Tras la II Guerra Mundial se materializó una cierta idea de unión entre diversos países europeos, un sueño del que se venía hablando desde el siglo XIX. Con el tiempo, las Comunidades Europeas consiguieron tejer una narrativa en la que vinculaban a estas instituciones con la promoción de la paz, la democracia, los derechos humanos, pero también con el progreso económico y social, dando con ello carta de naturaleza al modelo europeo. Su razón de ser no solo era constituir un mercado interior único, sino servir de ejemplo de prosperidad y de libertad y generar un marco único en el mundo en el que los ciudadanos (con acciones más o menos acertadas) se encontraban en el centro de gran parte de las políticas públicas. En España, tras su entrada en 1986 ese relato todavía fue más poderoso, pues no solo se vinculó con el fortalecimiento de la democracia (en plena transición de la dictadura), sino que, además, la CEE fue entendida como sinónimo de modernización.
Dentro de esa narrativa había diferentes maneras de entender la CEE y su evolución a Unión Europea, tal y como han mostrado Brigitte Leucht, Katja Seidel y Laurent Warlouzet en Reinventing Europe (2023). Los debates estaban relacionados con posturas más o menos federales y visiones conservadoras o progresistas, pero sus valores de promoción de la paz, la democracia y los derechos humanos no se ponían en duda. Durante las primeras décadas, incluso la emigración fue un tema con escaso debate. La construcción y la consolidación de esa idea de Europa se produjo en plena Guerra Fría y en un contexto en el que gran parte de los países comunitarios basaron su reconstrucción postbélica y su desarrollo industrial en el uso de mano de obra inmigrante que les permitía, entre otras cosas, mantener bajos salarios en determinados sectores. Entre las nacionalidades de esos migrantes no sólo había africanos y africanas, sino también muchos españoles y españolas. Hubo que esperar a la crisis del petróleo, y sobre todo a la década de los ochenta y noventa para que este tema se convirtiera en toda Europa en un tema de enfrentamiento con el resurgimiento de políticas xenófobas y racistas que parecían haber quedado enterradas tras la finalización de la II Guerra Mundial.
El incremento de posturas radicales y nacionalistas en la UE, sobre todo vinculadas a la extrema derecha, no solo está convirtiendo la política casi exclusivamente en una batalla cultural, sino que está alterando los pilares de las instituciones europeas. Las nuevas políticas migratorias que se están explorando, así como algunas posturas en relación con las guerras de Israel, suponen un cuestionamiento de algunos pilares de relato europeo. La apertura de centros de emigrantes en terceros países supone una contradicción de la defensa de los derechos humanos y de la ayuda a sociedades de terceros países y también de la propia economía de los estados comunitarios, basada en el empleo de emigración en determinados sectores. Estas nuevas políticas demuestran dos cuestiones. Por una parte, facilita que numerosos países del sur global se acaben vinculando con China y Rusia, lo cual genera un problema a las instituciones europeas. En un marco en el que la UE está tratando de convertirse en un actor internacional relevante, estas políticas no ayudan a consolidar su autonomía estratégica y su visión Internacional. Al contrario, se incrementan las críticas por, entre otras cosas, hipocresía.
Por otra parte, demuestra que, aunque desde la finalización de la II Guerra Mundial se consolidó el discurso en el que las instituciones europeas eran la base de la promoción de democracia, paz y derechos humanos, existen otras maneras de entender Europa y sus instituciones. No se puede olvidar que durante la década de los años treinta, en lo que Mark Mazower ha denominado la Europa negra, los regímenes nazi, fascista y franquista también generaron sus propias ideas sobre el continente. En este caso basadas, entre otras cuestiones, en el supremacismo de ciertos países y en la relevancia de los nacionalismos.
En definitiva, en tiempos de guerra y de auge de la extrema derecha, se debe recordar que el proyecto predominante de integración europea desde la II Guerra Mundial hasta ahora no tiene el futuro garantizado. En primer lugar, porque hay otros discursos y relatos con vocación alternativa que cobran día a día mayor fuerza. Y, en segundo lugar, porque para que continúe vigente hay que profundizarlo. Y eso pasa por asumir sus propias debilidades y reflexionar sobre sus éxitos y sobre sus fracasos. Esto último servirá para tratar de evitar caer en la arrogancia europea de la que habla Timothy Garton Ash en su libro Europa (2023). De lo contrario, tocará una vez más recurrir a los razonamientos de Stephen Holmes e Ivan Krastev. Esta vez no para comprender cómo Europa ganó la Guerra Fría y perdió la Paz (2020), sino para observar cómo el propio proyecto sucumbe ante una nueva idea de Europa basada en ideas xenófobas, excluyentes, patrióticas y supremacistas tan lejana a los valores del modelo europeo de posguerra.