Media tarde. En una gran sala toda blanca Nathan Quirk revisa la vela de fibra de carbono palmo a palmo (y son un puñado) justo enfrente del reloj del viejo muelle de pescadores del puerto donde se remendaban las redes.
Es la nueva Barcelona refulgente de la Copa del América y la ciudad que se resiste a morir. En sus manos ambas versiones se funden en un imposible, la de la artesanía y los oficios, con la del turismo y la más alta tecnología.
Un equipo especial
Los suizos fueron los primeros en venir, en 2022, y los que han abierto más sus puertas en una copa donde el secretismo es ley
Mediodía. Jaume Triay, ingeniero mallorquín, 23 años, revisa su ordenador que apoya en el faldar; absorto en la pantalla busca en la terraza el sol que apenas se atreve a iluminar el búnker ultrasecreto de la primera planta, donde tiene su mesa.
Allí, las ventanas son mínimas y por una buena razón. Teclea y lee sobre matemáticas. Triay busca un algoritmo para que las velas que mima Nathan Quirk y su equipo hagan que el barco vuele como un Concorde y el equipo recupere el trofeo que ganó dos veces en 2003 y 2007.
Seis de la mañana, Ernesto Morante enciende las luces del bar en la zona noble de la base del equipo suizo Alinghi, uno de los aspirantes a ganar la Auld Mug, el trofeo que en tres siglos distintos sólo han ganado cuatro países, los helvéticos (país sin mar) entre ellos.
Con una sonrisa, Ernesto servirá cafés y bebidas y tapas todo su turno, mientras en la cocina sus compañeros, el primer chef Marcelo Rebollo y el sous chef Russell dos Santos tienen la misión más difícil del equipo: contentar el estómago de las 170 personas que forman el equipo. Atrévete Tom Cruise.
Gane o no el trofeo, el equipo suizo tiene ya asegurada la medalla de oro de la hospitalidad. Fueron los primeros en llegar a Barcelona, hace ya dos años, y los que más se han abierto en una competición donde la privacidad entre equipos es absoluta y los secretos, secretos son.
Si las ventanas de la primera planta, la sala de los cálculos, del diseño, son mínimas y están ahumadas es por algo: están pensadas para que nadie, incluso con largavistas, pueda husmear lo que pasa dentro y ver como, por ejemplo, Aurore Kerr, ingeniera especializada en aerohidrodinámica, compone ecuaciones que den con la rima perfecta.
Medidas antiespionaje
Si las ventanas de la sala tecnológica secreta son mínimas y están ahumadas es para evitar el espionaje de otros equipos
El día en la base náutica, situada donde estuvieron los cines del Port Vell, es un puzzle que se construye por la mañana y se desarma de nuevo por la noche. Así de talentosos y audaces son los navegantes y profesionales que participan en la competición.
Nils Frei la ganó dos veces en 2003 y en 2007, en València. Ahora forma parte del equipo técnico. En tan poco tiempo la competición ha virado una barbaridad. “Por entonces el equipo estaba formado por unos 15 ingenieros y unos 40 navegantes. Ahora es al revés: la tripulación suma 16 miembros, ocho en el barco, y el equipo tecnológico ronda las 50 personas”.
Frei, economista y geógrafo, era trimador, controlaba las velas. Sus compañeros grinders accionaban el molinete. Hoy en día ya no hay grinders sino cyclors (un híbrido de cyclist, ciclista y sailor, marinero) son los que pedalean para que el AC75 suizo no deje de volar.
Nils Theuninck es un cyclor de libro, es decir un superhéroe cuyo físico parece sobrehumano. Campeón del mundo en GC32, catamarán con foils, Theuninck da idea de cómo es este deporte: una fórmula que conjuga la tecnología, el esfuerzo físico, la estrategia y la capacidad de reacción ante un cambio en las condiciones climáticas.
“Todavía no me conozco las aguas de Barcelona de memoria, es muy difícil. De hecho son cambiantes y no son nada fáciles, pero plantean un reto muy interesante, en parte porque hay olas y también porque hay pequeñas sutilidades que las hacen diferentes cada día”, explica Arnaud Psarofaghis, el líder indiscutible de la tripulación suiza que rebosa optimista y buenas vibraciones.
