Jacqueline Kennedy: un icono en la Casa Blanca

Ex Primera Dama

Con su imagen de distinción Jackie Kennedy sedujo a unos Estados Unidos deseosos de cambios. Pero esta no había sido su vocación original

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Retrato de la boda entre Jacqueline Kennedy y John Fitzgerald Kennedy en 12 de septiembre de 1953. © Toni Frissell

Biografi?a de Jacqueline Kennedy: un icono en la Casa Blanca

La llegada de Barack y Michelle Obama a la Casa Blanca no solo creí grandes expectativas en Estados Unidos, sino que desató una oleada de nostalgia. El recuerdo de los Kennedy planea sobre las cabezas de la nueva pareja presidencial, un parecido que ellos mismos se han ocupado de subrayar. Como los Kennedy, los Obama son una pareja popular, atractiva, aún relativamente joven y con hijos menores a su cargo. También como ellos han tomado las riendas del país en un momento de crisis. En el discurso inaugural de Barack no faltaron alusiones y homenajes al que John Fitzgerald pronunció en 1960. Y a Michelle, que ha entrado como un meteoro en las listas de mujeres mejor vestidas, no ha tardado en comparársela con la primera dama más imitada de la historia: Jacqueline Kennedy.

“Quiero vestir como si Jack fuera el presidente de Francia”

Sin embargo, aquí terminan las similitudes. La voz enérgica de la nueva primera dama contrasta con el timbre aniñado de su antecesora. Michelle presume de orígenes humildes, de beca en Princeton y de una larga carrera profesional; Jackie fue, antes de casarse, la perfecta debutante de familia acaudalada. Mientras una pone cuidado en dejarse vestir exclusivamente por diseñadores norteamericanos, la otra se limitaba a esquivar las críticas arrancando las etiquetas de sus costosos modelos de París. “Quiero vestir como si Jack fuera el presidente de Francia”, afirmó en una ocasión.

Todo en ella aspiraba a ser francés, desde su apellido de soltera, Bouvier, hasta los muebles de su decorador favorito, Stephane Boudin. Y curiosamente es en el Elíseo donde Jackie parece haber dejado una huella más profunda. “Vamos a jugar a los Kennedy”, decía a sus amigos Cecilia, la exmujer de Sarkozy, durante los pocos días en que fue primera dama. Carla Bruni, la esposa actual del presidente francés, ha declarado abiertamente que quiere ser como Jackie.

Sea como sea, parecerse a Jackie Kennedy no es tarea fácil. La principal razón es que nadie, ni siquiera sus amigos más íntimos, parece haberla conocido en profundidad. Frívola y frágil para unos, inteligente y decidida para otros, la viuda de JFK proyectaba una imagen cambiante, contradictoria y siempre lejana. ¿Cómo era realmente la mujer que se ocultaba tras aquellas enormes gafas de sol que ella misma puso de moda?

¿Nacida para triunfar?

Jacqueline Lee Bouvier fue un personaje mediático desde su mismo nacimiento, al menos en cierta medida. The East Hampton Star, el diario local de su ciudad de veraneo, ya la definió como “una encantadora anfitriona” en la crónica de su segundo cumpleaños, en 1931. Por supuesto, hay una gran diferencia entre aparecer en los ecos locales de sociedad y acaparar las portadas de las principales revistas del mundo. Faltaban décadas para que eso sucediera, pero los Bouvier ya eran alguien en el Nueva York de los años treinta.

Su notoriedad se debía, en parte, a una aureola aristocrática cultivada a conciencia por el abuelo de Jackie, el comandante John Vernou Bouvier III. Este llegó a publicar un libro en el que afirmaba descender de un noble terrateniente del siglo XVI y presumía de una amistad imaginaria entre su familia y los Bonaparte. En realidad, el miembro más antiguo de su árbol genealógico había sido dueño de una ferretería en Grenoble.

Los Bouvier no eran célebres únicamente por su supuesto abolengo. Jack Bouvier, el padre de Jacqueline, era todo un galán. Le apodaban Black Jack por su tez morena y por la osadía de sus operaciones como corredor de bolsa en Wall Street. Las mujeres le encontraban un parecido irresistible con Clark Gable, y él, a su vez, las encontraba irresistibles a todas. De su padre heredó Jackie la estatura, los pómulos marcados, la pasión por el lujo y la tendencia a vivir muy por encima de sus posibilidades. Como a todos los brokers, la crisis del 29 le dejó prácticamente en bancarrota. Tuvo que pedir dinero a sus suegros para salir adelante, pero eso no le impidió mudarse a un enorme dúplex con grifería dorada, gimnasio, cocinera y masajista, ni seguir agasajando a sus amantes.

El divorcio de sus padres la volvió introvertida y deterioró la relación con su madre.

