Si Boris Johnson decía desde pequeño que quería ser “el rey del mundo”, Mary Elizabeth Truss nunca soñó con ser reina, ni presidenta (de joven era republicana) ni primera ministra. Y si lo hizo, era estrictamente en la intimidad. Pero eso no quiere decir que le faltara ambición y confianza en sí misma. Siempre las tuvo, y de sobra.
Pero aquí está Queen Liz en el número 10 de Downing Street, con su marido Hugh y sus dos hijas adolescentes (de dieciséis y trece años), que gestionan su presencia en las redes sociales y han contribuido a que sea apodada la reina de Instagram , porque no pierde oportunidad en aparecer envuelta en la Union Jack, ya sea cuando viaja a Australia pare negociar un acuerdo comercial o cuando lo hace a Bruselas para amenazar a la UE con incumplir los acuerdos del Brexit.
Número 56 en la lista de primeros ministros británicos, 15 en la de la quienes han prestado juramento a la Reina Isabel, y 4 en la de líderes del país y del Partido Conservador desde el 2016 (la fecha del referéndum del Brexit), Truss no va a disfrutar de una luna de miel en Bali, y ni tan siquiera en Benidorm. Con el país en una de esas crisis económicas y políticas que sólo se producen en una generación, ninguno de sus predecesores desde Winston Churchill en 1940 había recibido el testigo en circunstancias tan preocupantes.
La gran ventaja de la “nueva Thatcher” (una comparación que ella misma favorece, aunque sea en una versión más mitológica que real) es que las expectativas son tan bajas que, a poco que haga algo bien, sus acciones subirán como la espuma. Un accionista astuto invertiría en ella, como en uno de esos caballos que no parecen tener ninguna oportunidad de ganar el Grand National, el Derby de Kentucky o el Premio del Arco de Triunfo. Los inconvenientes a los que se enfrenta son obvios: la crisis económica y del coste de la vida, las divisiones en su partido (con Johnson urdiendo la manera de regresar), la falta de apoyos en el grupo parlamentario conservador (hay quines ya querían presentar una moción censura incluso antes de que jurase el cargo), la guerra de Ucrania, los precios de la luz y el gas... En teoría tiene dos años y medio, hasta las próximas elecciones, para persuadir a los votantes de que le den una oportunidad. En realidad tiene sólo un par de semanas. La primera impresión que cause quedará grabada, para bien o mal. ¿Y quién sabe?
Le gusta jugar a la contra y ve el mundo en blanco y negro, pero no ha dudado en cambiar de chaqueta
Con su neoliberalismo de manual (más heredero de Reagan que de Thatcher, la teoría de que hay que bajar los impuestos a los ricos para que los pobres se coman las migajas que caen de su mesa), Liz Truss parece atada a una inflexibilidad ideológica basada en los mandamientos de la responsabilidad individual, el Estado pequeño, la carga fiscal más baja posible y libertad. Pero la libertad es un concepto que puede ser tan ambiguo como el de democracia. “Si ha de haber una guerra de clases –decía el filósofo y autor galés Maurice Cowling–, debe ser gestionada con habilidad y sutileza. Lo que queremos los conservadores no es más libertad, sino el tipo de libertad que mantiene las desigualdades del presente o restaura las del pasado”.
Así como Johnson pretendió que su legado fuera igualar el norte pobre con el sur rico del país y seducir a las clases obreras con los argumentos de la guerra cultural, pero nunca puso manos a la obra, Truss considera que la redistribución de la riqueza es un objetivo sobrevalorado, y lo importante es fomentar el crecimiento. Que dar subsidios y “caridad” es contraproducente. Suena a dogmática, pero al mismo tiempo es camaleónica, y no ha dudado en cambiar de chaqueta. Se pasó de los liberales demócratas a los tories , de denunciar el Brexit a apoyarlo con la fe de los conversos, y de ser republicana a monárquica. Incluso la aproximación a su matrimonio fue flexible. Seis años después de su boda protagonizó un affaire de un año y medio con otro diputado, que casi le cuesta su carrera. Pero sigue casada, y ahora ha trasladado a la familia a Downing Street.
Queen Liz es hija de padres laboristas que de pequeña la llevaban a manifestaciones contra la presencia de misiles nucleares en territorio británico, y gritaba junto a ellos Maggie, Maggie, Maggie, out, out, out . Pero de pedir con inocencia infantil que Thatcher se fuera, ha pasado con el tiempo a intentar imitarla en las ideas y hasta en la forma de vestir. No en la de hablar, porque es una pobre oradora y bastante patosa. La falta de carisma la compensa con ambición y mucho trabajo, estudiando los temas a fondo y siendo la última que apaga la luz. Es hiperactiva. Exige ideas originales (y vuelve locos) a quienes la rodean, aunque parezcan estrambóticas. Escucha, pero cuando toma una decisión no hay quien la mueva.
Ha sido descrita como una granada humana, una Rottweiler de la política, una estratega sin sentimentalismo, que juega a la contra y ve el mundo en blanco y negro. ¿Será lo que la nación necesita?