El sentido común en palabras de Aristóteles

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Considerado el padre de no pocos saberes, Aristóteles reflexionó sobre todo, y, al hacerlo, estableció unas bases que hoy en día diríamos que son de sentido común

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Una estatua de Aristóteles

Estatua de Aristóteles

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Es un buen ejercicio pensar cuánto de lo que consideramos “de sentido común” es en realidad una herencia de Aristóteles (384-322 a. C.). Polímata, el griego transformó casi todas las áreas del conocimiento a las que se acercó, ya fueran la ciencia política, la ley natural, el método científico o la teleología, estableciendo unos principios que hoy en día damos por sentados.

¿Y qué sería el sentido común? Quizá la definición que más familiar nos puede resultar es la del ilustrado escocés Thomas Reid (1710-1796), que los consideró unos principios universales, fijos y no sometidos a crítica. Cosas que, sin necesidad de estudio o investigación, podemos distinguir como verdaderas o falsas.

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Por tratarse de afirmaciones que aceptamos como naturales sin apenas pensar en ellas, podríamos decir que son la antítesis del pensamiento crítico. Pero también una herramienta muy práctica. Como lo definió el francés Henri Bergson (1859-1941), el sentido común es un modo rápido, útil y poco perfeccionista de orientarnos en la vida.

Aunque distintas entre ellas, estas propuestas parten de una misma tradición: el pensamiento aristotélico. En su formato clásico, esta corriente lo entendía como la unión de los sentidos externos (olfato, tacto, gusto, audición y vista) y los internos (la facultad de pensar, la memoria y la imaginación). Son estos sentidos –comunes a todos los seres humanos– los que ayudarían a distinguir lo bueno de lo malo.

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Ahí está la clave: ¿por qué el adjetivo “comunes”? Porque, según decía Aristóteles, las personas tenemos una forma idéntica de percibir el entorno. Desde luego, este discípulo de Platón no inventó el sentido común, pero lo que sí hizo fue asentar algunas máximas sobre ética, ciencias naturales o metafísica que hoy diríamos que son “de lógica”.

Un buen ejemplo es el principio de no contradicción, que establece que una proposición y su negación no pueden ser verdaderas al mismo tiempo. O su teleología, que entendía al hombre como un ser constituido por alma y cuerpo, cuyo fin último sería la actividad intelectual. Incluso su idea de virtud, explicada como un término medio entre dos vicios que debe mantenerse mediante el hábito, parece hoy muy razonable.

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Alguno apuntará que Aristóteles no inauguró la mayoría de los saberes que hemos mencionado, y acertará. Al fin y al cabo, Parménides de Elea (siglo V a. C.) ya planteó el principio de no contradicción al determinar que “lo que es no puede no ser”.

El mérito del insigne estagirita fue transformar todo aquello sobre lo que reflexionó y estudiarlo sistemáticamente. Tanto, que buena parte de los fundamentos de la ciencia aún vigentes se los debemos a él. Han pasado más de dos milenios, pero sus citas sobre el conocimiento, la ética o la naturaleza todavía rebosan sentido común.

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