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Tras las huellas de los samuráis

Japón

Tokio, Nikko, Takayama, Kanazawa, Kioto, Osaka... los samuráis son parte del pasado de Japón, pero su espíritu permanece anclado en los lugares que habitaron y las montañas donde guerrearon. Una ruta marcada por la espada.

Los samuráis fueron la casta guerrera que dominó Japón durante la edad media, desde el periodo Kamakura, a finales del siglo XII, hasta la reforma Meiji en 1868. Samurou significa servir. Los samuráis fueron fieles sirvientes de sus señores feudales, los daimyos, jefes terratenientes quienes, a su vez, dependían de un shogun o comandante en jefe. Durante sus primeros años de existencia, los samuráis fueron poderosos combatientes, inmersos en duras guerras civiles entre los distintos clanes, que finalizaron en la gran batalla de Sakigahara, cuando el shogun Tokugawa los venció a todos y unificó el país. Bajo su gobierno, que reconocía al emperador como cabeza espiritual del país, Japón vivió tiempos de paz que pusieron en entredicho la función del samurái. Inicialmente, Tokugawa mandó invadir Corea en 1590 para mantener activos a sus guerreros, pero luego estos debieron reconvertirse ante el mandato de entregar sus armas. El tiempo del samurái había acabado. Algunos se convirtieron en ronin o samuráis errantes independientes, otros siguieron sirviendo aunque cambiaron sus espadas katana por artes marciales como el aikido o el jujitsu. Japón expulsó a los primeros colonos que introdujeron la pólvora y estuvo blindado de influencias exteriores hasta dos cientos años más tarde. En el siglo XIX, los samuráis volvieron a luchar contra su propio emperador para no desaparecer, pero el guerrero medieval ya no pudo con la moderna tecnología de las armas.

La impronta del samurái sigue latente en el carácter japonés y en la cultura mundial gracias a las películas de Akira Kurosawa, Takeshi Kitano o Quentin Tarantino

Los años de aislamiento forjaron el carácter japonés identificándolo con la disciplina, el honor y la entrega del samurái. Durante este periodo conocido como Edo (antiguo nombre de Tokio) porque la capital se había trasladado de Kioto a esta ciudad, se escribió el Bushido o libro de caballería que contiene los valores morales del samurái. Sinceridad, lealtad, austeridad, moderación y mesura que se mezclaban con preceptos del budismo zen y la autóctona religión sintoísta. El primero aportaba la inmediatez de vivir en el presente, sin temor a lo que acontezca, bajo premisas minimalistas y de sencillez. El sintoísmo venera los espíritus de la naturaleza y cree que los ancestros moraban en los árboles. La naturaleza es muy importante en Japón como pasaje exterior e interno de jardines y las casas que esculpen el carácter o estado de ánimo de quienes los contemplan.

Algunos samuráis fueron monjes y poetas además de guerreros porque en su código ético estaba el templar la violencia con sabiduría, paciencia y serenidad. Aunque como especifica el Hagakure, un texto posterior de Y. Tsunetomo, conocido como el libro del samurái, su camino es el morir. Hay que estar preparado para morir en cualquier instante, y no hay otra forma más digna de hacerlo que en combate. Esta es la filosofía que permaneció en los temibles kamikaze durante la guerra del Pacífico en la Segunda Guerra Mundial. Pero el espíritu del samurái no murió con su desaparición.

Su impronta sigue latente en el carácter japonés y en la cultura mundial, gracias a las películas de Kurosawa u otros cineastas posteriores como Kitano o Tarantino. El manga y la literatura también han tomado su figura como guerrero heroico, al tiempo que clásicas sagas contemporáneas, como Star wars, han servido para popularizar su figura mediante arquetipos como Darth Vader y su guardia imperial. Su indumentaria es exacta a la de los samuráis, con una gran coraza, el rostro cubierto, un enorme casco o kabuto y la espada láser que se corresponde con la katana. Armas más nobles para tiempos más nobles…

La katana era el espíritu del samurái y su forja se reservaba a grandes artesanos a los que se veneraba como a dioses. Su filo cortaba cabezas de un solo golpe y se creía que el alma del samurái se introducía en ella. Entre los mejores samuráis estuvieron Hatori Hanzo, citado en Kill Bill, y especialmente Miyamoto Musashi, el kensei y mejor duelista de la historia de Japón, con 61 duelos imbatido. Un guerrero que estuvo presente en batallas como la de Sekigahara u Osaka. Toshiro Mifune lo interpretó en la trilogía dirigida por Inagaki en los años cincuenta que ganó el Oscar.

La memoria fílmica puede servirnos hoy para recorrer los antiguos caminos samuráis. Se trata de un viaje en el tiempo por el Japón más tradicional y medieval. La ruta parte de Tokio, el habitual puerto de entrada cuando llegamos al país nipón. En esta gran metrópoli, al amanecer, puede visitarse el templo de Shengakuhi, donde están enterrados los 47 ronin. Su historia es venerada por los modernos yakuza y ha dado pie a numerosas adaptaciones cinematográficas.

