Años después, este barcelonés ha regresado al zoológico en una mañana anticiclónica de febrero. La entrada cuesta 21,5 euros pero con el carnet Club Vanguardia sale a 17 euros.
¿Es barata o es cara una traición sentimental que sólo nos cuesta 17 euros?
Nada más entrar, a la izquierda hay una tienda de souvenirs, quizás la instalación mejor iluminada y ajustada a lo que es una tienda de souvenirs.
Después, el habitáculo de los drils. ¿Le han cambiado el nombre a los mandriles, consecuencia de alguna investigación, catalogación o innovación?
No. Los drils son “parientes próximos de los mandriles”, leo en el panel correspondiente. Hay menos literatura y texto del que uno recordaba en sus visitas. también los mapas de situación son diferentes.
Al visitante le gustan los monos con sus diferentes grados de parentesco porque dan juego en el zoo y sus animaladas resultan vagamente familiares.
Hay dos drils a la vista. Uno, con aspecto joven, está agitado y va de cuerda en cuerda sin ton ni son mientras que el otro, cabezón y reposado, más corpulento, se rasca un pie, concentrado. El dril activo se le va aproximando y se diría que reclama atención.
La escena es deliciosa y recuerda aquellas visitas escolares al zoo cuyo principal atractivo era confirmar prejuicios o ensoñar Borneo, Kenia o la estepa de Mongolia: ¿nos escupirá una llama andina? ¿Rugirá el león? ¿Se zamparán los macacos el trozo de pan que, a espaldas de los profesores, arrojábamos?
Los animales eran impre-
visibles, parecían fieras y eso daba una dimensión emocionante
al recinto del zoo de Barcelona.
El dril joven se acerca al dril cabezón hasta interferir en su pedicura. Con un gesto enérgico y sin rastro de aspavientos superfluos, el dril veterano agarra el miembro viril del saltimbanqui.
El visitante duda de si es cierto lo que cree ver y las risas de una pareja italiana confirman que así es: lo ha agarrado por el pito con un resultado muy efectivo porque se aleja y el dril cabezón puede seguir rascándose. Efectivamente, “los driles son parientes próximos de los mandriles”. Sus cuñados...
Detrás, subiendo una rampa, están los buitres. Ni modo. Los buitres repelen porque llevan en sus alas y en su pico un anuncio invisible: Raskayú, cuando mueras que harás tú, tú seras un cadáver nada más...
A la derecha queda la Dama del Paraguas. Si alguien preguntase a los barceloneses “¿cuáles son sus estatuas preferidas de Barcelona?”, la Dama del Paraguas del zoo quedaría entre las primeras. Si fuésemos capital de un Estado, tendríamos más estatuas de grandes hombres a caballo y con sable pero hay que conformarse con esta figura amable y afrancesada, que se ubica en un entorno que entristece: el hombre que espera esta dama delicada con paraguas contra el sol nunca llegará a la cita. Y la dama del paraguas está –así me parece– más sola que nunca.
El delfinario permanece cerrado con una valla metálica y transmite el mismo vacío que las grandes avenidas soviéticas de Minsk, Bucarest o Kíev. Queda, sin embargo, un recuerdo vintage: una escultura de un delfín, obra del artista Saperas, encajonada entre cachivaches allá donde está el Aquarama, símbolo de la expansión en los años sesenta del zoo.
El antiguo delfinario evoca el vacío de las grandes avenidas de Minsk o Bucarest
Hay cintas de plástico, muchas a lo largo del recinto, que prohíben el paso, como sucede en los lugares donde se ha cometido un delito. Nunca sabremos si llevan semanas, meses o años, esperando a que el Ayuntamiento de Barcelona levante el cadáver de aquel zoo, sin futuro.
–Yo soy animalista y vegana... pero los niños son muy pequeños y disfrutan aunque es muy triste.
Los niños tienen cinco años y montan algarabía al acercarse a los vidrios que les separan de los dragones de Komodo, Indonesia. El visitante sólo ha preguntado una obviedad –¿visita escolar?– y la profesora le ha correspondido: es animalista y no por la gracia
de Dios sino porque es animalista y lo avanza con orgullo antes de dar su coartada: si no fuera porque son niños de cinco años, no estaríamos aquí porque disfru-tar viendo animales es impropio.
–Es muy triste.
La profesora animalista y vegana se despide así porque los niños no paran de expresar su alborozo ante cada animal.
El zoo de Barcelona siempre ha sacado lo peor de nosotros. Sólo hay que ver los carteles, numerosos, que prohíben al visitante determinados comportamientos.
“No den golpes a los cristales”. “No den comida a los animales”. “Animal peligroso, no pasar la mano”. Hay un cartel que va más allá en las advertencias porque habla en nombre de los chimpancés: “No nos grites. No nos gusta”.
Barcelona prometió al añorado Copito una calle y una estatua...
El barcelonés llega a ese lugar donde la nostalgia le espera a la vuelta de la esquina, navaja en mano: el casoplón de Copito de Nieve. Su casa durante la mayor parte de los 37 años de vida en el zoo. “Ciudadano Copito”, le llamó, emocionado, el alcalde Joan Clos al anunciar a Barcelona y al mundo el fallecimiento del gorila más mimado del mundo un 24 de noviembre del 2003.
También prometió una calle, una avenida y una estatua dedicada a Copito en Barcelona pero, ¡ay!, ni está ni se la espera en el nomenclátor pese a las vacantes que ofrece la pasión del Consistorio por borrar los nombres de quienes les caen gordos. De la estatua, ni rastro y eso que la Rambla ganaría color. ¿Cuantos miles y miles de selfies tomarían los turistas junto a la escultura de Copito de Nieve a pie de Rambla, aún a riesgo de que los más incívicos miccionasen en la cara o la barriga de nuestro irremplazable gorila albino?
El casoplón de Copito lo ocupa ahora “La familia de Ebobo”, un gorila de llanura muy patriarcal y bígamo, tal y como se desprende del árbol genealógico que permite al visitante humanizar a este conjunto familiar dinámico. Así, el pasado agosto Ebobo y Ntua fueron padres de Virunga, un nombre entrañable –el de su abuela, hija de Copito–. Más allá hay un jaguar y un leopardo, en una calle del zoo donde todo parece cerrado, provisionalmente cerrado.
El visitante se lleva, muy a su pesar, la impresión de que el zoo que conoció ya no existe aunque se conformaría con una muerte digna y, sobre todo, transparente. La decadencia evoca la atmósfera de los pueblos de la costa en febrero, todo rótulos sin luz, persianas bajadas y letreros que anuncian la fecha de reapertura allá por mayo. O quizás los pueblos del Far West que se despueblan porque ya no hay oro en las minas. El zoo de Barcelona no se merece este declive.