Magdalena de San Jerónimo, la sádica que torturó a las “descarriadas”

Prisiones para mujeres

A esta dama del Siglo de Oro le preocupaba que las mujeres no pudieran ser condenadas a galeras. Por eso fundó unas cárceles que fueron el paradigma del sadismo

El origen de la expresión “no dar un palo al agua” y su relación con las galeras

‘La alcahueta’, cuadro de Dirck van Baburen, 1622

‘La alcahueta’, cuadro de Dirck van Baburen, 1622

Dominio público

Juzgado con los patrones de hoy, lo que hizo Magdalena de San Jerónimo (siglos XVI-XVII) la hace parecer una sádica. Se sabe poco sobre ella, ni siquiera las fechas exactas de su nacimiento y muerte, pero sí que su nombre civil era Beatriz y que provenía de una familia noble de Vizcaya.

Por tener un nombre religioso, uno podría pensar que tomó los hábitos, pero eso tampoco está claro. Gestionó libremente su patrimonio familiar, algo incompatible con el voto de pobreza; de ahí que la historiadora Isabel Barbeito insinúe que pudo tratarse de una terciaria, es decir, de una laica vinculada a una orden.

La infanta Isabel Clara Eugenia, por Alonso Sanchez Coello, 1579.

La infanta Isabel Clara Eugenia, por Alonso Sanchez Coello, 1579.

Leemage/Corbis via Getty Images

Estuvo muy bien relacionada, tanto con la corte de Felipe II como con la de su hijo Felipe III. De hecho, llegó a ser consejera de la hija del primero, Isabel Clara Eugenia, que fue gobernadora de los Países Bajos.

El caso es que pasó a la historia por haber fundado unas cárceles de mujeres con un régimen tan severo que hasta a sus contemporáneos les pareció exagerado. 

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Magdalena de San Jerónimo superó a los hombres en brutalidad, pues el otro gran “consejero” de la época en materia penitenciaria proponía una alternativa mucho más laxa. Por ser más débiles físicamente, Cristóbal Pérez de Herrera pensaba que no se las podía maltratar como se hacía con los varones.

Y lo más importante, en ningún momento insinuó que tuvieran un alma más maligna, como sí pensaba Magdalena. Si se trataba de prostitución, cargaba la culpa sobre ellas, acusándolas de ser “bestias fieras” que salían a “buscar la caza”, es decir, a por “los miserables hombres que van descuidados”.

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En el trabajo Magdalena de San Jerónimo: ¿muger contra mugeres? (1993), la medievalista Eukene Lacarra nos advierte de que en la España de los Austrias no existía la cárcel como castigo permanente.

Desde las Partidas de Alfonso X el Sabio, de mediados del siglo XIII, los acusados solo permanecían en ellas hasta que se dictara sentencia –nunca más de dos años–, que podía ser una multa, torturas, el destierro, remar en galeras y en muy raras ocasiones el encierro.

Galeotes remando en un detalle de 'La batalla de Lepanto', cuadro anónimo, siglo XVII. Staatliche Museen, Berlín

Galeotes remando en un detalle de 'La batalla de Lepanto', cuadro anónimo, siglo XVII. Staatliche Museen, Berlín

Fine Art Images/Heritage Images/Getty Images

En el Siglo de Oro la condena más habitual era ir a galeras. En los años de apogeo del Imperio, la Armada necesitaba remeros, todos los que fuera posible. Los jueces los proporcionaron, aunque para ello tuvieran que forzar las leyes y embarcar a vagabundos o a simples “holgazanes”. Llegó un momento, nos dice Lacarra, en que el 72% de los galeotes (remeros) eran reos.

Y ¿qué hay de las mujeres? A la Armada no iban, porque allí las únicas damas que no estaban prohibidas eran las prostitutas. ¿Entonces? Salvo en Sevilla, donde sí había una en esos años, no existían prisiones específicas para ellas.

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Como hoy, que representan el 7,6% de la población reclusa, también entonces eran una minoría. No habiendo nada previsto para ellas, cuando una esperaba juicio lo que hacían los jueces era incumplir las Partidas y encerrarla junto a los hombres.

