“Me echaron de mi tierra con 31 años. Tres décadas después regreso y me siento como si aún tuviera 31 años”, decía hace tres semanas Firengiz en su nueva casa de Zangilan.
“Me ofrecieron trabajar de arquitecto en Suecia, pero prefiero reconstruir mis orígenes”, decía Igmat en Lachín.
La derrota de los armenios se produce en un paisaje -el Karabaj que los azerbaiyanos reconquistaron en el 2020- marcado por grúas, excavadoras, hormigoneras, montañas agujereadas y reconstrucción masiva.
Las pequeñas ciudades de Zangilan y Lachín, como Agdam, Fizuli o Shusha, viven ahora lo que Bakú llama el Gran regreso : una inversión económica descomunal en el Karabaj reconquistado a los armenios en la segunda guerra, hace tres años. El objetivo es atar con potentes carreteras, túneles y puentes el Karabaj que controlan con el resto de Azerbaiyán, y allanar el regreso de los azerbaiyanos expulsados en la primera guerra, hace tres décadas.
De las tierras semiáridas a la alta montaña, la pauta se repite: poblaciones azerbaiyanas en ruinas –inquietantemente hermosas– junto nuevos e impecables bloques de vivienda, hoteles, escuelas, casas con jardín, conservatorios o espectaculares aeropuertos. Todo impulsado por el petróleo y la determinación de Bakú.
Como toda guerra postsoviética, esta también tiene su Teatro Dramático machacado: del coliseo de Agdam sólo quedan tres grandes arcos. Como si el Teatro Dramático y el resto de edificios no los hubieran destrozado proyectiles, como si alguien se los hubiera llevado piedra a piedra.
Las lluvias provocan corrimientos de tierras y minas
“Los armenios se llevaron las piedras... y nos trajeron las minas”, afirman. Karabaj es una las zonas más minadas del mundo, y Agdam es la zona más minada de Karabaj.
Ante las ruinas, en las áreas ya desminadas, las grúas levantan nuevas zonas residenciales. “Preservaremos las ruinas como memoria, y construiremos un museo de la Victoria”, dice Araz N. Imanov, representante especial del presidente de la República en Karabaj. “No es sólo regresar, es que los que regresen tengan trabajo”.
Tras la segunda guerra, los armenios entregaron mapas de posición de minas a cambio de prisioneros, pero esos mapas tienen “grandes vacíos”, y las lluvias provocan corrimientos de tierras y minas, explica Xaliq, artificiero jefe. Y Ucrania siempre de fondo: “Algún día haremos un gran trabajo allí, somos el primer país en aplicar la inteligencia artificial en el desminado”, dice Imanov.
Quiere mostrarnos una mezquita para que veamos como los armenios la utilizaban de establo, cerdos incluidos. Con él también penetramos a uno de esos puntos que, en una guerra, miden la intensidad del odio: un cementerio. Y los relatos que cuentan de minas colocadas entre tumbas, cadáveres desenterrados y robo de mármol potencian en extremo el marcador.
Azerbaiyanos y armenios se acusan mutuamente de genocidio y de expoliarse las alfombras y la civilización que tejen, y es en la muy deseada ciudad de Shusha (Shushi en armenio), a casi mil quinientos metros de altura, donde este choque adquiere su dimensión más cultural. Un joven poeta nos acompaña ver dos estatuas en un parque de verdor. La primera es un gran busto de Uzeyir Hajibeyli, compositor en 1908 de la primera ópera del mundo islámico. El busto tiene varios agujeros de bala en la cara.
–¿Disparos armenios?.
–Disparos de nuestros enemigos. No todos los armenios son nuestros enemigos –responde Teymur.
A la otra estatua, dedicada a la poeta azerbaiyana Khurshudbanu Natavan, le arrancaron un dedo. Hija del último príncipe del Kanato de Karabaj, era una mujer extremadamente culta: en 1858 conversó con Alejandro Dumas de literatura en Bakú.
En la primera guerra, con la entrada armenia en Shusha, estos grandes bustos del Azerbaiyán soviético acabaron en una fundición de Georgia, de donde Bakú los rescató. Es la guerra –como todas– del metal fundido: los armenios acusan a los azerbaiyanos de expoliar en 1989 las campanas de la catedral de San Salvador: las localizaron en un mercado de Donetsk.
En esa primera guerra, los armenios también acusaron a los azerbaiyanos de almacenar misiles Grad en el interior de la catedral, y los azerbaiyanos acusan ahora a los armenios de haber restaurar mal la mezquita de Yukhari Govhar Agha con tintes persas, desposeyéndola de su identidad azerí. Los azerbaiyanos acaban de restaurar la mezquita a su manera y han cubierto San Salvador de andamios: el embajador de Bakú ante la Santa Sede se ha comprometido a devolver la catedral armenia su aspecto original.
