Llovía en Roma, pero Lluís Foix cerró el paraguas de urgencia mientras paseaba por la plaza de España. No todos son recibidos en audiencia privada por el Papa, y son aún muchos menos aquellos que tienen el privilegio de comprobar que cuando Francisco les estrecha la mano sonríe. Este Papa usa diferentes sonrisas cuando tiene que estrechar la mano de su interlocutor. A Foix siempre le sienta bien Italia: Roma y el Vaticano; alguna calle estrecha o caletta como la de Varisco en Venecia; Florencia con su díptico de los duques de Urbino pintado por Piero della Francesca en la Galería de los Uffici y su río Arno. En ese río, así me lo demostró una colega italiana, vive permanentemente la mirada verdosa de Oriana Fallaci, mujer agresiva y atea cristiana que cuando fue recibida en audiencia muy privada por Benedicto XVI dijo que se sentía menos sola leyendo sus libros. Aquella periodista que le plantó cara al muy barbado Jomeini por el tema del velo escribió que quería ser enterrada mirando al río Arno desde el puente Vecchio. En Italia, el amigo y colega Foix tiene también otro paisaje anual: el lago Como, en una de cuyas orillas tiene casa el actor George Clooney, que se ha convertido en un gran defensor del lago.
Lluís Foix, hombre activo y discreto, viaja a menudo a Italia, pero siempre regresa a su paisaje preferido. Me refiero a Rocafort de Vallbona, pueblo situado en una pequeña colina, en la llamada Vall del Corb. Es en ese pequeño pueblo donde le espera su fiel perra Boira. Allí, en esa tierra de viñas y olivos, tocado con gorra de visera o sombrero, dependiendo del tiempo que hace, sale a caminar siempre con Boira a su lado. Esa imagen, tan reconfortantemente rural, siempre me recuerda a varios expresidentes de la República Francesa. Es siempre Foix el primero que me recuerda anualmente la hora exacta en que empieza el otoño. O el invierno. Y también sabe describir ese momento agradable cuando en las noches de verano llega la brisa de mar. En su nuevo libro, La força de les arrels , Foix rinde tributo a sus antepasados que durante muchos años sembraron, segaron, batearon, vendimiaron y sudaron. Fajas, boinas y espaldas encorvadas. También recuerda a algún tratante de ganado y esas cabañas, muchas de ellas abandonadas, destruidas por el paso del tiempo, que fueron refugios o almacenes de antiguos contrabandistas. Y cipreses que son símbolo de bienvenida, de grata acogida y también, ay, son testigos mudos pero solemnes de esos caminos que conducen al cementerio si no hay incineración.
El ritmo de la tierra, escribe Lluís Foix, es silencioso, tranquilo y, al mismo tiempo, trepidante
El ritmo de la tierra, eso escribe Foix, es silencioso, tranquilo, pero al mismo tiempo es trepidante. Cuando Foix me habla de su paisaje natal, que no ha abandonado nunca, y me habla de olivos, viñas, y de esas sinfonías verdes que interpretan los campos, siento que las raíces son algo que se descubre en el último tramo de la vida. Y nacer en una ciudad significa no tener raíces. Porque la calle y el barrio son otra cosa. Sobre todo, en estos tiempos.