Ratzinger

Ratzinger

Pese al ruido que provocan en Barcelona algunas de las caprichosas obras municipales actuales, fue por el llamado toque de difuntos que supe de la muerte del papa Benedicto XVI. Pasaba el sábado junto a la basílica de la Concepció cuando comenzó a doblar una de sus campanas. Ya saben: cuando la noticia es una muerte, las campanas no tañen, doblan. Y esa pausa entre dos golpes de badajo siempre nos recuerda una de las meditaciones de John Donne, que dice: “La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad. Por eso nunca preguntes por quién doblan las campanas, doblan por ti”. Me pareció curioso que fuera a través de una campana como me enterara del fallecimiento del único papa que me ha interesado y a quien conocí en Roma.

Al muy inteligente y muy culto Joseph Ratzinger la prensa llamada progresista, que aún no sé lo que es, lo recibió con el kaláshnikov en la mano. Y lo primero que hizo fue definirlo como un nazi, sin explicar que, como a todos los niños alemanes de su generación, se le obligó a alistarse en las juventudes hitlerianas. Y a partir de ahí llegó todo lo demás. Incluso interpretaron a su manera el uso de zapatos rojos o, en su caso, el poco favorecedor camauro, tocado papal medieval. Todo se reducía a recuperar ciertas tradiciones formales y el valor de los símbolos propios. Porque el ser humano necesita liturgias, símbolos propios, y Ratzinger recordó que, por estas latitudes, a Dios se llega mejor con Bach y sus órganos que con una guitarra aficionada. Cuando uno arrincona a Bach, ya me entienden, regresan la magia, las brujas con escobas voladoras, las patas de gallo y el veneno de sapo. Algo que ya está sucediendo en Europa. Por eso a mí Ratzinger me interesó desde el momento aquel que dijo: “Europa no se quiere”. A este hombre, que se limitaba a exponer y que casi nunca replicaba, hay que leerlo sin prejuicios. También resulta clarificador recordar dos o tres afirmaciones que acaba de hacer su secretario personal Georg Gänswein. Una es: “No fue ni un actor papal ni un autómata papal”. Y otra: “Su pontificado fue absolutamente occidental”.

Al muy inteligente papa, la prensa llamada progresista lo recibió con el kaláshnikov en la mano

La primera vez que vi a Raztinger fue saliendo de su apartamento, ubicado en un edificio situado en la Piazza della Cittá Leonina. Me lo presentó un amigo italiano. Eran sus tiempos cardenalicios con gatos callejeros adoptados y mucho Bach y Mozart en su piano. Y también el minimalista Arvo Part. En aquella ocasión, el brillante intelectual y teólogo llevaba una cartera negra en la mano parecida a la que exhibió Francisco en su primer viaje aéreo para intentar demostrar que él sí era un papa que traba­jaba.

Volviendo a los símbolos, yo hubiese permitido que el cadáver de Benedicto XVI calzara zapatos rojos. Pero, como ya sucedió con Pío XII, a cuyo cadáver, en la cámara mortuoria, lo tocaron con el camauro, prenda que detestaba, cuando un cardenal insinuó que no debería llevarlo, otro afirmó: “Los muertos no mandan”.

Suerte, mucha suerte, arzobispo Gänswein.

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