho más lejos de lo imaginado en un principio.
En la actualidad, la Fundación no solo promueve visitas guiadas y lleva a cabo restauraciones. También programa cursos vinculados con la recuperación de todo tipo de patrimonio, desde pintura o escultura hasta fotografía antigua u objetos textiles. Aquí se forman especialistas que luego desarrollan proyectos por toda Europa. Y además, año tras año se involucra en distintos iniciativas creativas, así como organiza conciertos, exposiciones y actividades que han colocado a esta pequeña porción de Teruel en el mapa internacional del turismo y la cultura.