Y fue así de pronto que yo empecé a llorar. Traté de contenerme. Apreté muy fuerte la garganta. Apreté los ojos y hasta, como acto reflejo, puede que apretara el culo. Pero no hubo manera. Eran la rabia y la impotencia, la humillación, la vergüenza derivada de todo aquello. O era tan solo la infancia. ¿Qué edad tenía yo entonces?
No sé por qué me viene esta historia a la cabeza. Hace ya años que nadie la comenta. Quizá ya todos la hayan olvidado. Pero antes sí. Mi madre, de vez en cuando, la mencionaba. Y la mencionaba desprovista de cualquier dramatismo, porque esta no es una historia dramática. La mencionaba con cierta nostalgia, porque aquellos fueron nuestros mejores años como familia. La mencionaba, seguro que también, como un homenaje a mi padre, porque él fue quién me consoló y el culpable, para bien, de todo lo que aquí quiero contar.
O la mencionaba, tal vez, para ponerme en mi sitio y remarcar de dónde venía —y de dónde vengo—, dónde aún estoy y estaré hasta que me muera.
La frase era siempre la misma: «¿Recuerdas aquella vez que te pusiste a llorar en Balzac?».
Entonces, a principios de los ochenta, a algunos restaurantes buenos se les ponían nombres que remitían a la literatura: Peñas arriba —que por supuesto era cántabro—, Lúculo —que además de famoso por sus cenas y lujos, lo fue por su biblioteca y por las obras que escribió, y no nos han llegado—, o Viridiana —que era cine y Buñuel, pero era también Galdós y era, sobre todo, Abraham García, uno de los cocineros más cultos que ha habido nunca en España—.
Balzac debía ser francés, o quizá no. Sí era, desde luego, pretencioso. Muy, muy pretencioso. O a mí, con once o doce años — puede que fueran sólo diez—, me lo pareció. Se me atragantó su carta. Me perdí leyendo todos aquellos platos. Mi dislexia, seguro, tuvo algo que ver. Se me exigía una respuesta y se me exigía eso que tanto odio: se me exigía decidir.
Bueno, en realidad, nadie me exigía nada. No recuerdo ninguna presión —gritos, burlas, malos modos—, ni por parte del personal del restaurante ni de mi familia. Era sólo lo que se esperaba de mí, lo que yo debía hacer. Hubo, como mucho, un silencio incómodo. Cierta impaciencia. La presión me la puse yo. Y me bloqueé. Y, en lugar de decir qué quería comer, rompí a llorar —maldito llorón de mierda—.
Y tampoco es que una situación de este tipo fuese nueva para mí.
A mi padre le encantaban los restaurantes buenos y le encantaba llevarnos. Era una cuestión de placer y era una cuestión de estatus, pero se trataba también de educarnos y prepararnos para el día de mañana.
No sé hasta qué punto había cierto esnobismo. No, en realidad, no creo que lo hubiera. Se trataba de algo mucho más natural, sin la menor ansiedad por su parte, incluso con cierto ascetismo que salvaba la experiencia y la hacía aún más elevada. Mi padre, por ejemplo, desaprobaba que mi hermano pidiera siempre y por sistema el plato más caro de la carta. Lo consideraba, eso sí, una muestra de esnobismo y, por lo tanto, una debilidad, mientras que él, con lo que más disfrutaba, era con la menestra —así de sencillo y así de exquisito— de Zalacaín, donde solía escaparse los días que nadie más iba a ir casa. Puestos a comer él solo, que fuera al menos allí.
Aunque la afición de mi padre por los buenos restaurantes, y por llevarnos a ellos, tenía, yo creo, motivaciones más profundas. Era una forma de volver a casa y sanar las heridas, de hacer como si nada hubiera pasado o, mejor todavía, como si él fuera capaz de vencer todas aquellas desgracias encadenadas —algunas ocurridas antes incluso de su nacimiento— e instaurar de nuevo el orden. Orden, en este caso y más que nunca, como adecuación absoluta a un plan trazado desde el principio de los tiempos y ya por toda la eternidad. Orden como lo que debe ser, el triunfo del bien, la verdad y la justicia. Y si no tanto, sí al menos de cierta prosperidad.
Hubo celebraciones navideñas en Via Veneto y Neichel, y hubo decenas de pizzas y zumos de esos que mezclaban mil frutas distintas en el New Kansas de Paseo de Gracia.
