Hace diez días, con la emoción propia de un niño de cuatro años al ver titilar el azul de las sirenas, nuestro hijo Rubén nos puso en alerta de lo que estaba pasando en la calle con un entusiasta “¡Está llena de policías!”.
A toque de corneta, vimos cómo decenas de agentes acordonaban a la carrera varios portales y prohibían salir a sus ocupantes, provocando alguna que otra disputa a gritos. Otro grupo de agentes, no muy coordinados, bloquearon los accesos a la calle con barreras metálicas. Desde las esquinas, un par de oficiales explicaban por altavoz que aquello era un “confinamiento inesperado” –también bautizados popularmente como “emboscadas”–, la última y polémica estrategia adoptada por las autoridades hongkonesas para atajar la propagación del coronavirus. En total, la operación duró de siete de la tarde a seis de la madrugada. En ese periodo de tiempo, los 330 residentes de once edificios vecinos (el nuestro se libró por los pelos) se sometieron a una prueba obligatoria del coronavirus en las carpas montadas en cuestión de minutos en plena calle. Al que se negaba, le esperaba una multa de 540 euros. Tras tomarles los datos y colocarles una pulsera identificativa, pudieron regresar a casa para descansar y esperar un mensaje de texto con el resultado. Menos uno, todos dieron negativo, y para la hora de apertura de las tiendas del barrio, el dispositivo se había esfumado.
La gestión de la crisis del coronavirus en Hong Kong, un territorio chino semiautónomo con 7,5 millones de habitantes, es agridulce. Por un lado, sus cifras son reseñables (unos 10.550 infectados y 186 fallecidos desde enero del año pasado), sobre todo si se comparan con las de otros países más afectados. Pero por otro, las restricciones impuestas con cada ola –cierre total de colegios, centros de ocio y deportivos, prohibición de reuniones públicas con más de dos personas o cuarentenas de 21 días en un hotel para los llegados del extranjero– han provocado graves perjuicios económicos y sociales, que se suman a un 2019 que fue muy complicado por las protestas callejeras y la inestabilidad política.
Desde el mes pasado, con la ciudad inmersa en su cuarta ola, las autoridades también comenzaron a recurrir a los confinamientos exprés. El primero tuvo lugar en Jordan, un barrio densamente poblado famoso por el animado mercadillo nocturno, sus restaurantes y karaokes callejeros y sus viejos y roñosos edificios de apartamentos, muchas veces subdivididos ilegalmente en infames piezas de cinco metros cuadrados –o menos– en las que se cobijan los más desfavorecidos.
Los agentes volvieron a nuestro barrio y en unas horas nos hicieron la prueba a 2.158 residentes
Tras detectarse 160 casos en la zona, las autoridades desplegaron a 3.000 funcionarios para aislar y hacer la prueba a 10.000 residentes durante un fin de semana, entre los que se localizaron trece positivos. Sin embargo, el problema fue que sus planes fueron filtrados a la prensa varias horas antes, lo que dio pie a que numerosos vecinos –incluidos algunos en situación irregular– aprovecharan ese tiempo para abandonar el barrio y escapar de incómodas preguntas.
Para evitar episodios similares, decidieron optar por esos confinamientos sorpresa, en los que los agentes llegan sin avisar para que nadie se esconda. Desde entonces, ha habido unos quince en diferentes puntos de la ciudad, en los que se han hecho tests a miles de personas y apenas se ha localizado una decena de positivos. Se espera que el ritmo continúe como mínimo hasta la celebración del Año Nuevo lunar la próxima semana.
La nueva táctica no está exenta de polémica. Entre las críticas están el alto coste que acarrea para el escaso número de casos localizados, que no detectan a los que se están incubando el virus o la ansiedad que causan en vecinos y negocios, con algunos clientes molestos por haber tenido que pasar la noche atrapados en el local donde se estaban tiñendo el pelo o comprando. Aun así, otros se muestran satisfechos por saber que su barrio se queda “limpio” de infectados y se reducen las posibilidades de contagio.
Aunque los criterios seguidos para acotar un área no se han hecho públicos, la prensa local ha publicado guías con señales indicativas. Entre las más citadas están que se hayan detectado casos previos en la zona o en las muestras tomadas de las aguas residuales y que abunden los edificios antiguos con unidades subdivididas o sin mantener correctamente.
Llegan sin avisar para que nadie se esconda, montan la carpa en minutos y al que se niegue al test, multa
Pero puede haber sorpresas. El jueves pasado las autoridades regresaron a nuestro barrio para realizar una operación mucho más extensa que la primera, y otra vez fue Rubén quien se percató de su presencia. En tan solo unas horas, nos hicieron la prueba a los 2.160 residentes de 240 bloques en los puestos erigidos en una cancha de baloncesto. Ya en la cama, era inevitable preocuparse ante la posibilidad de un positivo, que obliga al infectado, aunque sea asintomático, a ingresar en el hospital, y a sus convivientes a pasar una estricta cuarentena en un centro gubernamental. La tranquilidad llegó de madrugada con un mensaje escueto: negativo, el mismo que recibieron otros 2.158 vecinos.