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Raqa, volver a la vida entre las ruinas

Viaje a Siria

La expulsión del Estado Islámico de Raqa se hizo a costa de la destrucción absoluta de la ciudad siria y sin tener en cuenta el día después

Una mujer siria camina por las calles de Raqa

Delil Souleiman / AFP

No es posible, por más que se busque, encontrar en Raqa un edificio entero, un edificio intacto. Entre el 6 de noviembre del 2016 y el 19 de octubre del 2017 la otrora capital del califato, una ciudad de unos dos mil kilómetros cuadrados, que tuvo más de 200.000 habitantes antes de la guerra siria, fue poco a poco demolida por bombardeos y, en el último mes, por una batalla para expulsar al Estado Islámico (EI), que la ocupaba desde enero del 2014. No hay en el mundo una ciudad de esa dimensión más devastada, más fantasmal.

Primero fue el terror del Estado Islámico, y luego la llamada coalición internacional contra el EI –encabezada por Estados Unidos– y Rusia con sus ataques aéreos, cuyos efectos sobre la ciudad nunca mencionaron en sus asépticos comunicados, y mucho menos se han responsabilizado de ellos después. Raqa fue quedando despoblada, con unos 470.000 habitantes cuando la ofensiva comenzó y unos 20.000 al cabo de once meses de guerra, según la Red Siria de Derechos Humanos. Sólo así se explica el cálculo de víctimas: 1.785 civiles (548 niños) muertos por la coalición más Rusia, 758 (117 niños) por el Estado Islámico.

Raqa fue quedando despoblada, de unos 470.000 habitantes hasta unos 20.000 al cabo de once meses de guerra

“Yo soy de este barrio que se llama Al Badou, y he llorado mucho. Pero no tanto por ver mi casa destruida como por la destrucción de toda la ciudad”, dice el joven Bashar, que un día fue estudiante de historia. En la calle Al Guetar, a la que se accede al poco de entrar por el norte recorriendo una avenida desierta flanqueada de ruinas, hay dos casas, que un día tuvieron cuatro plantas, entre montañas de escombros. Una era la de Bashar y otra, la de Abdul Fayad.

En la de Bashar aún hay cadáveres, que él cree son de yihadistas porque se encuentran por ahí una casaca y un chaleco militar, pero de entre los restos de un techo desplomado emerge un pie de un niño o una niña. En la de Abdul Fayad, que alquilaba todo el edificio, asegura él que sacaron 68 cadáveres, todos de civiles menos el de un yihadista “que estaba fuera”. Este hombre, que huyó como muchos en marzo del 2017, ha alquilado ahora una excavadora, y se queja de un ayuntamiento casi invisible porque “no ayuda nada”. Se ven muy pocas máquinas trabajando para desescombrar, pero lo cierto es que son muchas las calles, al menos las principales, que han quedado despejadas.

El futuro de la administración de la ciudad es incierto

El futuro de la administración de la ciudad es incierto y depende de momento de un consejo civil organizado con las fuerzas vivas locales por el Partido de la Unión Democrática, rama política de las milicias YPG, las Fuerzas Populares de Protección de los kurdos de Siria, que fueron la punta de lanza en la reconquista de una ciudad que no pertenece a su territorio natural del Kurdistán sirio. Estados Unidos aglutinó a las YPG con milicias árabes para formar las llamadas Fuerzas Democráticas Sirias o FDS con el fin de barrer a los yihadistas.

A lo que le ve futuro el señor Abdul Fayad es al negocio inmobiliario. No le había ido mal con el EI; tres de las familias de inquilinos que tenía habían sido traídas desde Palmira. No quiere “hablar de política” pero sí afirma que “esto no ha sido una liberación, ha sido una destrucción”.

Es una opinión compartida, incluso por extranjeros que han visto Raqa. ¿Cómo se puede liberar a nadie así? El joven Bashar, que huyó a Turquía y hoy es soldado de las FDS, dice muy serio que no sabe nada pero posiblemente ha oído algo del pacto secreto de sus actuales empleadores con el que se permitió la salida, entre el 13 y el 19 de octubre, de un número incierto de yihadistas con sus propias familias y otras como rehenes –unos 4.000 civiles– de Al Badou y de otros dos barrios en un convoy de camiones hacia la frontera iraquí de la provincia de Deir Ezzor, hoy último reducto del EI.

