Trump no es un dictador. Es el líder del caos. Ha habido muchas analogías y advertencias sobre la instauración de un régimen autoritario trumpista en EE.UU. Sin embargo, las características más relevantes de Trump son lo contrario de lo que hacen los típicos gobernantes autoritarios: imponer el control político del gobierno sobre la economía, la educación, la cultura, la información y los límites de la vida privada de los ciudadanos.
Por el contrario, Trump es una versión multiplicada del principal lema de Reagan: “El gobierno no es la solución a nuestros problemas; el gobierno es el problema”. Hace cinco años, Trump se presentó como un outsider cuyo principal enemigo era el establishment, es decir, políticos convencionales, burocracia civil, ejército, diplomacia y medios de comunicación. Una vez en Washington, no ha dejado de lanzar su retórica abusiva y ofensiva, de rechazar las reglas del juego democrático, de pelearse con el Congreso y otras instituciones y de beneficiarse personalmente de los asuntos gubernamentales. Se ha convertido en un infiltrado para volar el gobierno desde dentro.
En lugar de fortalecer al gobierno para aumentar su control, su principal logro legislativo es un recorte de impuestos. Ha llamado a los soldados “perdedores” y “pringados”, y está en conflicto con los jefes militares y de seguridad. Si su propósito fuera convertirse en un dictador, podría haber tomado la pandemia como una excusa para ampliar sus poderes. En lugar de ello, se ha negado a tomar el control de la crisis y ha descartado los consejos de los expertos sanitarios de introducir más regulaciones. No usa el Estado profundo, lo combate.
Su política no tiene ideología. Algunos filósofos estilizados podrían tener la tentación de etiquetarlo como libertario o antipaternalista. Pero cuando uno de sus aduladores en televisión le preguntó cuáles serían sus prioridades para un segundo mandato, Trump se quedó ofuscado, incapaz de pronunciar una palabra con significado. Por primera vez la Convención Nacional Republicana que lanzó su candidatura para la reelección fue disuelta sin ni siquiera adoptar un nuevo programa.
Hay diferentes tipos de partidarios de Trump, pero casi ninguno puede considerarse militante de una causa ideológica. Por supuesto, está la turba que asiste a sus mítines y le pone gran pasión, que apenas suma el 2% del electorado y Trump desprecia como “esa gente repugnante”. Los lunáticos de la extrema derecha o del supremacismo blanco siempre han estado ahí y no pueden promover un movimiento; las calles pertenecen a los manifestantes anti Trump.
Cuenta, en primer lugar, con el apoyo temporal de cínicos republicanos tradicionales que dan prioridad al recorte fiscal. Hay también seguidores incondicionales del presidente en el cargo, sea quien sea, a quienes les gusta estar cerca del poder. Se adaptarían a cualquier chamán que empuñara el altavoz de la Casa Blanca.
Los seguidores más distintivos de Trump son un cierto tipo de hombres blancos cabreados que no se benefician de los recortes de impuestos ni reciben ningún beneficio por estar cerca del poder. No necesariamente comparten la bazofia racista, xenófoba, sexista y nacionalista que Trump expele a diario. Muchos se ven a sí mismos como víctimas irremediables de los cambios sociales, económicos y tecnológicos y no vislumbran un futuro mejor en sus condiciones primarias de vida. Lo que comparten es un profundo rechazo y repulsión por casi todos los políticos y cualquier poder de hecho. Ven a Trump como un modelo de intemperancia, el mentiroso en jefe, un descontrolado, lo que les da la justificación para continuar cabreados, no cumplir las reglas y mentir también.
Trump no es un constructor de nuevas políticas públicas y normas sociales, sino el maestro del caos. Con su ejemplo desde la cumbre, da permiso a todos para comportarse sin normas, cada uno a su manera. Si fuera reelegido, EE.UU. no se convertiría en un país autoritario, como, por ejemplo, en Rusia Putin expande gradualmente el poder oficial. Trump más bien completaría la destrucción del funcionamiento regular de las instituciones y aumentaría el desgobierno. EE.UU. no se conver-tiría en una amenaza de guerra ni en un Gran Hermano orwelliano. Sería el mal ejemplo más visible en el mundo de desorden y desmadre general.