La caída del muro de Berlín en 1989 tuvo como banda sonora el tecno bailable de los clubes nacidos en aquellos días de cambio para la ciudad. La crisis y cierre de estos locales supone el adiós a un momento muy especial de la historia europea.

Interior del Berghain, uno de los clubes históricos de Berlín
El día en que cayó el muro, los berlineses tuvieron que decidir qué hacían con la ciudad. Berlín había sido una de las grandes capitales de Europa. Pero la II Guerra Mundial y la división que trajo la guerra fría la habían convertido en un desierto de escombros, solares y grandes edificios vacíos. El muro que la separó entre 1961 y 1989 había alumbrado dos realidades bien distintas. La del oeste era una ciudad llena de coches y estudiantes que se habían instalado en Berlín atraídos por las subvenciones del gobierno. La del este era una ciudad silenciosa, sin publicidad y pocos coches. Pobre y más igualitaria. Con pocas infraestructuras. Eran dos mundos en colisión. El escaparate luminoso de Occidente frente al comunismo espartano y paranoico de la República Democrática de Alemania (RDA).
Entre 1943 y 1944, la Real Fuerza Aérea Británica (RAF) y las Fuerzas Aéreas del Ejército estadounidense (USAAF) lanzaron decenas de miles de toneladas de bombas sobre la ciudad para precipitar la rendición de la Alemania nazi. Aquello dejó una ciudad en ruinas. Y su ocupación por las fuerzas aliadas y su división posterior no facilitó la reconstrucción. El muro que levantó la RDA (para evitar la fuga de ciudadanos al oeste) tenía una longitud de 112 kilómetros, de los que 107 eran una gruesa pared de hormigón de cuatro metros de altura.
Las autoridades demolieron edificios y crearon montañas de escombros, pero Berlín tuvo que esperar a 1989 para repensarse. Fue una rehabilitación llena de dudas. ¿Qué hacer con los restos del muro? Los berlineses eran tan felices con su derribo que querían olvidarse de él. Los historiadores querían conservar una parte. ¿Había que reconstruir las embajadas de Japón e Italia, supervisadas por Adolf Hitler? ¿Volver a la ciudad de antes de la guerra o construir de nuevo? Y, todavía más: qué hacer con los grandes y toscos edificios oficiales de la disuelta RDA?
En 1989, mientras urbanistas, políticos e inversores discutían qué hacer, miles de jóvenes ocuparon espacios vacíos en la tierra de nadie del Berlín este junto al muro que desaparecía. Fue un momento especial, fruto del entusiasmo popular y de la inspiración de la contracultura berlinesa, con una larga tradición de ocupaciones y vida en comunidad. Berlín se convirtió en la ciudad más cool de Europa, la visita obligada para músicos, artistas, diseñadores y activistas de todo tipo.
La demolición del muro había visualizado para los intelectuales americanos el triunfo definitivo de la democracia liberal, el fin de las pugnas ideológicas. Para miles de jóvenes en Berlín, aquel final de la historia fueron las noches de fiesta infinita, las raves que se prolongaban en el día siguiente. La banda sonora de aquella fiesta fue el tecno, música electrónica de baile, repetitiva y vagamente futurista.
Los clubes se profesionalizaron. Hasta media docena en grandes edificios por los que pagaban alquileres irrisorios. La euforia se envolvió en un mensaje de cosmopolitismo y diversidad (con iniciativas como los desfiles de la Love Parade). Después llegó el marketing turístico y las compañías aéreas de bajo coste. Berlín era una ciudad a la que ir de museos, hacer historia y también a bailar.
La música electrónica de baile ha sido uno de los grandes atractivos turísticos de Berlín
Hasta que la fiesta se acaba. El miércoles 1 de enero, el Watergate, una de las discotecas más conocidas de la ciudad, celebró la entrada del año nuevo con una fiesta que duró 35 horas. La última antes de cerrar. “Los días en que Berlín se llenaba de amantes de los clubes se han acabado” decía un comunicado de la empresa.
Esta semana, Financial Times recogía en portada el fenómeno de la decadencia de la música de baile nocturna en las grandes ciudades. La pandemia de covid, explicaba, dejó al sector muy tocado. Los potenciales clientes se acuestan antes, hay una preocupación mayor por la salud y la generación de los que nacieron con el cambio de siglo se siente mucho más atraída por los festivales de música diurnos que por la noche. Han subido los costes de los locales y ha bajado el poder adquisitivo de los clientes.
En el caso de Berlín, el cierre de locales es una plaga que se arrastra desde hace cuatro años. Y se explica en parte por los cambios en una ciudad a la que ellos han contribuido a cambiar. En los 90, Berlín era una ciudad con una economía deprimida, de alquileres bajos y paro elevado (muchas de las fábricas del Este cerraron con la reunificación). Pero la fama de ciudad liberal, siempre de fiesta, atrajo a muchos jóvenes profesionales. Para la emergente economía digital aquello fue una bendición.
La música de baile nocturna vive una crisis en todas las grandes ciudades
El giro se produjo después de la crisis financiera del 2008. El sector tecnológico empezó a crear buenos empleos y bien pagados (ahora son 140.000). Hoy ha sustituido al turismo como motor de la ciudad y ha disparado los precios del sector inmobiliario. Lo que luce en la noche berlinesa son las sedes de Zalando o de Amazon. No las de los clubes. La fiesta, ese momento libérrimo en el que pareció que el tiempo se disolvía, ha pasado a la historia. Nunca mejor dicho.