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"Algunos colores huelen a tristeza"

Tengo 49 años, y mi vida va ganando densidad con mi memoria. Para vendérnoslos en masa nos han banalizado los olores y, con ellos, las emociones. El relato que no huele no emociona y no se lee. Soy de Yorkshire, condado minero. Publico 'El perfume secreto del melocotón'

Joanne Harrisescritora, autora de 'Chocolat'

Mi abuela tenía un delantal rojo carmesí. Y hacía un chocolate inolvidable que yo llamaba chocolate rojo o choco delantal. Siempre he mezclado olores, colores y sabores en mi recuerdo. Me es imposible distinguirlos.

¿Qué otros colores ha olido?
Los números también tienen color para mí y para muchos lectores que me lo han escrito. Y otros oyen los números al verlos.

¿Los números también tienen melodía?
Algunos almacenamos las percepciones sensoriales mezcladas en la misma área neuronal y al recordarlas vuelven a mezclarse.

¿Por eso las confunden?
También tengo lectores que experimentan sinestesias y las detestan porque les hacen sentirse confusos. A mí, en cambio, mezclar olores y colores me ayuda a escribir.

¿Por qué?
Porque un aroma es el mejor atajo en el camino de la memoria: los olores evocan mejor los sentimientos que las imágenes.

Deme un ejemplo.
Intente explicarme un olor cualquiera.

Ahhh. No todos son explicables.
Algo fácil. Su plato: ¿a qué huele el jamón?

A campo: raíces, bellota. A cerdo libre.
No intelectualice. Un olor, en cualquier idioma, sólo puede ser descrito de forma factual. Hay que deconstruirlo: enunciar sus componentes. Una magdalena, por ejemplo, huele a canela, manteca, azúcar moreno...

Eso es una nota de cata.
Pero yo no soy enóloga; soy escritora. Y me interesa más el siguiente paso: si analiza el recuerdo de un olor, le será inevitable asociarlo con una experiencia y una persona y sus sentimientos hacia ella. Si voy a un salón de té, sé que me acordaré de mi abuela.

¿Tomaban el té juntas?
Mejor: al volver del cole nos esperaba con pan de jengibre en el horno. Y yo lo adivinaba ya en la puerta del jardín y echaba a correr para abrazar a mi abuela. Y en sus brazos se confundía el aroma cálido de la masa con la frescura de lavanda en sus camisas.

Su abuela ya no está; el jengibre, sí.
Y yo debo agradecerle que me devuelva a mi abuela: que pueda sentirla otra vez. Los olores son muy lógicos si los desestructuras por ingredientes, pero, al mismo tiempo, se vuelven irracionales al evocarlos, porque se cargan de los sentimientos asociados a las personas que los aspiraron con nosotros.

¿Por eso le interesan tanto?
Esa complejidad los hace muy efectivos para cualquier narración. Para mí, una novela que no huele, no duele. Y no se lee.

A usted le ha funcionado.
El otro día fui a enseñar a escribir a las reclusas de una cárcel. A ellas les es muy terapéutico y a mí me encanta sentirme útil.

Bien hecho.
Les pedí que escribieran recuerdos y, si no sabían escribir, que nos los contaran... Pero nada. Nadie arrancaba. En cambio, una de ellas me pidió que la dejara olerme...

¡...!
... No me pedía nada raro, porque el ambiente de la prisión era inodoro en el mejor de los casos. En el peor, se reducía a dos o tres olores. Siempre los mismos; año tras año.

¿Cómo la olieron?
Me husmearon toda, a mí, mi ropa y mi bolso. Y luego hablamos de mis olores y recuerdos. Allí acabó la clase. A la semana siguiente volví con frutas, hierbas, perfumes, pan y cruasanes recién hechos, calentitos.

Hummmm... ¡Que no he desayunado!
Fue un festival que celebraron contando cada una qué le recordaba cada olor. Y lloramos con sus historias. ¡Cuánto sufrimiento! Desde ese día el ocre, como el de los muros de aquella cárcel, me huele a tristeza. Y a esperanza, porque allí también había amor. 

¿Nunca ha lamentado oler tanto?
El otro día fui de Londres a París en el Eurostar y fue insoportable. Olía la goma aislante del tren y el desodorante de cada pasajero -y al que le hubiera hecho falta- y el contenido de cada sandwich que repartían.

Pues no es que se coma bien a bordo.
Pero lo que me impidió concentrarme y trabajar..., vamos, ¡es que no podía ni leer el periódico!, fue un señor con una caja redonda en el regazo, como una sombrerera...

...
¡Dentro llevaba una langosta! La olí. Y aquel olor era como si todos se hubieran puesto a chillar a la vez. No podía hacer otra cosa que olerlo. Y ya nunca más podré comer langosta sin volver a viajar en aquel tren.

Me temo que el problema hoy es el de aquella cárcel: el mundo pierde aromas.
La producción en cadena y el marketing han adocenado el gusto y, por tanto, el olor. Desde niños, millones de humanos acabamos comiendo y oliendo lo mismo. Lo que interesa a las multinacionales. Y así nos perdemos intensidad, diversidad, vida.

¿Pasa sólo con la comida?
También estos días todas las colonias huelen a melocotón. Y los productos femeninos acaban todos con aromas de fruta o vainilla. Pero no a fruta de verdad, sino a la química que nos hacen pasar por fruta. Por eso hay que ir a oler al campo. Si no, nos quedamos sin referencias en la memoria y olemos, sentimos y vivimos menos.

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