Desde que Ciro II el Grande (c. 600-530 a. C.) unificara a las tribus de la región, Persia ha tenido multitud de emperadores. Los ha habido medos, partos, sasánidas…, incluso Alejandro Magno (356-323 a. C.) se autoproclamó rey de Asia tras conquistar Persépolis. Luego llegaron los musulmanes, islamizando a un pueblo que hasta entonces había profesado el zoroastrismo, e inaugurando un milenio de dominación extranjera.
No fue hasta el siglo XVI cuando una nueva dinastía, la safávida, logró emular los tiempos pasados resucitando el Imperio persa; esta vez, en su versión musulmana chií. El último sha fue Mohamed Reza Pahlevi (1919-1980), derrocado en 1979 tras la Revolución Islámica.
Sin embargo, cuando nos referimos a los persas la mayoría piensa en los que aparecen en películas como Alejandro Magno (2004) o la muy fantasiosa 300 (2006). Es decir, siempre como los malos malísimos.
Esos son los de la dinastía aqueménida, la época de mayor esplendor. La mala prensa, por cierto, se la deben a los griegos, para los que fueron una amenaza constante. Por eso historiadores como Heródoto (c. 484-c. 425 a. C.) nos dejaron un relato sobre ellos un tanto viciado, el de una monarquía corrupta, decadente y acaparadora de riquezas.
Hoy, aunque mucho de lo arqueológico sigue enterrado bajo ciudades modernas como Erbil o Hamadán, sabemos un poco más sobre los aqueménidas. Sobre todo gracias a la traducción de la inscripción de Behistún, que permitió acceder a textos en escritura cuneiforme (persa antiguo, elamita y babilonio) y conocer la historia de primera mano.
Las vidas de sus emperadores, envueltas en violencia, nos explican cómo se formó la que muchos consideran la primera superpotencia de la historia.
Ciro el Grande
El conquistador bueno
Cuando Ciro II el Grande heredó el reino de Anshan, los que ejercían el poder en la meseta iraní eran los medos. Les duró poco, exactamente hasta que Ciro unió a varias tribus en un ejército capaz de arrebatarles su capital, Ecbatana. Corría el año 550 a. C. No se detuvo ahí. Conquistó también Siria, Judea, Asia Menor y Babilonia, que era la heredera de la primera civilización conocida.
Quizá por eso no entró en la capital a sangre y fuego, sino que se hizo coronar rey de los babilonios. Es algo que haría con todos los pueblos conquistados, respetar sus leyes y cultura para asegurarse su sumisión. Por eso es recordado, además de como el fundador de Persia, como un gobernante prudente. Incluso el Tanaj (el libro sagrado del judaísmo) le dedica alabanzas, asegurando que fue él quien liberó a los judíos de Babilonia, cautivos desde la toma de Jerusalén por parte de Nabucodonosor II (c. 642-562 a. C.).
Cambises II
De la anexión de Egipto al suicidio
Muerto Ciro guerreando contra los masagetas en Asia central, Cambises II (¿?-522 a. C.), su hijo, se embarcó en la conquista de Egipto, el único Estado independiente que quedaba en Oriente. Después de asegurarse la colaboración de las tribus árabes, que proporcionaron agua a sus tropas en la marcha a través del desierto del Sinaí, la campaña empezó en el año 525 a. C.
El encuentro decisivo tuvo lugar en Pelusio, una ciudad situada en la desembocadura más oriental del Nilo, lugar por donde habían invadido. Los únicos datos son del historiador griego Ctesias, contemporáneo a los hechos, que aseguró que cayeron cincuenta mil egipcios y siete mil persas. Fue una contienda épica, que precipitó el fin y la ejecución del faraón Psamético III.
Sin embargo, a Cambises la campaña en África le salió cara. Aprovechando su ausencia, un usurpador llamado Gaumata (c. 522 a. C.) se hizo pasar por hermano suyo y tomó el poder. Al menos, eso explica la inscripción de Behistún –probablemente, una invención de Darío I–, que también afirma que un Cambises desconsolado decidió quitarse la vida.
Darío I
Un imperio gigante
La rebelión acabó cuando Darío I (c. 550-486 a. C.), que posiblemente estaba emparentado con la familia imperial, logró derrocar al impostor y sofocar varios conatos de secesión. Para evitar que aquello se repitiera, llevó a cabo reformas administrativas dirigidas a cohesionar el Estado y puso a miembros de su familia al frente de las satrapías (gobiernos regionales).
