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“Crecí con una mente amplia por pequeño que fuera mi pueblo”

Tengo 73 años. Nací en A Merca, una aldea de Ourense, y vivo en Barcelona. Estoy casado con José. Los acontecimientos recientes de la política no son normales, como el ataque al Congreso de Estados Unidos o que en centros obreros gane una derecha agresiva. Creo en alguna fuerza superior. (Foto: Mané Espinosa)

Manuel Outumuro,fotógrafo de moda y retratos

Pisé el asfalto por primera vez con 10 años. Mi pueblo, A Merca, estaba sin asfaltar.

¿Qué imágenes definen su infancia?

El ángel que nunca fui. Todos los niños debíamos ir vestidos de ángel para una procesión, pero el cura al final decidió que solo irían las niñas vestidas de primera comunión. Me dio mucha rabia.

Lo entiendo.

Mis tías habían matado dos gallinas para hacerme las alas. Fue una decepción tan grande que a partir de ahí no quise volver a la iglesia. En mi trayectoria fotográfica hay muchas imágenes con alas.

El subconsciente no se rinde nunca.

Tengo grabadas en la mente muchas imágenes que alimentaron una vocación tardía que se despertó a los 40 años. También tuvo mucha influencia la foto de boda de mis padres que tenía en mi cuarto.

¿Padres ausentes?

Se fugaron y se casaron cuando ella tenía 16 años y él 17, las familias estaban enfrentadas desde la Guerra Civil. Yo nací al cabo de un año, me dejaron con los abuelos y se fueron a Caracas. Junto con mis cuatro años en Nueva York esa época fue la más feliz.

¿Qué le hacía feliz?

Crecí salvaje, sin presión, solo recibía afecto. Así me crié hasta los 10 años, orgulloso de mi abuelo, apodado el Rojo por ser republicano.

¿Cuándo se instaló en Barcelona?

Cuando mis padres volvieron de Venezuela alquilamos un coche e hicimos una excursión por España. Llegamos a Barcelona por la Diagonal y mi padre dijo: “Aquí hay dinero, mirad cuántas grúas”. Estaban construyendo la ciudad universitaria.

¿Y de qué vivían?

Montaron una charcutería. Tenía ocho tíos, todos emigrados. Incluso mi abuelo hizo las Américas, trabajó en Nueva York construyendo el metro. “Manoliño, pórtate bien o te envío al subway para que sepas lo que es el infierno”, me decía.

¿Fue feliz en Barcelona?

La ciudad me parecía agresiva y vivía con unos padres que no conocía. Mi adolescencia fue difícil, pero cuando acabé los estudios recuperé la armonía, monté un estudio de diseño gráfico.

¿Hablaba inglés al llegar a Nueva York?

No, limpié mesas hasta aprenderlo y poder trabajar en lo mío.

¿Su primera foto?

Dejé Nueva York por la epidemia del sida, cada día se moría un amigo o un conocido, era insoportable. Entré de director de arte de La Vanguardia Mujer y en una de las sesiones el fotógrafo no vino e hice yo la sesión.

Un accidente definitivo.

En dos años cambié la tipografía por la fotografía.

¿Qué es lo mejor que le ha sucedido?

Estar contento conmigo mismo ha sido lo más importante, porque eso me permite desarrollar capacidades que sin ese ingrediente no podría, como ser más comprensivo, cariñoso, entregado; para ello es imprescindible que estés en paz contigo mismo.

La inteligencia artificial ha desembarcado en la fotografía.

Sí, y va a invadirlo todo. Esa foto en que los personajes son falsos, que todo es falso, es increíble y aterradora, y lo hace un programa. Hay programas que plagian el estilo de un fotógrafo determinado.

¿“Hazme un Richard Avedon”?

Sí, hazme un Avedon con una modelo de alta costura por las calles de París, y ahí lo tienes; y si en lugar de Avedon pones Newton te sacará una mujer empoderada, con taconazo y en blanco y negro contrastado. Y se acabaron los modelos, se generarán por ordenador.

Ha pasado de su pueblo sin asfaltar a un futuro tecnológico inimaginable.

Yo recuerdo la noche que llegó la luz eléctrica a mi casa: ¡fue mágico! Y al poco tiempo llegó el cine. Nos pidieron a todos que bajáramos a la plaza del pueblo con nuestra silla.

¿Sorpresa?

Total. En un camión colgaron una sabana, y enfrente un aparato que era como una bicicleta al revés. Nos sentamos alrededor del aparato, el señor gritaba: “¡Que tienen que mirar para allá!”, pero nadie quería perder lo que creían la primera fila hasta que empezó y contemplé una imagen que no se me borrará nunca: sombras chinescas de sillas y personas moviéndose para reposicionarse.

¿Todo está en la infancia?

Esos recuerdos tienen una gran influencia en mi fotografía. Hoy hay mucha uniformidad entre la gente joven porque han vivido infancias muy similares.

Mismas extraescolares, misma ropa...

No hay lugar para que un niño desarrolle nada que no sea programado o por los padres o por la escuela, es triste. Yo trabajé desde niño, debía llevar las vacas a beber, recuerdo aquella luz, y allí con barro hacía mi ejército. Esa libertad te hace crecer con una mente amplia por pequeño que sea tu pueblo.

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