El estadio de Raqa fue el lugar donde se libró uno de los últimos combates. También era una cárcel, como el bombardeado palacio de la Gobernación, y la entrada está sembrada de hojas de formularios del diwan de justicia, con el famoso sello, blanco sobre negro, del pretendido califato: número de caso, procedimiento judicial, resumen del caso, denuncia, alegaciones… También hay cuartillas para las excarcelaciones: nombre, nombre de la madre, teléfono, estuvo preso de tal a tal fecha.

Hay 45 rayas grabadas en una pared de yeso de una celda de tres por dos metros y en la de enfrente, un texto coránico. En otra hay un nombre y un número de teléfono fijo al que ya no se puede llamar hoy. En el suelo hay un agujero del que emerge el borde de una cañería: las celdas, cubiertas con una reja y planchas de madera, debían estar destinadas a retretes en el sótano del estadio, un largo pasillo donde hubo mezquita, salas de adoctrinamiento, tal vez de tortura, y tres túneles profundos rodeados de sacos terreros. Nadie se ha metido en ellos a explorarlos. En una pared alguien escribió “Estado Islámico de Irak y el Levante” con faltas de ortografía.

“No me puedo imaginar que fueran gente instruida, que cobraban buen sueldo y que no supieran ni escribir”, dice un chaval sonriente, Ahmed Hasan, mientras un grupo de hombres remueve con palas el terreno de juego. “Hoy es el primer día que se limpia, porque hay fragmentos de la guerra, pero en una semana podremos jugar. Con el EI podíamos jugar a fútbol pero sólo con pantalones por debajo de la rodilla, estaba prohibida la tele y la música. Si te cogían con algo, te daban un curso islámico de quince días y 25 latigazos, y garantizo que después de la primera no había una segunda vez”.

Ahmed Hasan, que dice tener 17 años, trabajaba de albañil y nunca fue a una escuela antes del Estado Islámico ni tampoco a las que los yihadistas montaron. Ahora es miembro de un Comité de Juventud y Deportes con el que espera que “los jóvenes abran su mente al mundo y aprendan a leer y escribir”. Lo ha creado un comandante kurdo de las FDS del que ha aprendido términos de herencia comunista como “rafik”, camarada.

“Cuando había ejecuciones yo nunca iba, no podía aguantar eso”, dice Ahmed. La plaza Al Naim, una amplísima rotonda donde las milicias kurdas, la masculina y la femenina, han plantado sus banderas, era el lugar. Como si estuviera maldito, no vive un alma en las muchas manzanas de alrededor, no pasa nadie por aquí. Pero hay una pequeña tienda de bebidas y lo que queda de un colmado de los de toda la vida. Sus dueños no quieren hablar del EI, tan sólo uno de ellos aventura que “si abrimos, eso animará a la gente a regresar” y asegura que tres familias volvieron hace una semana, a la vuelta de la esquina.

Muy cerca, en otra pequeña rotonda, sí hay movimiento. Un puesto de frutas y verduras, otro de aceitunas, una joyería minúscula en la que tres mujeres veladas por completo se interesan por unos pendientes y un carrito con comida caliente en el que su dueño, de rostro fatigado y triste, ha prendido un ramo de flores: “Hoy todo está tranquilo, gracias a Dios, pero la cosa está muy difícil”.

El chico del estadio, el hombre del colmado, el joyero que asegura no tener los famosos dinares de oro y plata del califato, son signos extraordinarios de vuelta a la vida. Las gentes de Raqa, dispersas por campos de refugiados, yendo de un lugar a otro por casas y habitaciones desocupadas en las que han ido encontrando cobijo en los pueblos de alrededor hasta el regreso de sus dueños, luchan por levantarse por sus propios medios. En la calle Al Guetar, la de Bashar, extraen nervios retorcidos de hierro de los terrones de hormigón para enderezarlos con una máquina y venderlos a quien quiera reconstruir su vivienda.