Algún lugar para las mujeres era una necesidad. La ocasión surgió en Valladolid, donde la prostitución empezaba a ser un desafío al orden y a la salud públicos. Prostitutas las había en todas las ciudades; de hecho, en algunas eran las propias autoridades municipales las que gestionaban los burdeles. El problema de Valladolid es que había demasiadas.

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En tiempos de Felipe III, aquello empeoró cuando don Francisco de Sandoval y Rojas, el todopoderoso valido del rey, logró en una de las operaciones inmobiliarias más corruptas de la historia que la corte se trasladara a la capital del Pisuerga.

Con los funcionarios, consejeros y militares llegaron más meretrices, que ya no trabajaban en la calle del Barranco y la mancebía pública –los lugares autorizados–, sino que se empezaban a desperdigar.

Retrato ecuestre del duque de Lerma, pintado durante la estancia de Rubens en Valladolid.

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Dominio público

La única herramienta de control social que existía en la villa era el convento de San Felipe de la Penitencia, que ofrecía entrar como novicias a las que quisieran dejar la calle. Ingresaban muchas, hasta el punto de que resultaba difícil distinguir a las que tenían genuina vocación de las que mejor estarían de criadas en una casa, casadas o de vuelta a sus pueblos de origen.

Surgió la necesidad de crear un centro de cribaje, donde las “recogidas” –así las llamaban– pasaran un tiempo de discernimiento antes de ingresar en San Felipe. Fue entonces cuando pensaron en Magdalena de San Jerónimo, que en 1573 ya había fundado una casa de caridad en la actual plaza de San Nicolás.

Quizá afectada por el libertinaje que había visto en Valladolid, después de eso Magdalena tuvo una idea. En 1604 propuso a Felipe III la creación de lo que ella llamaba “galeras” para mujeres. Ya no se trataba de recibir a prostitutas que acudían voluntariamente, como hacían en la casa pía vallisoletana, sino de localizar a cualquiera que anduviera delinquiendo y encerrarla.

Por lo que se desprende de su Razón y forma de la Galera y Casa Real (1608), un tratado completo sobre su propuesta, para ella el concepto de “delincuente” era muy amplio. Su protocolo empezaba por registrar a las que llegaran al municipio sin trabajo o esposo conocidos; si a los seis días no estaban ocupadas en algo legítimo, serían arrestadas. En la práctica, nos dice Lacarra, esto implicaba a cualquiera que no fuera eclesiástica, que no estuviera casada o que no sirviera de criada en una casa.

‘Razón y forma de la Galera y Casa Real…’, obra de Magdalena de San Jerónimo

‘Razón y forma de la Galera y Casa Real…’, obra de Magdalena de San Jerónimo

Dominio público

Magdalena atribuía la existencia de este “linaje de malas mujeres” a la ausencia de un equivalente femenino a la condena a galeras. Por eso llamó así a sus cárceles, porque debían reproducir las condiciones de los galeotes en alta mar.

En parte por su fama de mujer virtuosa, su plan fue acogido con entusiasmo. Desde luego, con mucho más que la alternativa benévola que había pensado Pérez de Herrera. Felipe III ordenó construir sendas galeras en Madrid, Valladolid, Barcelona y otras ciudades. No se sabe demasiado cuánto tiempo existieron, pero, gracias a los escritos de su fundadora, sí sobre la vida en su interior.

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La primera humillación se producía nada más ingresar, cuando les rasuraban el pelo y las cejas y las vestían con un sayal amarillo, el color vinculado a la prostitución. Si alguna se resistía al trabajo o causaba conflictos, se usaban látigos, grilletes, cepos, mordazas y demás instrumentos de tortura. 

Las celdas eran comunes, con jergones de paja y una o dos mantas como única protección frente a los inviernos castellanos; la dieta, a base de agua y pan duro. Sin ventanas, y con la prohibición de recibir visitas, todo sucedía a espaldas del exterior. Los estatutos incluso preveían que el pozo tuviera una cadena en lugar de una soga, para evitar que la pudieran robar y la usaran para descolgarse hasta la calle.

Como el castigo era la propia cárcel, se trataba de disuadir para evitar la reincidencia. A las que volvían por segunda vez les doblaban la condena; a la tercera, les marcaban la espalda con hierro candente; a la cuarta, les triplicaban la pena; y a la quinta, las colgaban de una horca dispuesta en la puerta, como espeluznante medida disuasoria.

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