En el terreno militar, amplió sus dominios con la conquista de Tracia –al este de los Balcanes– y de la India. Intentó hacer lo mismo con las ciudades-Estado griegas, con las que competía por el dominio del Mediterráneo y el trigo de las costas del mar Negro. No pudo, porque en 490 a. C. fue derrotado en la célebre batalla de Maratón, cuando ya estaba a pocos kilómetros de Atenas. Aun así, de Pakistán a Egipto y de Arabia a Turquía, su imperio se convirtió en el mayor que había visto la historia.
Jerjes I
Humillado en las Termópilas
En 480 a. C. Jerjes I (c. 518-465 a. C.) se dispuso a vengar la derrota de su padre mandando un vasto ejército a Grecia. Para no repetir el error de 492 a. C., cuando la flota aqueménida naufragó tratando de bordear la península del monte Athos, mandó construir un canal para que sus cuatro mil buques la atravesaran de forma rápida y segura.
No encontraron oposición hasta llegar a las Termópilas, donde trescientos espartanos y unos miles de griegos de otros puntos aprovecharon el estrecho desfiladero para hacerles frente. Mucho se han exagerado los números de esa gesta, que Heródoto cifró en dos millones y medio de soldados persas; hoy la cifra se sitúa en torno a los trescientos mil. Sea como fuere, para los griegos fue un sacrificio épico, que ha trascendido como un símbolo de patriotismo e ingenio militar.
Por supuesto, Jerjes ganó, continuando su avance hasta saquear Atenas. Pero poco después sufrió un revés en la batalla naval de Salamina que cortó sus líneas marítimas de suministro. Esto dio un respiro a la alianza griega, que en 479 a. C. venció a los persas en Platea; esta vez, con un ejército en condiciones.
Artajerjes III
El intento de salvar el Imperio
El fracaso de la empresa de Jerjes marcó el final de la etapa de expansión y abrió una crisis interna. Tras sucesivas disputas dinásticas y reinados cortos, Darío II (¿?-404 a. C.) logró imponerse en 424 a. C., pero tuvo que invertir su reinado en sofocar las constantes revueltas en las satrapías más occidentales. Cierto es que su hijo Artajerjes II (c. 445-c. 359 a. C.) pudo recuperar Asia Menor y Chipre, pero el Imperio tendía a empequeñecerse.
Cuando Artajerjes III (¿?-338 a.C.) accedió al poder, después de asesinar a toda la familia real, se dispuso a invertir la tendencia recuperando Egipto. Lo intentó por primera vez en 351 a. C., pero, tras un año de guerra, su expedición fue aplastada, lo que desencadenó nuevos levantamientos en casa.
Hasta que no los hubo sofocado no pudo lanzarse de nuevo por Egipto, nueve años después. Convocó unas huestes numerosas, pero no se preparó tan bien como lo había hecho Cambises años antes, y el árido Sinaí mató a muchos de sus hombres. Aun así, al final los números se impusieron y derrocó a Nectanebo II (c. 380-c. 340 a. C.), el último faraón verdaderamente egipcio.
Darío III
Una derrota aplastante
Darío III (c. 380-330), un miembro lejano de la dinastía reinante, se hizo con el trono de carambola. Según el historiador Diodoro (s. I a. C.), fue gracias a las maquinaciones del visir (consejero) Bagoas (¿?-336 a. C.), que había envenenado a sus dos predecesores. No pudo hacer lo mismo con Darío porque este se le adelantó.
Darío recibió un imperio inestable, a merced de sátrapas desleales y de revueltas aquí y allá. Solo pudo reconquistar Egipto –hacía poco que se había vuelto a independizar– antes de protagonizar el descalabro absoluto.
Unos años atrás, Filipo II de Macedonia (382-336 a.C.) había unido a los estados griegos por la fuerza, allanando el camino para que su hijo Alejandro Magno acabara de una vez por todas con Persia. El joven rey empezó por Asia Menor, siguió por la costa del Mediterráneo y luego descendió hasta Egipto, saliendo victorioso en todas las ocasiones.
Finalmente, el 1 de octubre de 331 a. C. ambos ejércitos se encontraron en Gaugamela (actual Irak) para una batalla definitiva. Alejandro solo contaba con cincuenta mil de los suyos, frente a doscientos cincuenta mil persas, pero su genio militar hizo que Darío saliera huyendo. Con el camino libre, los invasores se adentraron en el país del fugado y pusieron fin a la dinastía aqueménida.