Mientras todo el mundo se ha percatado de que Teruel existe y ha visto rugir a León contra su decadencia, llegando a sugerir su divorcio de Castilla, los cinco millones de valencianos continúan sin ser una prioridad en la agenda política y mediática española. Incluso en su momento de máximo ardor reivindicativo, la manifestación contra la infrafinanciación del 18 de noviembre de 2017, su grito quedó opacado por la marcha extremeña a Madrid, que aquel mismo día consiguió reunir a 15.000 personas en la capital del Estado bajo la demanda de unas líneas ferroviarias dignas. Cuantitativamente eran menos del doble de los que desfilaban por las calles de València, pero cualitativamente confluyeron todos los partidos —no faltó el PP extremeño— y las cámaras de los medios de comunicación de referencia. Ellos coparon los focos. El día siguiente Extremadura estaba en las portadas y el río de valencianos, no.
Huelga reseñar la incidencia —¿incidencia?— de más cercanas expresiones populares valencianas a favor de la reforma del sistema de financiación que apenas sí han congregado a unos pocos centenares de personas a la hora del almuerzo. Es triste recordar, también, el escaso eco que han tenido las más sonadas —¿sonadas?— visitas de Ximo Puig a la Villa y Corte. Desde el acto en el Círculo de Bellas Artes de octubre de 2016, en plena guerra civil socialista, hasta su último alegato a favor de la descentralización, en el mítico hotel Palace, pasando por su ansiada entrevista en La Moncloa con Mariano Rajoy tras largos meses persiguiéndola. En el primer caso, los periodistas desplazados al evento se esfozaron por sonsacar a Puig alguna declaración contra Pedro Sánchez al inicio del mismo y decidieron abandonarlo al ver que tocaban hueso. En los otros dos, la atención de la jornada estaba depositada en Catalunya: las incursiones madrileñas de Puig chocaron con la aprobación en el Parlament de las llamadas “leyes de desconexión”, en septiembre de 2017, y con el reciente anuncio de adelanto electoral sin fecha fija efectuado por Quim Torra. Por hache o por be, en Madrid y su prensa, Puig lleva tiempo clamado en el desierto.
El peregrinaje de 15.000 ciudadanos y políticos extremeños, la rebelión de 20.000 votantes turolenses y una moción en principio inocua que pide la autonomía seguida de tres manifestaciones en León han logrado bastante más impacto en los hogares de Toledo, Granada y Ourense que la retahíla de declaraciones institucionales, desayunos informativos y entrevistas de los miembros del Gobierno valenciano en los últimos tiempos. Habría que admitirlo y tomar nota.
En efecto, existe el compromiso de Sánchez —sellado con Compromís, valga la redundancia— de presentar una propuesta de nuevo modelo de financiación cuando hayan transcurrido ocho meses de su investidura. Se entiende que allá por septiembre, el mes de las asignaturas pendientes por excelencia. A partir de entonces se iniciaría un arduo debate multilateral que puede eternizarse y para el que no hay plazos en firme. No en vano, el presidente ha deslizado en varias ocasiones que, dado lo peliagudo del asunto, puede que se requiera una legislatura completa para rubricarlo, lo que alargaría su entrada en funcionamiento —al margen de cual sea el contenido final— hasta nada menos que 2023, cuando el sistema en vigor ya habría cumplido nueve años en estado de caducidad. Nueve años conectados a la bomba de oxígeno del FLA y generando una deuda impagable.
La coyuntura, sin embargo, es más propicia de lo que parece a simple vista. La aritmética heterogénea del Congreso —de la cual pende la vida del Ejecutivo— hace el acuerdo más factible de lo que lo hubiera sido con una composición escorada a la derecha o, incluso, con una eventual mayoría absoluta del PSOE. Unidas Podemos digiere mejor la diversidad del Estado y ostenta responsabilidades en gobiernos autonómicos relevantes. Además, la Región de Murcia y Andalucía, a pesar de estar claramente escoradas al centro derecha, pueden erigirse en dos aliados interesantes. Desde luego no lo será Madrid, que se antoja el principal escollo por su posición de privilegio y, sobre todo, por el papel de ariete infatigable que pretende jugar frente al tándem Sánchez-Iglesias. El Gobierno autonómico madrileño ejercerá una oposición tan o más severa como la que, a escasos metros de la Puerta del Sol, protagonizará el tridente formado por Pablo Casado, Santiago Abascal e Inés Arrimadas.
