Decía Benjamín Franklin que en la vida hay sólo dos cosas seguras, la muerte y los impuestos. Pero podría añadirse alguna más, como por ejemplo que el Real Madrid va a ganar con preocupante regularidad la Champions League (con ayuda arbitral o sin ella), o que en Líbano quien tiene dinero se lo va a gastar en una o varias operaciones de cirugía estética, ya sea una ampliación o reconstrucción de pechos, una liposucción, una rinoplastia, blefaroplastia (quitar el exceso de piel de los párpados), abdominoplastia (reducción de abdomen), eliminación las arrugas de la cara, la celulitis y las varices, lifting de piernas, tratamiento del acné hormonal, estiramiento de muslos o rejuvenecimiento del contorno de los ojos. Por algo Beirut es apodada la “capital del botox” en Oriente Medio.
Es una fama bien justificada porque a lo largo y ancho de la geografía nacional proliferan los carteles con anuncios de salones de belleza y clínicas de cirugía estética, frecuentemente junto a fotos de Rafic Hariri (ex primer ministro y líder sunita asesinado en el 2005 con un coche bomba cerca del hotel Saint George) y de Hasan Nasralah, el líder de barba blanca de Hizbulah. Con dieciocho grupos religiosos (musulmanes sunitas, chiitas, drusos, cristianos maronitas...) y refugiados palestinos, iraquíes y sirios, la política del país es impenetrable para un turista. De un pueblo a otro, de un barrio a otro y de una calle a otra cambia el panorama, y según quien mande es sensato entrar o no. Pero la belleza es universal.
Alrededor de dos millones de operaciones plásticas se realizan al año en un país pobre con cerca de seis millones de habitantes
Casi dos millones de operaciones de cirugía estética se realizan al año en una afligida nación en constante pie de guerra cuya población no llega a los seis millones. Una de cada tres mujeres ha pasado por el escalpelo, y ser médico especializado en ese sector es una de las profesiones más seguras y con las mejores garantías de ganar libras libanesas. Las clínicas están (y se anuncian) por todas partes, desde Sidón, los pueblos del valle de la Bekaa y los barrios beirutíes de Dahieh y Haret Hreik controlados por Hizbulah (y a donde a los turistas se les dice que mejor no vayan) hasta la comercial calle Hamra, los alrededores de la American University, el mítico hotel Commodore (del que ahora se han apoderado los iraquíes) o la rue Kantari, donde vivía Kim Philby en el cuarto piso de un desvencijado edificio hasta que una noche desapareció sin decírselo ni a su mujer para meterse en un carguero ruso que lo llevaría al exilio en la URSS. Los británicos finalmente habían caído del guindo y se habían dando cuenta de que era un espía soviético, quizás el más célebre de la historia.
Los salones de belleza para pedicuras, manicuras y depilaciones, o las peluquerías, son muchísimos pero es lo de menos. El dinero está en la cirugía estética. Y no sólo para libaneses de pasta, que los hay (y muchos) en un país donde tres cuartas partes de la población son considerados pobres por la ONU. Para confirmarlo, no hay más que dar un paseo por la Corniche, la marina o las calles en torno a la embajada francesa, donde los pisos valen millones y no tienen nada que envidiar a los de Pedralbes. Beirut es una ciudad distópica, con cortes de electricidad frecuentes, llena de solares y edificios destruidos por la explosión en el puerto hace cuatro años, al lado de otros con piscina, portero las veinticuatro horas y un supermercado al lado con caviar y jamón de Jabugo.
Pero no son sólo los beirutíes quienes dan negocio a los cirujanos plásticos. También los libaneses en el exilio en París, Londres, Nueva York o Los Ángeles (una diáspora de quince millones de personas), que aprovechan unos precios infinitamente más baratos que donde viven para pasarse unas vacaciones junto a la familia y los amigos y quitarse de paso carne de dónde les sobra y ponérsela donde les falta por una ganga en dólares, euros o esterlinas. El botox es casi tan popular como el humus o el shawarma. Si en Líbano el cuerpo de alguien envejece es porque quiere o porque no se puede pagar los tratamientos para impedirlo.
Algunas clínicas y salones han cerrado porque hasta uno de cada cuatro cirujanos se ha ido al exilio, y por el coste del combustible para los generadores y el suministro de botox y productos similares. Pero los intercambios de bombas y drones entre Israel y Hizbulah en el sur del país, y la inseguridad que conlleva la amenaza de una nueva guerra, han incrementado aún más si cabe la obsesión por la elegancia, la clase y la belleza. No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy.