Adela

Cuento de Navidad

Adela

El suceso mereció una nota breve en las páginas del diario Levante-EMV en la edición comarcal de la Ribera Alta. El título era directo y conciso: “Una anciana de Alzira abre la cabeza a golpes de un vecino en la procesión del silencio”. El texto de la noticia aportaba pocos datos, pero suficientes para que fuera identificada la mujer con facilidad por los vecinos.

A la hora de contratar a un cuidador de personas mayores hay que tener en cuenta cualidades como la empatía o la paciencia

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Pixabay

"En la madrugada del Viernes Santo, durante la tradicional procesión del silencio en Alzira, una mujer de 85 años de edad de nombre Adela, se abalanzó contra el portador del estandarte con la imagen de Jesús y le golpeó varias veces en la cabeza con un bastón metálico. El hombre, de 56 años de edad, tuvo que ser trasladado al Hospital dado que las heridas revestían gravedad, y la policía local detuvo a la agresora que fue puesta a disposición judicial tras pasar unas horas en el calabozo".

Ese era todo el texto que estaba impreso en página impar en la esquina inferior y que se publicó sin foto. Los detalles los fueron averiguando los vecinos conforme testigos del suceso relataban lo que habían visto, no siempre son versiones coincidentes. Como la agresión se produjo de madrugada, la noticia no se publicó hasta el día después, por lo que no eran pocos los que ya tenían muchos detalles antes de verla impresa en papel. Unos decían que habían visto a la vieja correr hacia la víctima como una posesa, otros que en sus ojos había una expresión asesina y que de no haber intervenido algunos cofrades hoy Antonio Pujol, como así se llamaba el agredido, estaría muerto. Un concejal del Ayuntamiento, que iba en primera fila sosteniendo un enorme cirio con su mano derecha, aseguraba que de esa mujer no se podía esperar nada bueno, que estaba loca y que había provocado más de un problema en la ciudad, y que debían encerrarla en un manicomio. Afirmaba que en una ocasión la Policía Local tuvo que multar a una joven que era la nieta de la agresora, pues esta llevaba a la vieja de paquete en su moto Vespino, sin casco, y menos mal que el bastón cruzado sobre la conductora evitaba que cayera hacia atrás y se matara. El concejal comentó que algunos la habían visto de noche en el Barman, un pub que la detenida tenía frente a su casa; acudía cuando la mayoría de jóvenes se habían retirado “y parece ser que como ya la conocían la dejaban sentarse y tomarse alguna copa”. Salvador Borredá, que regentaba una de las tiendas de ropa más conocidas de la ciudad, daba su conformidad pues señalaba que su nieta era igual que ella y que en el instituto los profesores estaban hartos de las locuras de Isabel, como así se llamaba. “Conoceréis a la hija de Adela, una santa, es enfermera y más de una vez ha contado que está desesperada con su madre”.

Los gritos se podían escuchar desde la calle, y eso que salían desde un quinto piso de la avenida Santos Patronos de Alzira. Dentro, Adela, hundida sobre un sofá viejo, escuchaba a su hija con resignación. La enfermera, de nombre Rosa, combinaba los argumentos con gritos, mientras se paseaba nerviosa por el comedor agitando los brazos. La vieja sentía como su nieta, sentada junto a ella, le apretaba fuerte la mano, en señal de complicidad.

- ¿Me oyes? Es la última vez. Otra más y busco un médico que diga que estás mal de la cabeza y te meto en una residencia. ¿Crees que no soy capaz porque eres mi madre? No puedo ir a ningún lado sin que la gente me pregunte, lo sabe todo el mundo.

- Se lo merecía, contestó Adela sin alterarse.

- ¿Se lo merecía? ¿quién se merece que le abras la cabeza? ¿Sabes que lo podías haber matado? Si no llegas a ser una anciana estarías en la cárcel. Estás loca madre. Lo hiciste delante de todo el mundo, en la procesión del silencio. ¿Pero en qué pensabas? Eres peor que una niña, ¡Dios Mio! Como hecho de menos a papa. Si él estuviera aquí sabría como controlarte. De verdad, te odio. Y vaya ejemplo le estás dando a Isabel.

- A mí no me metas.