Quiero decir que si yo aquel día acabé llorando en un restaurante del Madrid de principios de los ochenta, fue por culpa de un cura ludópata, tío abuelo de mi padre, que se pulió la fortuna familiar en la bolsa de Barcelona casi un siglo antes. Y de semejante desastre, vino todo lo demás: las penurias que su madre sufrió y la calamitosa boda para huir de ellas, el inevitable divorcio, la desdichada infancia de mi padre, su nostalgia de un mundo de lujo y grandeza que ni siquiera conoció, su necesidad de recuperar todo aquello, de demostrarse a sí mismo que podía hacerlo y que podía, sobre todo, rescatar y socorrer a su madre.
De manera que un buen restaurante para mi padre era mucho más que un buen restaurante. Era la constatación y la forma de salvar a su familia y con ello, salvarse a sí mismo.
A partir de ahí, nuestra historia podría contarse recurriendo a los sitios en los que comimos. O podríamos, quizá mejor, establecer una especie de retrato: ¿quiénes fuimos?, ¿cómo vivimos aquellos años?, ¿qué acontecimientos celebramos?, ¿qué pecados cometimos?, ¿podríamos también hablar de crímenes?, ¿y de felicidad?, ¿qué precio hemos tenido que pagar después por ella?
La nuestra, para empezar, fue una familia a caballo entre dos ciudades. Vivíamos en Madrid pero mi padre era de Barcelona —donde hasta tenía otra familia previa: tres hijos adultos, un par de hermanas e incluso algún que otro nieto—, lo que de forma inevitable nos llevaba allí. Y por supuesto a sus restaurantes.
Recuerdo de forma muy especial La Posada del Dimoni, más que nada por el nombre y porque pasábamos mucho por la puerta. Yo siempre le pedía que me llevara a aquel sitio que pretendía reproducir el interior del infierno, pero juraría que nunca lo hizo. Dudo mucho que su condición de restaurante temático o restaurante con espectáculo terminara de convencerle. Como chiste podía valer, pero la comida y todo lo relacionado con ella eran un asunto muy serio para él. Además, si en Balzac y a plena luz del día yo había acabado llorando, ¿qué podría pasar en ese otro sitio casi a oscuras y rodeado de camareros disfrazados de diablos?
Igual que recuerdo lo mucho que a mi padre le impresionó la muerte de Ramón Cabau, del que había sido buen cliente en su restaurante Agut d’Avinyó. Se suicidó en La Boqueria. Pensaba yo ahora que se había pegado un tiro, pero no. Supongo que amaba demasiado ese espacio y sus puestos como para ponerlo todo perdido de sangre. Imaginen qué espanto: sus sesos esparcidos sobre aquellos espárragos trigueros que él mismo cultivaba después de cerrar su casa de comidas para dedicarse a trabajar en el huerto. O imaginen si no, un trozo de su cráneo clavado en uno de esos pollos que estofaba con camarones y langosta. No, Ramón Cabau, mucho más discreto a pesar de sus mostachos y su canotier, de su excentricidad y de ese final tan melodramático, optó por tomarse una cápsula de cianuro y caer fulminado, sí, pero sin salpicar ni estropear el género.
Hubo celebraciones navideñas en Via Veneto y Neichel, y hubo decenas de pizzas y zumos de esos que mezclaban mil frutas distintas en el New Kansas de Paseo de Gracia. Íbamos siempre, recién llegados a la ciudad. Nos parecía una cosa modernísima, y seguramente lo fuese, con todos esas luces de neón y colores horteras.
Aunque nuestro sitio de referencia era mucho más tradicional, L’Olivé, en un chaflán de la calle Balmes. Justo lo que íbamos buscando, cocina catalana, con una pátina más de su tiempo, pero cocina muy de la tierra: canelones, butifarras, buñuelos de bacalao o bacalao a la Llauna, y esas deliciosas habitas con anchoas. Yo siempre que voy a Barcelona hago todo lo posible por volver allí, a ese restaurante más que a ningún otro. Como vuelven mi hermano, mi hermana y mi madre. Volvemos todos. Pero volvemos por separado. No entiendo muy bien por qué, aunque voy a lanzar una hipótesis: volvemos solos para perseguir cada uno a nuestros propios fantasmas, o para perseguirlos cada uno a nuestra manera, explicar la historia sin que nadie nos la joda. Que no nos la contaminen, que no nos lleven la contraria, que no osen mezclar sus recuerdos con los nuestros. Como cuando pides postre y no permites que nadie meta la cuchara.
