Vamos a empezar afirmando que anchoa, boquerón, bokeron, bocarte, aladroc, longoron o seitó son la misma especie de pescado azul cuya medida suele oscilar entre los 15 a 25 centímetros de largo. Solo los diferencia la forma de elaborarlos. Según el Diccionario de la Real Academia Española, la anchoa es un boquerón cuando se ha procesado en salazón con aceite de oliva. Aunque se mueven en grandes bancos a 100 metros de profundidad, en los meses de primavera y verano ascienden a la superficie para buscar aguas más templadas y reproducirse. En ese momento su grasa corporal aumenta y es cuando son capturadas y llevadas a tierra firme en alguno de los puertos de Cantabria.
También hay que señalar que, curiosamente, a principios de siglo XX la anchoa era despreciada en estos mares. Era lo que se denomina morralla. Los pescadores cántabros únicamente les interesaban para usarlas como cebo para atraer besugos. Hasta que en 1880 unos salazoneros sicilianos llegaron a Santoña y ascendieron a este pescado a la altura gastronómica que ostenta hoy en día: Cantabria es líder en las conservas de anchoa. Entre Laredo, Santoña y Castro Urdiales concentran el 80 por ciento de la producción nacional. Este viaje por la costa oriental de Cantabria está pensada precisamente para degustar smejante delicia de los bravos mares del norte, pero también para explorar un litoral hermosísimo y carismático de grandes acantilados, playas salvajes, antiguos faros, marismas y bosques sublimes. Es el reino de la anchoa.
1. Castro Urdiales y el faro del Castillo de Santa Ana
A algo más de 30 kilómetros de Bilbao y pegado a la frontera con el País Vasco, Castro Urdiales es una de las poblaciones más bonitas de Cantabria. Ojo, no es un pueblo, es una villa. Lo ideal es dar un paseo a lo largo y ancho de su casco viejo y reconocer una historia que se levanta desde hace 800 años sobre una península rocosa. Allí, junto al puente romano, se muestra orgulloso el castillo medieval junto a la iglesia de Santa María de la Asunción, ejemplo de la arquitectura gótica cántabra del siglo XIII, y la ermita de santa Ana. En el interior se construyó en 1853 un faro –a 49 metros sobre el nivel del mar-, cuya maquinaria ocupó la capilla. Es posible subir hasta lo más alto del faro y contemplar las vistas del oleaje intentando abrirse paso entre los inexpugnables muros que defienden la ciudad.
Dónde comer una buena ración de pinchos y anchoas: en el histórico Bar La Fuente (Calle Nuestra Señora, 8) donde, por cierto, también bordan la tortilla de patatas.
2. La kilométrica Playa de la Salvé
La costa desde Castro a Laredo, dos de las principales poblaciones al este de Cantabria, es espectacular, feroz, donde los acantilados protegen a pequeñas cales vírgenes que descansan silenciosas entre el rumor del mar que entra y sale sin descanso. Cantabria dispone en total de 285 kilómetros de costa y alterna todo tipo de playas. Hay para todos los gustos. Las hay para surfear, familiares, pequeñas y salvajes, nudistas o también algunas urbanas. La Salvé probablemente no sea de las playas más bonitas de Cantabria. Pero sí que podría ser una de las playas largas –cuenta con más de 4.000 metros- más recomendables de nuestro país. Al que le guste los espacios amplios, la arena fina, las dunas, bañarse con seguridad – el monte buciero la protege de las ventoleras traicioneras – y quedarse al atardecer a contemplar una puesta de sol, ésta es su playa.
3. Las marismas de Santoña
Si camináramos en línea recta hasta el final de la playa de Laredo, nos toparíamos con la desembocadura del río Anson, que forma la bahía de Santoña. Cabe la opción de cruzar la ría
–son 2 kilómetros vía mar–con una barcaza. Vale la pena por las vistas a ambos lados. El parque Natural de Santoña, Victoria y Joyel está allí mismo. Es un tesoro natural. Se trata de uno de los humedales más extensos del norte de la Península y es un lugar severamente protegido donde cada año, entre septiembre y enero, se pueden avistar diversas especies de aves migratorias: El escribano nival, el zarapito real, los colimbos, cormoranes chorlitos, espátulas, garzas reales y patos. Los acantilados de la Punta del Fraile del Monte Buciero son aprovechados por muchas de estas aves como refugio durante su camino y utilizados como lugar de cría.
4. El mítico Monte Buciero
A veces, hay detalles que pasan desapercibidos. Son grandes y hermosos pero no somos conscientes de su importancia hasta que los vivimos en primera persona. Es el caso del Monte Buciero. De hecho, en días claros se puede ver desde el monte Igueldo, en San Sebastián. Su historia ha marcado la personalidad de los lugareños hasta hoy en día: yacimientos prehistóricos, naufragios catastróficos, escondrijos secretos, salientes y ensenadas... Sus 378 metros de altitud caen precipitadamente desde el pico Ganzo hasta la orilla.
En la actualidad es un lugar simbólico, ineludible, un cruce de rutas para senderistas y peregrinos que hacen el camino de Santiago por el norte. En lo alto del monte, entre bosques de encinas y madroños, se mantienen como en estado de alerta tres estructuras militares defensivas: son los fuertes de Santoña, considerados Monumentos Históricos y Bienes de Interés Cultural. Al sur, protegiendo la bahía, los Fuertes de San Carlos y San Martín uno al lado del otro. Y al norte, el Fuerte de Napoleón, vigila la playa de Berria, otra de las playas a poner en la lista de favoritas.
