Ni las evidentes señales del horror que se concentró en la treintena de apartamentos de la residencia de mayores de Picanya al paso de las aguas enfurecidas del barranco desbordado del Poio afean el espacio. Carmen García, de 69 años, llevaba 15 en una de esas casas. Un sencillo inmueble de una planta, como el resto, con lo imprescindible para vivir con comodidad, son su patio trasero, otro delantero y unos cuantos servicios comunes, además de un hermoso jardín.
La mujer, viuda, y sin hijos porque nunca quiso, espera sentada en un banco que un grupo de voluntarios catalanes, la mayoría de Castellar del Vallès, termine de sacar el barro de su casa. No se quita la mascarilla de la cara y ha colocado la esquina limpia de una cortina descolgada para sentarse sobre una superficie sin barro. Como todas las víctimas de la DANA que asoló este rincón de Valencia el pasado 29 de octubre, ella también tiene una historia que contar. El tsunami de barro y terror le pilló en casa. La trompa rompió las vidrieras del patio trasero y el torrente la golpeó contra todos los enseres que transportaba y que encontró en la casa y que empezaron a flotar. Cuando ya no cabía más agua y a ella le llegaba por el cuello, la fuerza derribó la puerta corredera delantera y arrastró a la mujer hasta un banco del jardín al que logró encaramarse y mantenerse agarrada a un pilar. “Allí estuve tres horas, pidiendo que el agua no subiera más porque me ahogaba. Además no se nadar” ¿Cómo resistió? “No lo sé. Tenía muchísimo frío. Recuerdo tragar agua y escupirla porque estaba sucia y quería vomitar”. ¿Y sus vecinos? “Estaba todo oscuro. Al principio escuchaba gritos de auxilio. Después el ruido de los golpes de las cosas que arrastraba el agua, de los coches y de las alarmas, silenciaron a las personas”.
Carmen García no recuerda en qué momento se desmayó y unos policías municipales la rescataron y sacaron en volandas envuelta en una manta. “Estaba inconsciente y desperté a las muchas horas. Incomprensiblemente, seguía viva”.
Lleva unas cuantas semanas vistiendo de prestado y agradecida, en la residencia Solimar de Picanya. Carmen sobrevivió, pero muchos de sus compañeros del centro, vecinos queridos, con los que compartía los espacio comunes, charlas, confidencias y paseos no lo hicieron. “Afortunadamente encontraron los cuerpos de todos”.
En la pared trasera de una de las casas, los hijos de una de las fallecidas escribieron a mano y con barro un mensaje de impotencia y de dolor: “ADIOS MAMA, NO PUDIMOS LLEGAR A TIEMPO. PERDONA” y un corazón.
La señora que vivía justo en el apartamento pared con pared al de Carmen, el más cercano al barranco, también murió. Los voluntarios que sacaban lodo buscando enseres personales encontraron debajo de una montaña de escombros una urna funeraria. “Seguro que es de mi vecina. Ella guardaba las cenizas de su marido, pero no hace mucho me dijo que ya las había arrojado”, le advirtió la mujer a un joven que evidenciaba su incomodidad por no saber muy bien la manera de gestionar el hallazgo del recipiente.
En casa de Carmen, el agua llegó por debajo de la imagen religiosa de una virgen, la mismo que durante años ilustró los recordatorios de la primera Comunión de multitud de niños en España. Alguien la descolgó y se la entregó como el tesoro que se salvó de la tragedia. “No, no. Deja eso donde estaba”. Es una mujer pragmática y con agradecer que sigue viva tiene suficiente. No necesita mucho más. Los responsables de la residencia le ayudaron a hacer un duplicado de la tarjeta SIM de su teléfono móvil desaparecido y en un momento unos agentes de la Policía Nacional le dispensaron un nuevo Documento Nacional de Identidad para volver a estar documentada. “Los directores de la residencia nos han asegurado, a los que quedamos, que volverán a construir las casas cómo estaban y en cuatro o cinco meses, podremos regresar”, relata emocionada. ¿No le da miedo volver junto al barranco? “¿Miedo? Nunca y menos después de sobrevivir a esto”.