La nieta la adoraba, era un amor sincero, cómplice, y además lo que más feliz le hacía era pasar horas junto a ella escuchando sus historias, en ocasiones paseando por la vieja Alzira en dirección al malecón del Xúquer, hasta bien entrada la noche. Desde que comenzó primero de Bachiller, en el Instituto Rey don Jaime, solía quedarse fines de semana enteros en la casa de planta baja de la calle Maestro Giner, pegada a la plaza del Ayuntamiento. Y cuando inició COU, estas estancias podían ser de semanas enteras. Su madre detestaba que entre ellas hubiera esa relación, pero las notas de Isabel mejoraban cuando se refugiaba en casa de su abuela. Solo una cuestión generaba entre ellas conflicto: la hiperbólica austeridad de Adela. “Yo pasé mucha hambre, antes, durante y después de la guerra” se justificaba ante la nieta, que en más de una ocasión sisaba dinero a Rosa de las compras para poder regalarle ropa interior nueva, pues la vieja remendaba sus propias bragas para poder segur usándolas durante mucho tiempo. Y la obligaba a bañarse un día a la semana, lo que a Adela le parecía un desperdicio de dinero, en agua y en gas. Las primeras veces Isabel reaccionaba con rabia a esta austeridad, que interpretaba como pura tacañería, hasta que conviviendo ya con ella se fijó con más interés en sus manos, que siempre había pensado eran víctimas de una artritis desarrollada durante décadas. Adela le contó que aquellos dedos estaban retorcidos porque acabada de casar, y ante la incapacidad de su marido de ganarse la vida, se tuvo que poner a trabajar remendando medias y haciendo flores artificiales, y que aquello suponía estar varias horas al día durante años forzando los dedos para que las piezas, hechas de papel, tela y cola, resultaran preciosas. “Así podíamos comer; mi marido era un buen hombre, cariñoso y fiel, pero no servía para ganar dinero”. Fuera cierto o no, la evidencia de que aquella mujer se había pasado toda la vida buscándose la vida para poder sobrevivir convenció a Isabel de que su abuela tenía motivos para temer a la incertidumbre. “Qué suerte tenéis las mujeres de hoy en día”. La frase la repetía casi siempre al final de cada conversación, en un tono de sincera melancolía. “¿Sabes?, creo que si fuera joven ahora sería la más puta del pueblo”.

- Y ahora nos calmamos y me cuentas la verdad, porque la policía me ha dicho que no les has contado nada.

- Me engañó y me debía dinero.

- Pues tenía que ser mucho para que te fueras de madrugada a romperle la cabeza.

- Cuatro mil pesetas.

- ¿Por cuatro mil pesetas has montado esto?

Fue Isabel quien le contó a su madre la historia. Antonio Pujol le pidió un adelanto a Adela cuatro mil pesetas para comprar la pintura con la que iba a restaurar las paredes de su casa. Fue su nieta quien la convenció de la necesidad de repintar la planta baja, pues las paredes llevaban más de cuarenta años con un color que ya no se distinguía por el desgaste y la humedad que impregnaba todas las viviendas de una ciudad rodeada por el río. La vieja, siempre desconfiada, intentó que el pago se hiciera cuando este llegara con los botes para iniciar el trabajo, pero Antonio, tras días de discusión, la convenció de que no podía iniciar su trabajo si no adelantaba dinero a la tienda de pinturas. Con malhumor le entregó las cuatro mil pesetas en billetes de cien. El compromiso era el de iniciar el trabajo en una semana, pero pasaron dos y Antonio aún no se había acercado a la casa de Adela. La vieja comenzó a inquietarse. Conocía el pintor desde que era un niño, pues había sido compañero de su hija en el colegio, y había oído rumores sobre su afición al juego y al alcohol; pero no creía que por solo cuatro mil pesetas fuera a quedar mal con ella. A la tercera semana de no saber nada de él fue a buscarlo a su casa, llamó a la puerta varias veces, y nadie contestó. Se le ocurrió acudir a la tienda de pinturas con la creencia de que, tal vez, había pagado el material y se lo podía llevar a casa para que otro pintor realizara el trabajo. Pero Antonio nunca había pasado por allí, ni sabían de ningún encargo.

Fue Isabel quien despertó a su abuela a las cuatro de la madrugada, así lo habían convenido. El gesto de Adela era grave, pero estaba decidida. Tomaron un café y se abrigaron para vencer el frío húmedo de primavera. Decidieron que el mejor lugar era en el carrer Hort dels Frares. Como siempre, cogió el bastón latón que había pertenecido a su esposo, muchos años atrás, y que le servía de apoyo, de garantía para evitar caídas. Tenía una empuñadura nacarada, era de tubo grueso y pesaba mucho.

- Tú te quedas atrás en la calle pastora, a ti no te van a pillar.

