El mundo estaba mal hecho, hasta que el vino vino al mundo e hizo del mundo un lugar civilizado y arruinó para siempre la reputación del agua e introdujo una sed nueva: la sed de la ebriedad. No es un juego de palabras vacías. Es una constatación histórica. Sin vino, no habría existido el imperio romano. ¿Pero, qué es el vino? El vino es una metamorfosis de la uva. Es la caída del sol sobre los cultivos, es una temperatura perfecta, es cultivo humano. El vino es un milagro de la tierra. Por eso es muy difícil que haya vida extraterrestre. Porque para que existan los extraterrestres tendría que existir también el vino extraterrestre, y eso es metafísicamente imposible. Los científicos solo buscan planetas con agua en los espacios interestelares, grave error. Mejor harían en buscar planetas con vino. Toda España produce vinos maravillosos.
Yo nací en medio de la celebración del vino, pues vine al mundo en Barbastro, cuna de la denominación de origen del Somontano, probablemente el mejor vino del mundo. O el más elegante. O el más delicado. Pero el vino sirve como acompañamiento de una actividad ancestral en el ser humano: la comida. El vino corona los platos más exquisitos. Por eso los grandes vinos no tienen como finalidad la embriaguez, cosa muy respetable por otro lado, sino la celebración del alimento.
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Una copa de vino fino marida con gildas y olivas
Uno de mis restaurantes favoritos de Madrid es el Gilda, en donde hasta el nombre de la calle en el que se ubica tiene connotaciones divinas, pues la calle se llama Monasterio de las Huelgas, en el madrileño barrio de Montecarmelo. En el Gilda, hay unos maridajes maravillosos entre vino y platos exquisitos. Por ejemplo, la gilda de atún marida con una manzanilla en rama de Sanlúcar, un fino con 8 años en botas de roble americano de 150 años. O un pez limón con un fino Juan Piñero de 12 años. Un postre inolvidable llamado Tres Amores, con un pedro ximénez.
El maridaje, en realidad, quiere decir matrimonio. Cuando te sientas a la mesa del Gilda, te conviertes en una especie de obispo que contempla cómo un vino contrae matrimonio con la excelencia culinaria. Ese matrimonio está en el ADN de la cultura mediterránea. Si Trump acaba poniendo esos aranceles que predica sobre los vinos, pobres americanos. Se van a quedar sin un verdadero motivo de vida y de felicidad: los vinos españoles. Porque creo que los vinos españoles son de los mejores del mundo, sino los mejores. Hemos aprendido rápido. De aquel chato de vino de hace cincuenta años hemos pasado al delirio y a la fantasía más sofisticadas. Nos hemos hechos los dueños del vino universal. Sin nuestros vinos, la vida es un error.