La madre de Jacqueline acabó cansándose de la afición a las faldas de su marido. Pidió el divorcio cuando la pequeña cumplió diez años. Hasta entonces, Jackie había sido una niña enérgica y segura de sí misma, que devoraba libros, ganaba concursos hípicos y no le temía a nada. A un policía que la encontró extraviada en Central Park le espetó: “Parece que mi niñera y mi hermana pequeña se han perdido”. El divorcio de sus padres la volvió introvertida y deterioró la relación con su madre, que era estricta y exigente. El padre, en cambio, la colmaba de regalos.

La adolescencia tampoco fue fácil. Su madre se volvió a casar con un magnate que tenía hijos de dos matrimonios anteriores. A las Bouvier les cayeron del cielo dos nuevos hermanos y un sinfín de hermanastros. Jackie ingresó en un internado femenino donde descubrió que, en realidad, no tenía tanto dinero como parecía. Por más que su padrastro poseyera dos mansiones, ella solo contaba con una asignación mensual de 50 dólares, insuficiente para alojar a su yegua en los establos del colegio. Lo resolvió enviando a su abuelo una carta plagada de poemas, que lo conmovieron hasta el punto de subvencionarle el caballo.

En su anuario de graduación, en el apartado “ambiciones”, escribió: “No ser un ama de casa”.

Luces de Bohemia

Escribir y dibujar eran las dos grandes pasiones de Jackie. Inventaba cuentos para los niños del vecindario y colaboraba en la revista del colegio. En su anuario de graduación, en el apartado “ambiciones”, escribió: “No ser un ama de casa”. ¿Tenía una vocación literaria seria? ¿A qué esperaba dedicarse? Años más tarde, poco antes de que John F. Kennedy alcanzara la presidencia, declararía a la prensa: “Lo más importante para que un matrimonio tenga éxito es que el marido se dedique a lo que más le guste y sepa hacer mejor. Si la esposa es feliz, el mérito es del marido, porque el matrimonio es para ella su vida entera”. ¿Qué pasó con aquella adolescente inquieta que no quería parecerse a su madre?

En realidad, no llegó a alejarse demasiado de la ruta marcada para las jóvenes de su clase. Hizo su puesta de largo, se alzó con el título de Debutante (presentada en sociedad) del Año, que entonces tenía una gran resonancia, y se matriculó en Vassar, una universidad para señoritas donde la consideraban demasiado reservada. Mantenía en secreto sus notas, a pesar de que sacaba sobresalientes. Salía con chicos, pero jamás hablaba de ellos.

Su primera oportunidad de desplegar las alas llegó en forma de una beca para estudiar en la Sorbona. Jacqueline recordaría ese año, 1949, como el mejor de su vida. En el París de posguerra no reinaba precisamente la abundancia, pero la libertad compensaba cualquier incomodidad. Su familia le enviaba paquetes de azúcar y café para completar su cartilla de racionamiento. Aunque se alojaba en casa de una condesa, el piso no tenía calefacción y solo había una bañera, cuyo calentador estalló una vez mientras Jackie tomaba un baño. Su madre, que la visitó, quedó horrorizada, pero la joven se negó a trasladarse a un lugar más cómodo. No echaba de menos el lujo.

“De pronto me di cuenta, por primera vez, de que detrás de esa fachada de tonta se escondía una gran inteligencia”.

Nada más pisar Washington ya estaba soñando con volver. Se reincorporó a su antigua vida de citas, bailes y eventos sociales, pero al mismo tiempo se inscribió en el XVI Premio Anual de Vogue, un concurso literario para universitarios. El primer premio consistía en un año de prácticas en la revista. Jackie fue la escogida entre 1.280 estudiantes. El poeta Ormonde de Kay, uno de sus acompañantes habituales, diría al respecto: “De pronto me di cuenta, por primera vez, de que detrás de esa fachada de tonta –la que exhibía ante los hombres de su vida– se escondía una gran inteligencia”. Pero su familia la convenció de que rechazara el trabajo. Para compensarla, le pagaron un viaje de placer a Europa con su hermana. Fue el último gran pulso entre las dos Jackies, la intelectual y la perfecta debutante. La debutante ganó.

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TERCEROS

Jacqueline siguió coqueteando con el periodismo algún tiempo, esta vez no por méritos propios, sino gracias a los contactos de su padrastro, que la introdujo en el Washington Times-Herald. Pero, como ella misma confesó a su director, Frank Waldrop, ya no aspiraba a hacer carrera. Se había comprometido con John Husted, un joven financiero de Nueva York. Le asignaron una tarea que nadie quería, una columna que consistía en fotografiar a gente anónima y hacerles preguntas superficiales, como “¿Una mujer alta puede casarse con un hombre bajo?”. Aun así, Jackie se volcó en ella con mucho más entusiasmo que el que dedicaba a sus planes de boda.