Luego estaban los veranos en Calafell y lo mejor eran las cenas en Giorgio. Otro de esos personajes que —a pesar de la actual proliferación de cocineros, restaurantes y gastroporn— parecen haberse extinguido. Explosivo, maniático, sentimental. Lo más frecuente era verle gritando a alguno de sus camareros o con su eterno gesto de fastidio. Pero tampoco resultaba difícil imaginarlo llorando hasta la extenuación, solo y después de haber cerrado el local, mientras escuchaba un aria de ópera con una copa de vino en la mano o mientras contemplaba alguno de los cuadros de su colección particular que decoraban las paredes. Y frente a él, la precisión germánica de su mujer, siempre en la cocina, desde primera hora de la mañana, preparando la pasta fresca que iban a servir por la noche, la masa de las pizzas o esa extraordinaria focaccia caliente y con un poquito de orégano que ponían de aperitivo.
Lo más divertido, de todas formas, era el desprecio con el que trataba a algunos clientes, como el hijo mayor de mi padre, al que detestaba con todas fuerzas, sin que nadie —ni siquiera el propio Giorgio— llegara a comprender los motivos. Nunca jamás le dio mesa. En cuanto le veía aparecer, le decía que tenía el restaurante lleno, aunque el local en realidad se encontrara vacío.
Y ya sé que estaba también la L’Espineta, entonces aún de los Barral; la arrossejat de La Barca; los arroces de ese sitio tan decadente llamado Mare Nostrum; o el Can Pilis, que regentaba un viejo pescador tuerto. Pero ocurrió algo y eso fue que nos hicimos mayores, y todo aquello se nos quedó pequeño. Nos lanzamos a otra cosa, muy aburrida y muy cateta, aunque imprescindible en la juventud: nos lanzamos a ver mundo. Mi hermano, mi hermana y yo. Buscamos cualquier excusa para escapar lo más lejos posible, como aprender un idioma, acudir al encuentro de un amigo o una novia, practicar un nuevo deporte… Dejamos de ir a Calafell y olvidamos las vacaciones familiares hasta mucho tiempo después, cuando mis hermanos empezaron a tener hijos y mi padre estaba ya muy mayor.
No recuerdo ninguna presión —gritos, burlas, malos modos—, ni por parte del personal del restaurante ni de mi familia. Era sólo lo que se esperaba de mí, lo que yo debía hacer.
Ahora parece que hubieran pasado un millón de años, y en efecto han pasado. Muchos de los restaurantes que aquí menciono ni siquiera existen. Como tampoco existen mi padre ni esa familia. Y es muy probable que tampoco exista ni vuelva a existir la posibilidad de ir a tantos sitios y a sitios tan buenos —es decir, tan caros—. De los tres, creo que tan solo mi hermano —aquel adolescente que pedía siempre el plato con el precio más alto— está en condiciones de permitírselo. Pero juro que no voy a volver a llorar —o más bien, no voy a llorar aquí—. Y tampoco pretendo quejarme. Mi desclasamiento puede que tan solo sea la vuelta al orden real, que no coincide exactamente con el que imaginó mi padre. O por expresarlo con mayor claridad: el movimiento pendular mediante el cual regresamos al punto que de verdad nos corresponde. No, yo hoy no podría comer de forma habitual en Lúculo o Neichel. Pero tengo mis propios sitios, donde sí voy dos o tres veces por semana. Sitios estupendos, maravillosos, riquísimos, y que me dan la vida, igual que me enseñó mi padre que a él se la daban los suyos. Y a veces me permito un capricho. Como en mi último cumpleaños. Era una cifra redonda y me apetecía, puede que también me sintiera un poco nostálgico. Fui a casa de mi madre, la metí en un taxi. A ella le costó subir las escaleras, habían cambiado la decoración y el personal, los dueños ya no eran los mismos. Pero en la carta de Zalacaín seguía estando la menestra y al comerla, comprendí lo afortunado y lo a salvo que mi padre se sintió siempre allí.