Es imposible entender la València de finales del siglo XIX y principios del XX sin aproximarse a dos figuras totémicas de ese tiempo: Vicente Blasco Ibáñez y Joaquín Sorolla. Son, además, los creadores (escritor y artista) que más éxito alcanzaron en su tiempo; el novelista, periodista, político (republicano) y agitador social, triunfó en todo el mundo con sus obras, adquiriendo una fama y fortuna que generó una gran envidia en la generación del 98. El pintor, al igual que Blasco Ibáñez, fue reconocido en EE.UU., admirado por la Monarquía y gozó de gloria y riqueza. Sus obras son de las más cotizadas internacionalmente.
Ambos lograron alcanzar la inmortalidad en una València que iniciaba un nuevo siglo
Nadie como el escritor describió mejor la miseria de las clases sociales bajas, el abuso de los poderosos, la convulsión de una España en declive, la religiosidad paralizante, y creó una corriente política, el "blasquismo", cuyas secuelas aún perduran en nuestro tiempo. Sorolla, maestro del impresionismo y el luminismo, capturó mejor que ningún otro pintor de su tiempo el efecto de la luz en el mar, en los rostros, en los cuerpos, en los objetos, de una València sometida a los temores de tiempos oscuros. Pero ambos lograron alcanzar la inmortalidad. Ambos ofrecieron en sus obras una imagen nítida del cambio de siglo.
Lo dicho hasta ahora no es nada original, ya se sabía. Sobre ambos personajes hay abundante bibliografía, estudios y tesis doctorales. Pero en este año 2023 dedicado a la figura de Joaquín Sorolla en la Comunidad Valenciana vale la pena rescatar la amistad de dos genios que mantuvieron a lo largo de su vida no pocas complicidades y, también, no pocos desencuentros. De fuerte personalidad, pero también muy diferentes en la moral privada: uno era un hombre apasionado, seductor, que se comía el mundo a bocados y como decía Josep Pla "era un hombre lleno de gloria"; el otro era más conservador, reservado, discreto en su vida privada, muy amante de la familia. Pero a pesar de estos, se admiraron hasta el último de sus días.
Eran muy diferentes, uno apasionado y seductor; el otro reservado y amante de estar con su familia
Blasco Ibáñez, con su estilo "naturalista", contaba en 1923, poco después de la muerte del pintor, cómo conoció a Sorolla: "Muchas veces, al vagar por la playa preparando mentalmente mi novela (Flor de mayo), encontré a un pintor joven –sólo tenía cinco años más que yo– que laboraba a pleno sol, reproduciendo mágicamente sobre sus lienzos el oro de la luz, el color invisible del aire, el azul palpitante del Mediterráneo, la blancura transparente y sólida al mismo tiempo de las velas, la mole rubia y carnal de los grandes bueyes cortando la ola majestuosamente al tirar las barcas".
Berta Rubaki Yago, conservadora en la Casa Museo, lo cuenta en el último número de la revista Prometeo que edita la Casa Museo Blasco Ibáñez que ha facilitado a este diario Emilio Sales. "Vicente Blasco Ibáñez despide a su amigo Joaquín Sorolla situándolo en la memoria, y para siempre, en la playa donde lo conoció. Con este gesto cierra el capítulo de la relación que tuvieron ambos en vida para abrir la ventana que hoy pretendemos explorar: la amistad que los trasciende", añade Yago.
En sus misivas se confirma la admiración que se profesaban
La conservadora reconoce "la compleja personalidad de ambos artistas, que en más de una ocasión manifiestan opiniones dispares sobre asuntos varios, las simpatías políticas o la vida matrimonial". Pero destaca la admiración que se declaraban mutuamente, como así se comprueba en la escasa correspondencia que ha podido conservarse. En una de estas, Blasco Ibáñez escribía: "Ilustre maestro: acabo de leer en los periódicos la inauguración de tu Exposición. Éxito, visitas, palmadas, oreja, etc. etc. como corresponde al gran diestro de la pintura española. Muy bien: recibe un abrazo: no esperaba yo menos y la cosa no me sorprende".