- Yo me quedo contigo, además he sido yo quien te ha dado toda la información.

Era cierto. La joven había estado rondando por la Iglesia de Santa Catalina para averiguar si Antonio iba a salir en la procesión del silencio. Se conocía su fervor religioso, y llevaba varios años portando el estandarte mientras los fieles arrastraban sus pies por las calles de Alzira en absoluto sigilo de madrugada. Llevaban días sin verlo, pues parecía haberse escondido tras una partida de poker jugada en La Gallera en la que había perdido una fortuna. Isabel averiguó que si salía de casa sería para aquella procesión en la que nadie se atrevería a molestarlo.

- Tú solo te acercas y me dices si va el primero, y ya te escondes.

Su abuela le había asegurado que solo quería amonestarlo ante todo el mundo, decirle a la cara que era un ladrón, gritarle. Lo habían estado comentando durante semanas. Intentó frenar a su abuela, pero una vez confirmó la determinación de Adela a interrumpir en la procesión pensó que lo mejor era colaborar con ella. Se lo debía. Demasiadas veces aquella vieja se había jugado el tipo ante sus padres por ella. Además, era una anciana, y a esas edades nadie entra en la cárcel.

- Yo le digo lo que pienso y vuelvo contigo.

- Si veo que tienes problemas me acerco.

Su nieta se lo había confirmado. Antonio portaba el estandarte de la procesión. Era de noche, y la luz tenue de las farolas de la calle Hort dels Frares daba a la escena un aroma inquietante. Poco a poco, la procesión de hombres y mujeres, en absoluto silencio, se aproximaba a la Plaza del Ayuntamiento. A la altura de la calle Pastora, Adela vio a Antonio, concentrado, abriendo camino, con la cabeza ligeramente inclinada, en gesto de respeto al sentido de aquella comitiva religiosa. Isabel sintió un escalofrío cuando vio a su abuela salir de la sombra para acercarse al pintor, que no la vio llegar. Su sorpresa fue ver que a dos metros de él la anciana elevó el bastón sujetándolo por el pie y con un movimiento que parecía ensayado lanzó con fuerza la empuñadura nacarada sobre su cabeza. Sonó un “clok” secó y solo algunos levantaron la cabeza para ver de dónde venía aquel sonido que, de inmediato, vino acompañado de un grito terrible. El segundo, tercer y cuarto golpes ya no se escucharon, pues Antonio lanzaba ya auténticos alaridos. El pobre hombre intentaba protegerse con las manos la cabeza de la que ya brotaban varios chorros de sangre, pero la anciana era rápida y precisa, y aún tuvo fuelle para darle tres golpes más sobre las manos, fracturando las falanges de varios dedos. De golpe la agarraron entre dos hombres y la separaron del agredido, que se retorcía como una serpiente sobre el suelo, sin poder eliminar el dolor que lo estaba volviendo loco. Isabel salió también de las sombras y mientras varias personas rodeaban a la vieja se agarró a ella con miedo de que alguien pudiera golpearla.

- He quedado con la policía local que cuando Antonio se recupere le vas a pedir perdón.

- Me debe cuatro mil pesetas.

- Mamá eres un monstruo. Ya te las pago yo, pero zanja este tema porque te puede caer una multa que no podrás pagar.

- Él le robó y se puede demostrar, eso también es delito, intervino Isabel.

- Tú te callas, y convence a tu abuela de que le pida perdón.

La policía local confirmó que la versión de Adela era cierta, que el pintor le debía cuatro mil pesetas, y ese hecho amortiguó la decisión del juez, que impuso una multa por poco dinero a la anciana. A la salida del juzgado, el pintor se dirigió a ella visiblemente alterado.

- Eres una vieja loca y te mereces que te parta un rayo y además…

Desvió la mirada hacia aquella adolescente que la acompañaba esperando ver un gesto más humano, algo de comprensión, pero se encontró con los mismos ojos oscuros, profundos y terribles de la abuela

No se atrevió a seguir, porque vio algo en los ojos de la anciana que le aterrorizó, al tiempo que observó que la mujer parecía querer mover hacía arriba el bastón de latón con la empuñadura anacarada partida por la mitad. Desvió la mirada hacia aquella adolescente que la acompañaba esperando ver un gesto más humano, algo de comprensión, pero se encontró con los mismos ojos oscuros, profundos y terribles de la abuela. Le entró al pintor un miedo que le presionaba el estómago hasta provocarle arcadas. No dijo nada más. Se dio la vuelta y se marchó.

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