5. La lonja, el viaje de la anchoa
Ya hemos hablado de la curiosa transformación de la anchoa desde sus orígenes como insignificante cebo para besugos hasta alcanzar su actual estatus de boccato di cardinale. Del mar a la lonja, y de la lonja a nuestro paladar. Y en este largo viaje que hace la anchoa, ha sido fundamental el trabajo artesanal de las mujeres que, con sus manos, han descabezado y eviscerado el pescado, lo han salado, extraído las espinas, cortado la cola, recortado las barbas sobrantes y añadido el aceite. Todo un arte. Pero, ojo, no todas las anchoas son aptas. Aquí el tamaño importa, y mucho. Solamente se seleccionan las que pueden aportar dos grandes filetes carnosos, con abundante grasa, esponjosos y que contengan el punto de sal justo. Para respirar toda esa cultura, una excelente sugerencia es pasear por el puerto de Santoña y entrar en la lonja de pescado. El aire desprende un sutil aroma a salazón, esencia de estas tierras.
Degustación y cata de la anchoa: un buen lugar para tomarse un aperitivo es la Anchoateca La Mutua (Calle Alfonso XII, 4), donde te sirven las mejores conserveras para experimentar y aprender los diversos matices, el aroma, el sabor y la textura de esta delicatessen.
5. Los acantilados de Langre
El tramo de carretera que hay entre Santoña y Ribamontán al Mar, al este de Santander, no alcanza los 25 kilómetros. El punto más septentrional de la comunidad cántabra es el cabo de Ajo y, a partir de ahí, cuando nos adentramos en Ribamontán al Mar, se alarga una costa plagada de espectaculares e imponentes acantilados, entre las que sobresale altiva la playa de Langre, de la que se comenta es la más bonita de Cantabria por sus formidables vistas. Su ubicación a los pies de un acantilado vertical de 25 metros, hace que solo se pueda acceder a través de unas escaleras empinadas. Es un espacio sosegado, incluso místico.
Pruébalo: si te mantienes en silencio un rato, incluso podrás escuchar el rumor del mar envolviendo la playa. Recogida entre amplias praderas de un verde intenso, a ella suelen acudir surfistas (a causa de un oleaje muy favorable) y nudistas. Antes hay otras playas aconsejables. Si te gusta mover las piernas y aspirar brisa marina, existe una cómoda ruta señalizada para recorrer la zona de acantilados andando o en bicicleta de montaña. Por cierto, hay una pequeña excursión que vale la pena hacerla a pie entre la coqueta playa de La Canal, en Galizano, hasta la cueva de Cucabrera, una cavidad excavada en la roca del litoral.
6. Surf en Somo
Después de Langre, siguiendo la costa rumbo oeste, aparece otro de los lugares sagrados de Cantabria: la playa de Somo, ubicada en la entrada de la bahía de Santander. Y no es un decir lo de sagrada. Hay que pensar que es una de las primeras Reservas de surf declaradas en España. Desde el año 2013 están protegidas para los amantes de este deporte. Tanto es así, que está dividida en tres tramos, cuyas condiciones son diferentes y permiten que puedas elegir en función de tu nivel con la tabla: la zona más oriental expuesta al océano y con la isla de Santa Marina de fondo, la parte central ideal para surfistas ya algo avanzados y, por último, la que toca con la bahía de Santander, muy adecuada para los que quieran surfear en invierno. Por cierto, si quieres aprender a manejar la tabla, tienes numerosas escuelas para escoger en las diversas playas.
7. La bahía de Santander de noche
No hay que irse nunca de Cantabria sin admirar una de las bahía más preciosas que existen. Y no es una exageración. Encerrada en sí misma y rodeada de pequeñas islas, la panorámica desde el paseo marítimo no deja indiferente a nadie. Lo más aconsejable es partir desde el pintoresco barrio de Puertochico. Es un placer visitar Santander a pie. Una propuesta a subrayar en este recorrido por los paisajes del Cantábrico es acercarse a la península de la Magdalena y sentarse en uno de los bancos de su mirador. La panorámica por la noche es fabulosa: la isla de Mouro, la entrada a la bahía de Santander y cabo de Ajo, al fondo. Todo iluminado. Se trata de un lugar imprescindible para ver amaneceres y anocheceres. Eso sí, ya que estamos en la bahía de Santander, no hay que perderse el Centro Botín –inaugurado en 2017 -, un museo de arte parcialmente suspendido sobre el mar, que fue diseñado por el arquitecto y premio Pritzker Renzo Piano.
8. Despedida 3 estrellas en el Cenador de Amós
De esta ruta hay que marcharse sí o sí con un buen sabor de boca. Y si es de anchoa, mejor todavía. Y es que a estas alturas del viaje, si el presupuesto nos acompaña, merece la pena darse un homenaje de esos apoteósicos. A escasos 20 kilómetros al sureste del centro urbano de Santander está la población de Villaverde de Pontones. Allí, en una casona solariega del siglo XVIII, el chef Jesús Sánchez sirve uno de los mejores bocartes (ya sabes, boquerón, anchoa, depende de cómo se haga...) del planeta. De hecho, antes de sentarte, te dan una vuelta por el obrador de panadería, donde te dan a probar un pan de altísima calidad y una excelente anchoa cántabra (un producto que el cocinero ha cuidado siempre especialmente). El paladar se vuelve loco de alegría. Un sabor sencillo, tradicional, generoso, suculento. Hay que tener en cuenta que el Cenador de Amós es uno de los 11 restaurantes españoles que lograron hacerse con 3 estrellas Michelin este año 2020. Puedes elegir entre tres menús, que van desde los 89 euros a los 157 euros -el más barato sólo se sirve a mediodía-, y los platos que van desfilando son para llorar de emoción: desde la merluza en salsa verde, el carabinero con cilantro y mango o la ensaladilla rusa y caviar. Y es que un día es un día.