En otra misiva, Sorolla le escribe a su amigo para comentarle la lectura de su última obra en esa fecha que era El Intruso, publicada a finales de junio de 1904: "Acabo de leer tu estupenda obra, es una maravilla y lo mejor que hasta la fecha llevas hecho: he gozado febrilmente la hermosura de pensamiento, lo ajustado a la verdad y he vivido en Bilbao más horas. Son gentes que conozco, todas ellas, no espero que nadie llegue jamás al fondo de la cosa como tú, ni Zola ni nadie. Eres un artista colosal, me siento feliz de vivir entre vosotros, ser tu paisano, ser tu amigo, y quererte con la admiración de las cosas superiores. Siento el placer de la satisfacción de la cosa propia, viva el arte".
El historiador del artes francés Jordane Fauvey ha estudiado a fondo la amistad entre dos artistas que reflejaron en sus obras al otro: Sorolla pintó a Blasco y Blasco generó un personaje de novela inspirado en Sorolla, y no siempre fue del agrado el resultado. Hubo un cierto deterioro de la amistad hacia el final de la primera década del siglo XX, cuando ambos triunfaban en EE.UU., lo que los convertía en los artistas españoles más internacionales del momento.
En una entrevista del año 1909, Sorolla se mostraba muy crítico con Blasco Ibáñez: "Nos hicimos buenos amigos, aunque luego no tan buenos pues es el hombre más sinvergüenza que se puede Vd. imaginar. Y eso no lo soporto. No puedo darle la mano a un hombre que no tiene reparos en ser infiel en sus relaciones conyugales. Bien es cierto que para la mayoría de los hombres una mujer no basta pero no es mi caso – yo soy casto. Tengo mi trabajo y eso me basta. Estoy seguro de que podría contentarme con eso si fuera preciso – y es que todos los grandes artistas son puros. Así ha de ser. Los más grandes. La energía humana no debe malgastarse de ese modo. Es preciso preservarla, y así luego uno tiene la fuerza de un tigre para el trabajo –el trabajo. Y hay que pintar y pintar y pintar. No queda más remedio. Sí ¡Yo soy casto!".
Y hay que pintar y pintar y pintar. No queda más remedio. Sí ¡Yo soy casto!"
Pero a pesar de estas diferencias, la admiración y el respeto se mantuvo hasta el final de sus vidas. Fauvey cuenta en la revista Prometeo que "Sorolla murió en Cercedilla el 10 de agosto de 1923 y fue enterrado el 13 en Valencia. Al día siguiente, El Pueblo publicó un número especial. El día del entierro, Blasco no estuvo presente, pero la redacción del periódico asistió al evento. Félix Azzati, el entonces director; Arturo Perucho, José Fernández Serrano, Rigoberto Soler, Julio Just Jimeno y otros se opusieron al protocolo tal como había sido concertado entre la familia y las autoridades valencianas. Estos hombres querían llevar el ataúd a hombros, Azzati se subió en el coche y se apoderó del ataúd lanzando el grito: “¡Sorolla es nuestro, es de Valencia! ¡Valencia quiere llevarlo al jardín de los muertos sobre su corazón!” (Malboysson, 1923). Delante de la estación del Norte, hubo un gran desconcierto, mucha tensión y hasta llegaron a las manos".
El tiempo y la memoria han sido más justos con Sorolla que con Blasco Ibáñez
Concluye Fauvey que "El pugilato del 13 de agosto fue el preludio a la polémica que cobraría más consistencia bajo la Dictadura y que se prolongaría durante la Segunda República. Madrid y Valencia abogarían por dos visiones diferentes de Sorolla, la primera nacionalista y conservadora, la segunda regionalista y republicana".
El tiempo y la memoria han sido más justos con Sorolla que con Blasco Ibáñez. Al pintor se le valora cada año más su obra, no es así en el caso del novelista valenciano, quien nunca encajó con la generación del 98 y cuyas novelas, excepto las de temática valenciana como La Barraca o Cañas y barro, han envejecido mal. Pero es difícil separar el uno del otro, porque ambos formaron parte de una misma ciudad, de un mismo tiempo, y ambos lograron un éxito sin precedentes en otros creadores.