En este sentido cobran una importancia trascendental las elecciones gallegas del 5 de abril. La continuidad del PP, con Alberto Núñez-Feijóo a la cabeza, representaría otro contrapeso temible. Muy temible. Y es que Galicia capitanea el eje noroccidental, el gran beneficiado del sistema de financiación vigente. Tiempo atrás, alardeando de su gestión, su presidente no tuvo reparos en dejar en evidencia a los correligionarios del PP valenciano censurando que habían estirado más el brazo que la manga. Para Feijóo, más si cabe si se trata de material sensible como la financiación, marcar distancias con los valencianos es sinónimo de acierto. Junto a los catalanes, son su blanco favorito. Otro gallo cantaría si el socialista Gonzalo Caballero, de perfil federalista, se encaramase a la presidencia de la Xunta con el apoyo de un BNG al alza y los rescoldos de la nave que compartían Podemos, Esquerda Unida y A Nova, ahora a la deriva. La manera de afrontar los debates territoriales pendientes sería sumamente diferente, la predisposición al entendimiento sería mayor.
Los valencianos se juegan mucho más de lo que parece en los comicios gallegos, pero no basta con esperar un mapa de conjunto más amable. No solo ha llegado el momento de unir esfuerzos a favor de la impepinable financiación; también cabe exigir unos ferrocarriles de cercanías propios del siglo XXI y un futuro para la huerta y la marjal, para que no queden relegados a meros paisajes de postal costumbrista. Así pues, no es suficiente con la acción proactiva del Consell. PP y Ciudadanos, Isabel Bonig y Toni Cantó, tienen que implicarse al máximo, tal y como hizo el popular extremeño José Antonio Monago en la legislatura pasada.
La semántica descentralizante que abandera Ximo Puig resulta atrevida y atractiva. Es una bocanada de aire fresco tras tanta sumisión improductiva y aporta una mirada diferente del Estado que a buen seguro conecta con segmentos sociales de coordenadas muy diversas. Madrid, la España rellenada, no puede ser el centro de todo, el pilar que sostiene al Estado entero. Pero, más allá de ese desiderátum, urgen acciones concretas, pasos mucho más decididos a favor de los recursos que la ciudadanía valenciana merece. La complacencia no será la solución. La Generalitat Valenciana nunca había sido, como es hoy, la principal administración autonómica en poder del (de los) partido(s) que ocupa(n) el Gobierno del Estado. Esa posición preeminente se había circunscrito a Madrid y Andalucía. Hacer valer ese activo, explotarlo, es una obligación. En el caso de Ximo Puig, elevar el tono le granjearía simpatías en caladeros no estrictamente socialistas, y en el de Rubén Martínez Dalmau, en calidad de vicepresidente segundo con línea directa con Iglesias, un espíritu más reivindicativo podría ayudarle a proyectar su de momento cuasi transparente imagen. Hay que trasladar hasta la saciedad que la condición de comunidad pobre que paga como rica que suavemente ha calado en las elites y desprenderse de una vez por todas de la sensación sonrojante de que “contra Rajoy se vivía mejor”.
¿Cómo materializar ese “aquí estamos”? ¿Cómo se da ese golpe en la mesa? Utópicamente, votando en el Congreso de la mano, por encima de intereses partidistas, alguna iniciativa lo verdaderamente exigente que sirva para presionar a los gobernantes y que tenga auténtica repercusión mediática. Si ello no es posible, pergeñando, al menos, una acción de impacto que visibilice el maltrato prolongado que, con gobiernos de uno y otro signo, ha supuesto un lastre para la economía valenciana y española. Consell, grupos parlamentarios, empresarios, sindicatos y universidades tienen que acordar ese impulso, involucrando en él al resto de la sociedad. Extremadura, Teruel y León, con bastantes menos recursos humanos, ya lo han conseguido.