Al cabo de unos meses su prometido recibió una carta que decía: “No prestes atención a ninguna de las tonterías que oigas acerca de Jack Kennedy y de mí. Son todo murmuraciones”. A Husted, que no había oído ningún rumor, no le costó adivinar lo que sucedía. Rompieron amistosamente, para alegría de la madre de Jacqueline, que opinaba que el novio no ganaba lo suficiente.

No hay duda de que John Fitzgerald Kennedy era mejor partido. Pertenecía a una de las familias más adineradas e influyentes de Estados Unidos, y a sus 35 años ya era senador. Pero además contaba con carisma y atractivo físico. En realidad, era tan mujeriego, por lo menos, como el propio padre de Jackie. Aunque un amigo común advirtió de ello a la futura novia, ella no se echó atrás. Tampoco se dejó amedrentar por la hostilidad de la madre y las hermanas de Kennedy. Constituían una familia espontánea, ruidosa, competitiva, frenéticamente activa. Jackie, con sus gestos suaves, su reserva y su sentido de la compostura, difícilmente podía encajar.

La gente la adoraba sin reservas. Era joven, guapa y elegante, y parecía la encarnación misma de la inocencia.

Se burlaban de su nombre, de sus aires de princesa y del tamaño (enorme) de sus pies, pero Joe Kennedy, el patriarca, estaba decidido a convertirla en su nuera. Era culta y tenía clase, un tipo de prestigio social del que los Kennedy carecían. Le parecía la compañera ideal para impulsar la carrera política de su hijo. La boda fue el acontecimiento de la temporada, aunque tuvo un sabor agridulce para Jacqueline. Su padre, con serios problemas de alcoholismo, se levantó tan borracho aquella mañana que no le permitieron acudir.

Ser la mujer de un senador no resultó demasiado agradable para ella. La política no le interesaba, las esposas de los otros senadores le parecían aburridas y le molestaba que la persiguieran los medios de comunicación. La convención demócrata de 1956 fue una prueba muy dura. Estaba embarazada de siete meses y Chicago atravesaba una ola de calor, pero aun así asistió a todos los actos. Cuando acabó, él se embarcó en un crucero por el Mediterráneo y ella se fue a casa de su madre. El 23 de agosto Jackie ingresó en el hospital por una hemorragia. Su primera hija, Arabella, nació muerta. John tardó tres días en enterarse y su primera intención fue no alterar sus planes. Tuvo que ser su amigo el senador George Smathers quien le convenciera de la necesidad de volar a Estados Unidos junto a su mujer. El matrimonio entró en crisis hasta el nacimiento de Caroline al año siguiente.

Poco a poco, la señora Kennedy se fue familiarizando con su papel público. “Llevo la política en la sangre”, declaró durante la campaña de 1958 para la reelección de John en el Senado. No está claro que esas palabras fueran sinceras, puesto que varios testigos la recuerdan escabulléndose para ir de compras, fumando a hurtadillas y ojeando revistas en plena campaña. La gente, en cambio, la adoraba sin reservas. Era joven, guapa y elegante, y parecía la encarnación misma de la inocencia. Cuando ella acompañaba a Kennedy, el entusiasmo popular se multiplicaba. Además, hablaba cuatro idiomas. Su dominio del italiano y del español resultó clave para ganarse las simpatías de los colectivos hispano e italo-americano. Su relación con la prensa, en cambio, era pésima, y no mejoró con los años. Lo que más le molestaba era que trataran de fotografiar a sus hijos. Ni siquiera en la Casa Blanca autorizó el clásico posado con los niños: las fotos oficiales que se conservan se hicieron con permiso del presidente, pero en ausencia de la primera dama.

Los años de Camelot

Primera dama es, por cierto, un apelativo que Jackie aborrecía. First Lady le parecía el nombre de un caballo de carreras, así que exigió a todos sus subordinados que la llamaran señora Kennedy a secas. Lo primero que hizo en la Casa Blanca fue reformar las habitaciones de la familia e instalar una guardería para sus hijos. Pero una vez resuelta su prioridad número uno, la vida privada, se dedicó de lleno a sus funciones públicas. Lo hizo a su manera, eso sí. A menudo encargaba a lady Bird Johnson, esposa del vicepresidente, que presidiera en su lugar los actos oficiales, especialmente cuando el programa incluía obras de caridad o esposas de embajadores. En cambio, se volcó en un proyecto de dimensiones épicas: restaurar la Casa Blanca y convertirla en monumento histórico.

El glamur también podía volverse en su contra: el programa de su viaje oficial a India tuvo que cambiarse para incluir más hospitales y menos palacios.