Todos los misiles, al final, son culturales. El mausoleo de Vaqif fue construido en tiempos soviéticos con el nombre del poeta y hombre de Estado azerbaiyano escrito en cirílico. Fue destruido en tiempos armenios y lo acaban de reconstruir con el nombre de Vaqif en el alfabeto latino del azerí actual.
En el punto más elevado de Shusha hay un prado que termina en el abismo de Hunot. Teymur cuenta historias de guerreros y poetas que han defendido o conquistado la ciudad por este precipicio. Viejas batallas que nunca acaban de envejecer: los balazos del 2020 siguen en las rocas. “Quince años se entrenaron las fuerzas especiales azerbaiyanas para escalar este precipicio”, dice de la reconquista. Una fuerza de voluntad reforzada con drones israelíes.
En el otro extremo de Shusha, junto al parque de los bustos tiroteados, la carretera desciende hacia Stepanakert, la capital de la autoproclamada República armenia de Artsaj, la isla armenia de Azerbaiyán. Todo está a un tiro no siempre de piedra. En la colina de enfrente se eleva la bandera rusa de las fuerzas de interposición y una gran cruz.
“A veces los armenios suben a la colina para contemplar Shusha”, dice Teymur: los otros también sueñan con un retorno. Grande o imposible.
En Zangilan (de mayoría azerbaiyana en el último censo soviético) no parece que hayan reconstruido un pueblo. Parece que hayan construido el plató de una serie de televisión: un ajardinado centro con farmacia, banco, hospital, correos, supermercado... una primera fase con cien casas individuales con rosales en la entrada. Con las ruinas de fondo hablan de sostenibilidad y de smart city .
En la escuela, el laboratorio está por estrenar, las pizarras son electrónicas y en la biblioteca hay literatura universal en lengua azerí: Svana drogu (Por el camino de Swann) de Marsel Prust o Lamançli Don Kixot (Don Quijote de la Mancha) de Migel de Servantes .
Es el ansia de ir limpiando el paisaje de minas y de hacer como si el tiempo no hubiera pasado. El timbre de la nueva escuela es el mismo de hace treinta años: lo encontraron medio enterrado y lo han restaurado.
“Los vecinos son los mismos, es como si estas tres décadas de ocupación no existieran”, dice Firengiz, una de las pocas mujeres que lleva el velo. Fue, en la primera guerra, la última en irse de Zangilan antes de que entraran los armenios. “Me quedé en casa en silencio, con una escopeta, para cuidar a mi marido, que estaba herido. Lo cuidé como si fuera mi hermano”.
En Lachín (Berdzor en armenio, población que da nombre al corredor que une y desune Armenia con la isla armenia de Azerbaiyán) el viaje regresa al aire de alta montaña. Cerca del cielo y lejos de Dios: “Aquí no hay ninguna mezquita”, dice casi con orgullo Yusif, un pintor con nostalgia de Lenin. Totalmente azerbaiyana según el último censo soviético, en Lachín tampoco había ninguna iglesia hasta 1998, cuando los armenios construyeron la Santa Ascensión. Sobre una colina, consagrada a su primera –y única– victoria sobre Azerbaiyán, derribando la casa de un azerbaiyano expulsado. Ahora los azerbaiyanos no saben qué hacer: el vecino reclama el terreno y derribar una iglesia que no es histórica. De momento, está invisibilizada por un andamio.
También aquí aprietan el acelerador: en un año han levantado una central eléctrica, una zona industrial, un hotel hecho de casitas-habitación individuales que podría estar en Suecia y un idílico pueblo –Zabux Kendi– junto al río. Todo está a un tiro de todo: una montaña más al oeste, armenios; una montaña más al este, más armenios.
En lo alto de Lachín, el fotógrafo francés Reza –nacido azerí en Irán– organiza una vistosa exposición: rostros de niños y niñas de todo el mundo en un enorme cubículo mirando este paisaje antes de la batalla.
“Hace tres años –cuenta Reza– había ochenta fotorreporteros de todo el mundo cubriendo el lado armenio de la guerra. Sólo yo en este lado. Llamé a grandes medios occidentales por si les interesaban imágenes –ha trabajado para el National Geographic, Newsweek, Time... – y nadie las quiso. No las necesitamos, me decían”.
Los azerbaiyanos celebran con fuegos artificiales el primer aniversario de su regreso a Lachín (hasta hace un año estuvo ocupada por las fuerzas de paz rusas). Es de noche y, detrás de las montañas, los armenios de uno y otro lado pueden ver los brillantes destellos de pólvora.
No hay fuego más artificial que la guerra.