Este jueves, Filipinas dice adiós al presidente Rodrigo Duterte. Durante los últimos seis años, su violenta retórica pródiga en testosterona y amenazas –“las funerarias estarán llenas”, ya avisó durante la campaña electoral– se hizo política estatal y sembró el país de cadáveres en su particular guerra contra las drogas. Un sangriento legado que define su mandato por encima de sus ambiciosos planes de infraestructuras o su acercamiento a China, pero que aun así no le ha privado del apoyo mayoritario de los filipinos.
De acuerdo con los datos oficiales, al menos 6.250 personas fueron abatidas hasta mayo del 2022 en operaciones policiales antidroga, una media de más de mil asesinatos extrajudiciales por año de mandato. Las organizaciones de derechos humanos elevan esa cifra hasta entre 27.000 y 30.000 fallecidos si se incluyen a los asesinados por atacantes no identificados. La mayoría de las víctimas eran chicos jóvenes que vivían en barriadas urbanas depauperadas.
Hasta 30.000 personas habrían sido asesinadas extrajudicialmente en operaciones policiales antidroga
La sangría no acaba aquí. Según un reciente informe del medio digital Rappler , durante su mandato también fueron asesinados decenas de defensores de los derechos humanos (427), activistas medioambientales (166) o líderes sindicales. Entre las tácticas empleadas por las autoridades contra ellos está el uso de las llamadas etiquetas rojas : señalar públicamente a personas u organizaciones contrarias a sus intereses como sospechosas de estar relacionadas con grupos comunistas, induciendo así a su acoso o ataque por parte de terceros.
También han sido tiempos oscuros para la libertad de prensa. Al asesinato de una veintena de profesionales se le suma el cierre de medios como el mayor canal del país, ABS-CBN, cuya licencia expiró en el 2020 tras encadenar varios encontronazos con Duterte, o el acoso a periodistas como Maria Ressa, cofundadora de Rappler y premio Nobel de la Paz en el 2021, que ha sido muy crítica con el mandatario.
En lo que parece un último acto de desquite, las autoridades confirmaron este miércoles una orden previa de cierre contra su portal por, sostienen, violar las restricciones legales sobre la propiedad de medios de comunicación en manos de entidades extranjeras. Ella lo niega y asegura que apelará al Tribunal Supremo.
En el aspecto económico, Duterte invirtió entre 140.000 y 156.000 millones de euros en la campaña “Contruir, construir, construir” con la que mejorar el lamentable estado de las infraestructuras nacionales. Ha cosechado algunos éxitos, pero la tarea ha quedado a medias: solo se han completado 12 de los 119 proyectos más emblemáticos del portafolio, que representan más de la mitad del coste de la campaña. Tampoco han mejorado los índices de pobreza de una nación famosa por sus insalubres barriadas de chabolas. Según datos del año 2021, el 23,7% de los 110 millones de filipinos vivía en la pobreza.
El enfoque de Duterte en política exterior ha sido tan tumultuoso como su gobierno en casa. Llamó en público “hijo de puta” al entonces presidente de Estados Unidos, Barack Obama, o al papa Francisco por sus críticas a la guerra contra las drogas y amenazó con abofetear a los jueces del Tribunal Penal Internacional que investigan sus abusos.
El mandatario también ha abandonado su tradicional alineamiento con Washington para acercar posturas con China pese a las disputas territoriales que ambos mantienen en el mar de China Meridional, lo que despertó las suspicacias de la oposición.
A punto de dejar el cargo, Duterte no oculta su frustración por la negativa de su hija, Sara Duterte, a presentarse como candidata a la presidencia en las últimas elecciones, en las que al final optó a la vicepresidencia haciendo tándem con el nuevo presidente, Ferdinand Bongbong Marcos.
El hijo del exdictador Marcos, al que un movimiento popular echó del país en 1986 tras años de abusos, ha ofrecido al líder saliente un puesto en su administración a cargo de la lucha contra las drogas, empleo que ha rechazado. En su lugar, con su chulería característica, avanzó que planea dar vueltas con su motocicleta en busca de traficantes a los que matar él mismo. “Ahora que ya no seré presidente, nadie podrá dictarme lo que hacer”, asegura.