Su dolor es nuestra estética
CABARET VOLTAIRE
Acercó su móvil al rostro del piloto y lo detuvo a pocos centímetros de los labios.
El fotógrafo estadounidense –el primero que cubría una guerra con iPhone– buscaba la belleza.
La belleza en la expresión de un piloto recién abatido, en un rostro que el impacto –saltó con el Sujói en vuelo invertido– había arrancado limpiamente del hueso y colocado en el suelo como una careta, con su piel, sus cejas, sus labios. Como una máscara emergiendo de la arena.
El sol sonreía al retratista: la última luz de la tarde libia, horizontal y cálida, acariciaba esa piel.
Más inquietante que el cadáver del piloto era ver cómo el fotógrafo intentaba arrancar hermosura en un rostro recién arrancado del cuerpo.
Recordé al piloto abatido y al iPhone hace unos días, cuando llegó a la redacción la imagen del fotógrafo Bulent Kilic de la agencia AFP que ilustra esta página: el Estado Islámico retirándose de su último enclave en el norte de Siria. Como en la caída del Sujói en Libia, también aquí el último sol del desierto sonreía al fotógrafo. Un éxodo encabezado por una pietà que Miguel Ángel habría esculpido a gusto.
¿Cuánta belleza hay en el cadáver de un piloto abatido? ¿Cuánta en un yihadista derrotado?
“Pensé en una estatua fundida en bronce. Tenía un hermoso rostro, con la cabeza bellamente formada cubierta de pelo corto, rizado, y parecía más una obra de arte que un ser humano”, escribió el sacerdote canadiense F. G. Scott al encontrar en las trincheras de Ypres, durante la Primera Guerra Mundial, el cadáver de un joven soldado cubierto por una capa de polvo amarillo.
Se han pintado incontables lienzos y escrito incontables versos a los cuerpos rotos por la artillería.
En la Guerra Civil española, el poeta inglés Stephen Spender, marxista y sensual, describió fascinado el cadáver de un soldado, casi adolescente, caído bajo un olivo.
“Las armas dictan la última razón del capital / Sobre letras de plomo en la ladera verde / Pero el chico que yace debajo del olivo / Era demasiado joven y tonto / Para que lo advirtiera ningún ojo importante / Era más bien el blanco para un beso”.
¿Por qué es necesaria la belleza para transmitir lo que nos duele? Y más incomprensible todavía: ¿Por qué lo que nos duele tiene, a veces, tanta belleza?
“Durante la guerra científica, química, cubista, en noches en que los raids aéreos se hacían terribles, pensé en Igor Stravinski y La consagración de la primavera”, escribió el pintor Jacques-Émile Blanche. Una Gran Guerra y un gran ballet rompiendo el mundo.
¿No se empaparon de belleza el director Steven Spielberg y el compositor John Williams para crear La lista de Schindler? Una hermosísima banda sonora para seis millones de muertos.
Y la belleza abre la puerta al placer: asumimos el Holocausto sentados en cómodas butacas comiendo palomitas.
En el aeropuerto de Munich he visto ofrecer en un solo paquete turístico el Oktoberfest, el castillo de Luis II y el campo de exterminio de Dachau. Todo –cerveza, hadas y crematorios– en un mismo folleto.
Hace ocho años, aquella tarde en el desierto libio, con el fotógrafo y su iPhone casi acariciando el rostro del piloto, yo también tuve que describir el cadáver. De hecho, dos cadáveres: el cuerpo del segundo piloto había perdido la cabeza entera.
Ante la contundencia de su estado, opté por la no descripción.
“Los cuerpos de los dos pilotos están ahí, separados pocos metros el uno del otro –escribí–. La descripción de su estado es innecesaria. No lleva a ninguna parte. Hace nada, esos cuerpos contenían almas que ya no están”.
“Los restos del Sujói cubren el desierto. Pero eso, en lugar de llenarlo, hace el desierto todavía más vacío”.
Así finalizaba la crónica.
Pero ni siquiera la no descripción escapa de la pulsión estética. Y eso también forma parte del dolor.