El Reino Unido de Keir Starmer es como un náufrago en medio del Atlántico que no sabe a quién pedir auxilio, si al barco de la Unión Europea o al de los Estados Unidos de Trump; se ve a sí mismo como un delincuente de guante blanco que intenta sobrevivir en una prisión de máxima seguridad sin aliarse con ninguna banda y siendo amable con todos, o como una ambulancia que ha de atravesar una zona de guerra, en medio de las bombas, con un pañuelo blanco asomando por la ventanilla y una cruz roja en el techo.
“No tenemos que tomar partido por nadie”, ha dicho el primer ministro laborista respecto a la guerra comercial que se cierne en el horizonte, sobre las diferencias entre Washington y Bruselas sobre cómo poner fin a la guerra de Ucrania, sobre si considerar a China como un enemigo, un socio comercial o un competidor.
Quiere resetear las relaciones con China pese al espionaje y las violaciones de los derechos humanos
Los críticos de Keir Starmer ven como ingenua e incoherente esa política de triangulación y de buenismo, que cree que Gran Bretaña puede al mismo tiempo evitar las tarifas de Trump, mejorar la relación comercial y de seguridad con la UE, suavizar los términos del Brexit sin hacer apenas concesiones y hacer negocios con Pekín sin ser víctima del espionaje industrial y la injerencia chinos. “Yes, we can”, dice optimista el titular de Downing Street.
Es la versión laborista de la estrategia de Boris Johnson para negociar el Brexit, asumir que Londres podría divorciarse de Europa conservando la casa, el coche y los millones, sin perder nada. En un mundo que los servicios de inteligencia británicos califican “del más peligroso en la memoria reciente” (con los conflictos de Ucrania y el Oriente Medio, un Trump impredecible, el calentamiento global, la injerencia de China y Rusia en las democracias occidentales), Starmer pretende sobrevivir a base de no ofender a nadie, de dar unas cosas a unos y otras a otros sin ofrecer lealtad incondicional. Todo muy mercantilista, muy british . ¿Pero es realista o utópico?
Y para pretender ahora ser amigo de todo el mundo, el Gobierno laborista tiene un bagaje acumulado de cuando estaba en la oposición y eso de llegar al poder parecía muy remoto. A la Unión Europea, que representa un 42% de las exportaciones británicas y un 52% de sus importaciones, el Reino Unido ofendió con el Brexit, diciendo que no se sentía libre y quería el divorcio (que cuesta al país un millón por hora, y 250 euros al mes por hogar en precio de la comida). Y Donald Trump recuerda que el actual ministro de Asuntos Exteriores, David Lammy, dijo de él que era “tirano y un psicópata simpatizante neonazi que odia a las mujeres”, y que Peter Mandelson, el nuevo embajador en Washington, lo tildó de “peligro para la humanidad, casi un racista y nacionalista blanco”.
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Emmanuel Macron y Donald Trump, este mes
El plan de Starmer es embaucar a la UE para que suavice los términos del Brexit a cambio de la cooperación británica en seguridad y defensa, sin hacer las concesiones que exige Bruselas (un plan de “movilidad juvenil” para que menores de una cierta de edad puedan vivir sin trabas unos años en el Reino Unido, y viceversa, y la garantía de que los pescadores europeos seguirán teniendo acceso a los caladeros en aguas británicas). Que vaya a conseguirlo es improbable, y todo apunta a que la deseada mejora de relaciones se limitará al reconocimiento mutuo de títulos profesionales, homologación de regulaciones en materia química, agrícola y veterinaria, y más facilidades para que los grupos musicales realicen giras por el continente. Pero nada que altere de modo sustancial las restricciones comerciales vigentes.
Con respecto a Estados Unidos (un mercado de 300.000 millones anuales de euros para Gran Bretaña), la estrategia de Starmer es la británica de toda la vida, apelar a la “relación especial” y al papel de puente entre los dos lados del Atlántico para quedar ajeno a las tarifas que Trump pueda imponer. Pero esa exención, si es que se produjera, conllevaría problemas adicionales al comercio con Europa. Lo que el país ganaría por un lado lo perdería por el otro.
Londres vende a los Estados Unidos, entre otras cosas, whisky, lana de cachemira, maquinaria y servicios, y si Trump cumple su amenaza de imponer las tarifas, el Tesoro británico se encontraría con un agujero adicional de 25.000 millones de euros que lastraría el crecimiento económico que es la columna vertebral de su programa (aunque por ahora no hace acto de presencia), y la clave para mejorar las infraestructuras y los servicios públicos, y que la gente perciba que las cosas mejoran, aunque sea poco a poco.
Mandelson, uno de los personajes clave del nuevo laborismo (fue ministro de Blair y de Brown, y comisario en Bruselas), tiene la tarea servida como enviado ante la corte de Trump. Downing Street confía en su olfato político, su experiencia y mano izquierda para amansar a la fiera (a pesar de lo que en el pasado dijo de ella), y que al Reino Unido no le caigan los chuzos de una guerra comercial. Pero es muy difícil que salga indemne del aislacionismo norteamericano y una reformulación de la OTAN. Si Washington quiere que los demás dediquen un 5% de su presupuesto a defensa, Londres no llega ni al 2,5%. Y un acercamiento a China no sería bien visto del otro lado del Atlántico.
“Inglaterra no tiene ni amigos ni aliados eternos, solo intereses eternos”, dijo lord Palmerston. La Gran Bretaña de Starmer no puede presumir de amistades, sino, en todo caso, de conocidos. Y no sabe quién le conviene más.