Figuras como Darth Vader de la saga ‘Star wars’ sirven para popularizar al samurái: casco, rostro cubierto, coraza y, en vez de espada láser, katana

Tomando el veloz shinkasen, en apenas dos horas se llega a Nikko, una preciosa aldea en mitad de frondosos bosques donde dos veces al año (mayo-octubre) se celebra el festival Tosho-gu, en el que mil hombres desfilan vestidos de samurái, transportando reliquias a lo largo de la ciudad sagrada. Aquí está enterrado el gran shogun Tokugawa Ieyasu, el fundador de la dinastía que reinó durante más de 200 años. Además de su mausoleo, hay que visitar el templo de Rinno-ji, fundado por Shodo Shonin, que contiene tres preciosos y enormes budas. Al atardecer, es agradable acudir a los baños termales tradicionales u onsen de Ganman-ga-fuchi, en un paisaje cubierto por la lava seca del monte Nantai. El sendero está marcado por más de setenta pequeñas estatuas de piedra o jizo que indican el acceso a un lugar sagrado. Los más aventureros pueden hacer cumbre en el Nantai antes del anochecer.

Vale la pena quedarse en Nikko al menos dos días, antes de regresar a Tokio para enlazar con el tren que parte para Takayama, en la entrada de los Alpes japoneses. Este es un lugar muy turístico, en el que se conservan diversas casas samuráis que se visitan como museo, dentro del distrito Sanmachi Suji. Las edificaciones en Japón solían ser todas de madera para resistir los terremotos. Seguían el estilo zen, basado en la sobriedad, con dominio de la línea recta geométrica y formas curvas para tejados, cubiertas y ventanas. La mejor manera de conocer una casa tradicional es alojarse en las posadas ryokan que pueden tener más de 200 años. En el interior domina la horizontalidad, los suelos de tatami y las paredes correderas. Así era el samurái, poco superfluo, noble y sencillo.

En el sentido zen, las casas son el alma de quienes las habitan.

En dirección a la costa, cruzando las montañas, se alcanza Kanazawa, una bonita ciudad medieval que sobrevivió a los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. Un castillo medieval preside el entorno y en el barrio antiguo de Nagamachi se halla la casa del samurái Nomura, una de las mejor conservadas del país. Siguiendo la costa en dirección sur, se encuentra el antiguo templo de Eiheiji, toda una institución en Japón, que mantiene el culto del budismo zen desde el siglo XIII. Para alojarse en él es necesario estar inscrito en algún centro mundial soto zen, pero se aceptan breves visitas.

El zen enseñaba al samurái a vivir en el presente, con atención plena, sin miedo alguno a la muerte. En el aquí y el ahora, templando su valentía en el silencio.

Los samuráis practicaban este tipo de meditación para desarrollar la espontaneidad mental y corporal en el combate.

Saliendo de Eiheiji aguarda Kioto, la antigua capital y ciudad de los templos.

Además del popular Fushimi Inari, mundialmente famoso por su bosque con centenares de toris o arcos naranjas que marcan el sendero, se pueden visitar los templos de Ryoan-ji o Daitokuji. Sus jardines son la más bella expresión del arte zen que los samuráis contemplaban para calmar la mente y componer haikus (breves poemas). En el centro de la ciudad vieja se encuentra la posada de Ishihara, donde Kurosawa iba a escribir muchos de los guiones de sus películas. Es un lugar para mitómanos y de atmósfera muy especial, no apto para todos los bolsillos y en el que conviene reservar con antelación. Muy cerca de Kioto se encuentra Osaka, que posee un bonito castillo, pero la ruta abandona esta ultramoderna metrópolis para tomar el teleférico en Nankai, subiendo al sagrado monte Koyasan. La cumbre queda casi siempre cubierta por la niebla y la espesura del bosque. Alrededor de ella se extienden diversos templos donde pasar la noche y en lo más profundo aguarda el cementerio de Okunoin, envuelto por la magia de los tiempos. Se dice que tiene más de 1.200 años de antigüedad. Visitarlo al anochecer es adentrarse en el alma samurái y la de todos los ancestros enterrados.

La ruta podría acabar aquí pero si se dispone de tiempo hay que retomar el camino del sur, más allá de Kobe, para ver el castillo de Himeji, que jamás fue destruido y es patrimonio de la Unesco. En este lugar se rodaron diversas películas de samuráis, como Kagemusha (Kurosawa, 1980).

Un buen final sería seguir la estela del ocaso de Miyamoto Musashi para después descender al lugar donde combatieron los últimos samuráis. Para ello hay que cruzar el estrecho de Kannon, adentrarse en la isla Kuyshu y llegar a la cueva de Reigando, en Kumamoto. Allí el viejo samurái, vencedor de cuantos duelos participó, se retiró a meditar como ermitaño, escribiendo El libro de los cinco anillos, uno de los textos fundamentales de la cultura samurái, cuyas lecciones se siguen todavía hoy en día. Al regresar a Kumamoto, las luces iluminan un imponente castillo.

Hasta aquí llegaron los últimos samuráis que, liderados por Saigo Takamori, se enfrentaron al emperador asediando la fortaleza. Fueron rechazados y cayeron masacrados en la batalla de Shiroyama, al sur de Kagoshima. La leyenda cuenta que Takamori murió haciéndose el harakiri. Este es el personaje que da pie a la película interpretada por Tom Cruise que se inspira en la rebelión de Satsuma, ya al final del siglo XIX.

Al caer los últimos samuráis, esta casta guerrera fue relegada a la pobreza y la mendicidad o a convertirse en maestros y administrativos, en el mejor de los casos. Sin embargo, la historia les guardaba la recompensa de la inmortalidad. Hoy los samuráis son una leyenda, mito y realidad que seguirá llenando páginas de libros y cómics, iluminando pantallas e incluso sirviendo de modelo de estrategia y toma de decisiones en las empresas. Recorrer su sendero es un bonito homenaje a estos sabios guerreros y la mejor forma de conocer el Japón medieval.