Sin ayuda del exterior, sin nadie que les guíe, las familias están volviendo a casa, sobre todo en los barrios pobres del extrarradio, que aparecen como los menos afectados en un mapa de la destrucción de Raqa donde los puntos rojos y amarillos –según el grado de ruina– cubren totalmente la ciudad. Los barrios pudientes del centro siguen vacíos.

Volver al hogar es un primer paso, imprescindible, para recuperar la dignidad. Incluso en medio de la nada. Pero los yihadistas dejaron la ciudad, las viviendas, sembrada de minas y bombas trampa. Cuando el padre entra en la casa y la bomba explota, el efecto para una familia que ya lo ha perdido casi todo es absolutamente devastador. Un equipo de Médicos sin Fronteras (MSF) que llegó a Raqa el 26 de octubre es el único que, con un hospital y un centro de emergencias en la ciudad para los primeros auxilios –cortar las hemorragias– y un servicio de ambulancias capaz de trasladar a los heridos al hospital de Tal Abyad en hora y media, es lo único con que se cuenta.

Pero son las propias familias las que han de llevar a los heridos hasta el centro, y algunas veces estos no han sobrevivido. “En los primeros días teníamos siete víctimas por día, hasta un máximo de once; ahora unas 25 por semana –dice el coordinador, Craig Kenzie–. Al principio, eran sobre todo hombres de mediana edad, pero ahora muchos son niños”.

Ibrahim, de 14 años, ha perdido las dos manos; Husein, de 12, la mano izquierda; Mustafa, de nueve, tiene heridas en los pies y en el pecho, y la pequeña Bean, de seis años, ha perdido la mano derecha y un dedo de la izquierda. Son los hijos de Ahmed Ibrahim y Fatima Husein Ali, que ocupan tres camas en una acogedora habitación del hospital de Tal Abyad con dibujos infantiles en las paredes. El 28 de enero, la familia había regresado a su casa, a dos kilómetros de Raqa, después de pasar diez meses en Qamishli, cerca de la frontera de Irak. El 18 de febrero, los niños jugaban en la calle; encontraron algo que el padre define como “un cable” y lo llevaron a casa. Explotó.

“Aquí nos ofrecen medicinas, alimentos, de todo –dice Ahmed Ibrahim–. Yo prefiero tener paciencia. Trabajo en Raqa haciendo limpiezas, con contratos de tres meses, y vivimos en el campo. No hay servicios allí para los niños, así que cada día que pasamos aquí puede compensar un año para los niños”.

Solamente tres compañías de desminado trabajan en Raqa. Una, ROJ, fue creada por las milicias kurdas YPG; otra es la británica MAG, y la tercera es Tetra Tech, dicen que contratada por el Departamento de Estado norteamericano. Según el portal Al Jumhuriya, el personal de las dos extranjeras se fue de vacaciones de Navidad a pesar de que la gente estaba retornando a Raqa.

“Hay hombres jóvenes que, quizás porque han tenido suerte desactivando una bomba trampa en su casa, se ofrecen para hacerlo por 10 o 15 dólares; eso da una idea de la desesperación que sufre esta gente”, dice Craig Kenzie. Desesperación, ansiedad, miedo, reyertas, violencia doméstica… A los traumas del terror y la guerra se van sumando otros nuevos.

Sí, Estados Unidos y Rusia, con los aliados kurdos de Siria, han expulsado al Estado Islámico de la gobernación de Raqa. Han gastado millones en ello, pero nadie ha tenido en cuenta las responsabilidades del después. No se ven siquiera carteles advirtiendo del peligro en las calles de Raqa, ni tan sólo en el parterre de la plaza Al Naim, que no ha sido inspeccionado.

Y mientras, los yihadistas siguen arruinando vidas como las de los hijos de Ahmed Ibrahim, quien sin embargo todavía da gracias a Dios y dice que “quizá soy el único de Raqa que ha tenido este tipo de accidente”.