Frente a la playa, el popular barrio del Raval Roig mantiene aún cierto aire marinero. Hay que fijarse mucho, porque en este rincón profundamente alicantino no se pesca ya más que alguna que otra curda intempestiva, pero hubo un tiempo en que lo habitaban pescadores que, cada mañana, madrugaban para ganarse el jornal.
Mucho tiempo atrás, cuando se mantenían en pie las viejas murallas que protegían el casco antiguo, para llegar a sus barcas debían caminar hasta la Puerta del Mar -por eso se llama así la plaza- lo que suponía dar un rodeo. Hasta que se abrió una pequeña puerta, un pequeño postigo, un "postiguet", que les permitía acceder a la costa de forma directa. De ahí el nombre, como aprendimos de boca del ilustre historiador Joaquín Santo Matas, que nos dejó hace apenas unos meses.
No eran tiempos aún de baños recreativos, no iba uno a la mar para pasarlo bien
No eran tiempos aún de baños recreativos, no iba uno a la mar para pasarlo bien. Eso llegaría más tarde, con la moda aristocrática de los baños de ola.
La francesa Biarritz y el cantábrico Sardinero presumen de haber iniciado la costumbre a mediados del XIX. Aunque en Alicante hay constancia de que El Postiguet ya atraía bañistas suficientes para que el alcalde de la época, Miguel Pascual de Bonanza, emitiera un bando el 3 de julio de 1847 que precisaba en qué zonas de la playa podían tomar sus baños los hombres, distintas en cualquier caso de aquellas reservadas a las mujeres. Todos ellos debían internarse en las aguas del Mediterráneo "decentemente cubiertos", a riesgo de enfrentarse a multas que oscilaban entre los 10 y los 30 reales.
Luego llegaría el tren, el primero que unía Madrid con una ciudad costera, inaugurado el 25 de mayo de 1858 por Isabel II. Hay que situarse en un tiempo en que los viajeros que buscaban el frescor del Cantábrico debían viajar en diligencia; por mucho que tardara el ferrocarril (19 horas en su primer viaje, según relatan las crónicas), hay que considerar que una diligencia veloz necesitaba tres días para llegar de la capital de España al norte; menuda diferencia.
Luego llegaron los años del 'tren-botijo', aquella iniciativa que captó un incipiente turismo popular madrileño que entre 1893 y 1917 permitió a los bisabuelos y bisabuelas de quienes hoy desembarcan del AVE apreciar el embriagador aroma mediterráneo y el cálido abrazo de unas olas que rememorar en las largas jornadas del frío invierno mesetario. De ahí nace el apelativo "playa de Madrid", que no surge para expresar afán de posesión, como deploran algunos, sino como formulación del deseo cada año frustrado de enviar todo a hacer puñetas y quedarse para siempre en Alicante.
En todo este tránsito hasta el actual arenal abarrotado de familias de toda la vida que se sorprenden con la abundante presencia de nórdicos jóvenes airbienberos, la playa atravesó la época fotogénica de los balnearios, de moda en los felices 20 gracias a la medicina de la época, que recomendaba baños de agua marina y algas para tratar la artritis, en bañeras donde se calentaba el líquido elemento.
La ceguera de los bombardeos que tanta destrucción causaron en la ciudad durante la guerra acabó con la mayoría; quedaron en pie solo dos, de nombre Alhambra y Alianza. Que se mantuvieron alzados hasta 1969, cuando fueron derribados durante una reforma urbana que, entre otras aberraciones propias de la época, multiplicó los carriles de la carretera adyacente, una entrega al tráfico rodado cuyo precio ahora estamos pagando.
En ese año comenzó además a construirse el engendro arquitectónico que hoy ocupan los hoteles Meliá y Porta Maris, una de las varias barbaridades urbanísticas que Alicante sufrió en la eclosión landista del turismo. El tremendo edificio parte en dos el litoral, divorciando para siempre la playa del puerto. Y aunque los tribunales declararon ilegal el estropicio años más tarde y se tomó la decisión consistorial de derribarlo, ahí se quedó para los restos, feo como el primer día, pero legalizado y convertido en referencia turística de primer orden, nido de amores furtivos y turbias conspiraciones.
Hoy, 176 años después de aquel bando que regulaba el baño en El Postiguet, el tranvía ha regresado a las proximidades de la playa y en la cercana Puerta del Mar -donde ninguno de los presentes recuerda haber visto nunca una puerta-, sufren los conductores desinformados, obligados a dar la vuelta porque el paso a los vehículos está interrumpido por unas polémicas obras. Al regresar a sus toallas, ante la vigilancia policial que busca ahuyentar a los descuideros, los turistas comentan lo caliente que está el agua este año.