Un rebaño dorado de ovejas se cuela suavemente entre un Mercedes negro y un Volga plateado, en un pueblo cualquiera de Azerbaiyán. El pastor joven, diestro con la vara, las lleva en sentido contrario a “la guerra”, que hasta hace un mes empezaba a media hora de allí. Mientras, en la hermosa Bakú, muchísimo más lejos en todos los sentidos, jerarcas y soldados azeríes acaban de celebrar el desfile de la victoria contra los armenios.
Pero las arengas no han terminado y mientras el invitado de honor, el presidente turco Recep Tayyip Erdogan, generaba quejas diplomáticas al lamentar la escisión de Azerbaiyán –Irán cuenta con provincias azeríes– su homólogo y anfitrión, Ilham Alíyev, no le iba a la zaga, exclamando que hasta la capital de Armenia, Ereván, les pertenece.
Sin embargo, la noticia del día, de todos los días desde hace un mes, es una instantánea que llevaba allí veintisiete largo años, sin revelar. La implacable destrucción de Agdam, Fuzuli y hasta siete capitales de distrito, así como trescientos pueblos azeríes, recuperados por Bakú en la reciente campaña bélica.
Esta ha dado acceso a uno de los episodios más dolorosos e injustificables de la contienda de los noventa. En ciudades abrumadoramente azeríes, como las arriba citadas, las casas que resistieron al intercambio de proyectiles fueron saqueadas y luego derribadas una por uno por los armenios entonces victoriosos.
Su población fue forzada a huir, con el único objetivo de ampliar el perímetro de seguridad de la autoproclamada república de Artsaj. “No les perdonamos y no podremos volver a vivir juntos. Espero que les caiga una maldición”, explica en su primera visita en veintisiete años a su pueblo Aida, una maestra en la raya de los sesenta, tocada con un gorro chic.
Aida ha tenido media vida para aplacar su ira y la sirve serena, pero blanco sobre negro. Está tan desubicada por la destrucción absoluta a su alrededor, que se declara incapaz de ubicar su casa desde la mezquita de ciento cincuenta años. Esta se mantiene en pie por solo dos motivos: porque fue usada como pocilga, para mayor humillación y porque sus minaretes servían de referente a la artillería armenia en retirada. Rodeada de escombros, Aida responde como un rayo cuando se le pregunta si le gustaría regresar. “Claro que volveré a vivir aquí”.
Junto a ella, Mehmet, reciclado como electricista en uno de los campos de desplazados, mantiene la cabeza gacha todo el rato, con los ojos húmedos. Perdió a un hermano y a otros familiares. “Lo que más deseo es poder visitar pronto el cementerio”. Las minas aún no lo permiten.
Un ganadero algo más joven se muestra igualmente impactado por el regreso a la ciudad que tuvo que abandonar de joven, como otros cuarenta mil vecinos. Cinco veces más en todo el distrito. Muchos miles han muerto sin poder volver. “Sus almas aún andan por esta tierra”.
“El desminado completo de los campos llevará entre cinco y siete años”, dice el responsable del departamento creado al efecto. Una decena de minas antitanques están arrinconadas en el que era el último punto de control azerí. Las trincheras son largas y profundas, bordeadas por costras de tierra y sacos.
A un lado, el último campo de algodón azerí blanquea aquí y allí el paisaje ceniciento, con una ternura a destiempo, porque la cosecha se perdió casi entera, al estallar la guerra en plena temporada. Justo al otro lado del puesto de control, se labra ya en la primera media hectárea desminada.
De pronto, se oye un estallido y, desde allí donde empezaba Artsaj, sube una columna de humo. Han hecho explosionar una mina. Poner los pies fuera del asfalto es una temeridad. A los lados, piedras pintadas de rosa marcan los límites exiguos ensanchados para la vida, en todo caso, no más de uno o dos metros.
Cientos de miles de familias azeríes, en los campos de desplazados de Güzanli, Chiragli o Baharli, vivieron con exaltación los sucesos de los últimos dos meses y medio. También con amargura, cuando se les ha revelado que la llave de su casa que guardaban como oro en paño, no sirve más que de recuerdo. En sus pueblos y ciudades ya no hay cerraduras, ni puertas, ni más que paredes derruidas o a medio derribar. Y por supuesto no hay techos.