Está encantado con Barcelona y lo bien que les han acogido. “La ciudad está a dos minutos en bici de aquí, mi apartamento está a tres minutos. La proximidad de todo es genial, es muy agradable, no nos hace falta coche, las tiendas abren hasta tarde, incluso los domingos”, ríe cuando compara los horarios mediterráneos con los de Ginebra.
El abuelo Psarofaghis (Gilbert) dejó Grecia por Suiza, su hijo (François) ya nació allí. Y su nieto, de dos años, ha vivido casi toda su vida aquí. “Un día típico es levantarme con la familia a las siete o siete y media, puedo ver a mi hijo pequeño, que me ayuda a desconectar de todo –cuenta el timonel-. El trabajo empieza a las ocho de la mañana con sesión de gimnasia hasta las nueve. A veces hacemos yoga, en mi caso no demasiado. Luego desayunamos y ya nos podemos a discutir estrategias, los entrenamientos de los días anteriores”.
Cada día de viento es un regalo y buena parte del día gira en torno a poner el barco en el agua, montar el mástil (y las velas, ya fuera del puerto). “Cuando lo preparamos, comprobamos con los técnicos toda la parte tecnológica, vemos el parte meteorológico para elegir velas. Hay una gran cohesión entre técnicos y navegantes. Cada persona es especialista en algo concreto, tienen su rutina”.
Psarofaghis comparte equipo con Yves Detrey, que no sólo es bicampeón de la copa del América sino que además es carpintero. “Aprovechamos la tecnología del equipo de Fórmula 1 de Red Bull, nuestro barco es extremadamente técnico que puede navegar al triple de la velocidad del viento que haya en ese momento”.
Cuando el barco regresa a puerto Nathan Quirk y su equipo revisan las velas: “Comprobamos si hay alguna rotura, si tenemos que hacer algún ajuste, que lo podemos hacer bastante rápido”. Un dato paradójico: el velamen lo fabrica North Sails en Nevada, en pleno desierto estadounidense.
Es muy difícil tener contentas a 170 personas con la comida: lo único que puede enfadar a un equipo es el menú”
“Allí tienen mucho espacio y condiciones de baja humedad, que va muy bien para tejerlas”, explica Quirk, que empezó a navegar a los cinco años. “Luego –explica- estudié Económicas y cuando acabé, me involucré en la Copa del América, he trabajado para los americanos, para dos equipos italianos y ahora con los suizos”.
Es el responsable de las velas el que confirma lo más complicado de un día a día en la base suiza… y seguramente en el resto: “Es muy difícil tener contentas a 170 personas con la comida. Es muy loco, porque lo único que puede enfadar a un equipo es el menú, puede destruir muchas cosas”, ríe.
“Al principio preparábamos bacalao con pisto y pollo con salsa… luego las recetas han ido cambiando”, apuntan los cocineros entre sacos de patatas y botes de especias. Todos tienen un bufet muy completo y los tripulantes, además, una nevera exclusiva En el refrigerador, leche de vaca y de avena, bocadillos envueltos en papel, fruta y verdura. En el congelador, bolsas de frutos rojos para los batidos.
Jaume Triay, el matemático mallorquín, se alimenta, además, con el sol: “Estudio geometría para formar un algoritmo con el fin de conseguir la máxima velocidad del barco. Cuanta más correcta es la predicción, más riesgos puedes tomar a bordo”.
Aprovechamos la tecnología del equipo de Fórmula 1 de Red Bull: nuestro barco es extremadamente técnico”
Nadie para en la base, se suceden las reuniones, las comidas, las operaciones con el barco que a ratos silba, a ratos ruge flotando sobre las olas. Todo el mundo lleva reloj, pero el sol es quien dicta sentencia. Y el viento, claro.
“A veces tenemos tiempo libre”, dice muy en serio Nathan Quirk que como buen navegante que se pasa el día en tierra, duerme en su barco con su mujer. “A veces voy con la familia al restaurante”, dice con entusiasmo Arnaud Psarofaghis. Su apellido, en griego, viene a significar “el que come pescado”. “La verdad- confiesa-es que no como demasiado”, y dibuja una sonrisa amplia antes de irse. El barco y su equipo lo esperan.