Un celo destructor –pese a las paredes de piedra de más de un palmo– que ha dejado atónitos a los azeríes. Aunque no tanto como el descubrir que, en veintisiete años, los armenios nunca construyeron nada, ni cultivaron nada, ni empezaron nada, ni trajeron a nadie, al paraíso de su infancia del que les expulsaron.
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Desde lo alto de los dos minaretes de Agdam, el panorama es sobrecogedor. En una ciudad donde gustaban de organizar grandes bodas, no hay más que silencio y edificios derribados con inquina, hasta donde alcanza la vista.
El panorama de campos moribundos es aún más deprimente al adentrarse en el distrito de Fuzuli, fronterizo con Irán. Este era famoso por sus uvas, pero solo quedan miles de estacas clavadas, sin vides, crucifixiones redundantes para una tierra muerta.
Queda un tanque destruido de edad inclasificable y ya herrumbroso. El policía dice que no es de la guerra anterior, sino de esta. Que un misil le cayó encima, a pocos metros de otra visita obligada. Otra mezquita de piedra que aún huele a establo, aunque las boñigas de dentro hayan sido barridas.
Enseguida se hace evidente que los armenios capturaron las tierras más fértiles, en las estribaciones del Alto Karabaj. Tan ubérrimas que abundan los proyectiles hincados en ángulos inverosímiles, tras no explotar. Algunos tan largos como un hombre.
Un embalse en mitad del que debe ser uno de los parajes más bellos del Karabaj, justifica a medias el valor estratégico. Algo más al norte, lo que hay es Fuzuli, otra capital de distrito –los armenios han perdido cuatro en liza y ha sido forzada a ceder otras tres, además de la histórica ciudad de Susha–. Fuzuli es hoy, mucho más que Agdam, una ciudad en vías de ser reabsorbida por la maleza.
Si en los pueblos abolidos los restos de paredes –de piedra pero sencillas– podían recordar a ruinas de alguna civilización absuelta por las lluvias, al llegar a Fuzuli se adivinan algunas fachadas primorosas. Lo que fuera la sede de un diario, o del Club de Cultura de época soviética o del KGB. Todas ellas ganadas por la maleza. Ahora ya sin tableros de ajedrez, ni kompromats , ni nada humano y perecedero.
En el cementerio, solo la tumba en ruso con una estrella permanece intacta. A la escultura de un hombre le han volado los sesos.
Poco antes, en la que fuera la base avanzada armenia, hay casquillos de bala por el suelo. Y un proyectil de dos metros de color azul cielo, que aterrizó también sin explotar. Hay casquillos de bala frente a la pared más sólida.
Quedan también algunos carteles en armenio, un arbolillo de Navidad ahora inútil y una docena de coches para el desguace.
Los azeríes, que fueron humillados militarmente hace un cuarto de siglo, han logrado cambiar las tornas, tras consolidarse en los últimos catorce años como potencia exportadora de gas. Ahora hablan como si la recuperación de todo el Karabag fuera ya una realidad sobre el terreno.
“Los armenios que hayan nacido aquí, pueden seguir viviendo aquí, pero no los que han traído de Armenia, del Líbano o Siria”, sentencia Rovlan, cuyos padres son del distrito de Agdam.
Rovlan, que ahora guía a extranjeros, había estado en el pueblo de pequeño, pero no lo recordaba. Ahora está feliz porque el acuerdo de paz con Armenia obliga a esta a pagar reparaciones, aun siendo un país pobre. “Ese no es nuestro problema”.
Este exluchador deportivo no ignora las matanzas de armenios durante los estertores del imperio otomano y el miedo atávico resultante. “Pero que les pidan cuentas a los turcos, no a nosotros, los azerbaiyanos. ¿Por qué nos hicieron esto?”.
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En el refinado centro de la capital, Bakú, donde uno puede pasear horas sin ver un alminar, cuesta aún más de creer. Pero luego, en dirección a “la guerra”, en un pueblo tras otro, no se ven mujeres por las calles.
Y las carnicerías exhiben carne de res colgada de un garfio a pie de carretera. No en vano, la temperatura ambiente es idéntica a la de un frigorífico. Entre tanto, un conflicto se ha descongelado.