Jackie siempre había soñado con ser una moderna Leonor de Aquitania, alguien a cuyo alrededor florecieran las artes. Esta era su oportunidad de lograrlo. Cambió de arriba abajo el estilo de las recepciones en la sede presidencial: siempre que podía, elegía un número reducido de invitados; sustituyó las mesas en forma de "U" por otras redondas de ocho comensales y redujo las formalidades al mínimo. Así consiguió atraer a personalidades como Igor Stravinsky, Tennessee Williams, Rudolf Nureyev e incluso Pau Casals, que rompió su juramento de no tocar en ningún país que mantuviera relaciones diplomáticas con la España de Franco. Ella misma bautizaría su pequeña corte con el nombre de Camelot.

En esencia, su papel en la administración Kennedy fue el de relaciones públicas, una misión que le iba como anillo al dedo. Pero el glamur, que era su baza principal, también podía volverse en su contra. El programa de su viaje oficial a India, por ejemplo, tuvo que cambiarse sobre la marcha para que incluyera más hospitales y menos palacios. Los maharajás competían entre sí para agasajarla y la primera dama proyectaba una imagen demasiado mundana.

Viuda de América

El de 1963 fue un año trágico para Jacqueline Kennedy. Su tercer hijo, Patrick, falleció a los dos días de nacer. Pocos meses después su esposo era acribillado a balazos a escasos centímetros de ella. Aunque en un primer momento trató de huir del coche, en las horas posteriores mostró una dignidad que le granjeó la admiración de todo el país.

Se ha hablado mucho de aquel 22 de noviembre, pero no tanto de cómo afectó a la vida de Jackie y sus hijos. Al principio la viuda se instaló muy cerca de la Casa Blanca. Así como se había negado a cambiarse el traje manchado de sangre durante el traslado en avión del cadáver, se negó a alterar su rutina y la de sus hijos. Le llevó dos años darse cuenta de que en la capital estaban demasiado expuestos a las miradas de la gente. Entonces se trasladó a Nueva York y reactivó su vida social.

Empezó a acudir a cenas íntimas, participó en la fundación de una biblioteca en honor de su marido y rechazó todos los intentos de acercamiento del presidente Lindon B. Johnson. Este sabía que Jacqueline gozaba de una inmensa popularidad. Al principio quiso utilizarla para reforzar la imagen pública de su gobierno, y para ello le ofreció toda clase de puestos en su gabinete, entre ellos el de conservadora de la Casa Blanca y jefa de protocolo. Al toparse una y otra vez con su desinterés, Johnson cambió de estrategia y decidió alejarla discretamente de la Casa Blanca. Trató de impedir que acudiera a la siguiente convención demócrata en apoyo de su rival Robert Kennedy, pero no pudo evitar que la viuda se convirtiera en el centro de atención.

“Te bajarán de tu pedestal”, le advirtió un amigo. “Mejor eso que morirme sobre él”, fue su respuesta. El papel de belleza mártir era una carga demasiado pesada para llevarla eternamente sobre los hombros.

El asesinato de Robert en 1968 afectó profundamente a Jackie y dio un giro radical a las cosas. Su cuñado había sido su último apoyo, su último caballero andante. Aquel mismo año cometió el único error que la opinión pública no le ha perdonado: casarse con Aristóteles Onassis, un multimillonario griego de dudosa reputación. “Te bajarán de tu pedestal”, le advirtió un amigo. “Mejor eso que morirme sobre él”, fue su respuesta. El papel de belleza mártir era una carga demasiado pesada para llevarla eternamente sobre los hombros.

Se tenían simpatía, pero desde el principio fue un matrimonio por interés. Onassis creyó que la ex primera dama le proporcionaría prestigio internacional y contactos en Washington. Jacqueline, por su parte, deseaba estabilidad y seguridad económica. El naviero salió perdiendo con el trato. Su nueva esposa se volvió una compradora compulsiva.

En su etapa con Kennedy, Jackie se burlaba de quienes la acusaban de gastar 30.000 dólares anuales en ropa. “No podría gastármelos ni aunque vistiera ropa interior de marta cibelina”, aseguraba. Como esposa de Onassis contaba con una asignación mensual de 20.000 dólares, y sin embargo todos los meses enviaba facturas a la secretaria de Ari para cubrir gastos imprevistos. “Soy un hombre enormemente adinerado –se quejaba el naviero–, pero ni siquiera yo comprendo por qué he de pagar 200 pares de zapatos comprados en un mismo día”. Jackie obtenía, además, ingresos extra revendiendo su ropa, usada o sin estrenar.

Este furor consumista solo se calmó en parte tras la muerte de Onassis. La intelectual volvió a sustituir tímidamente a la mujer mundana. Las editoriales Viking y Doubleday le ofrecieron una manera más constructiva de calmar su ansiedad. Hasta su muerte en 1994, trabajó tres días por semana como editora de libros ilustrados, una vocación parecida a la que había abandonado para casarse con Kennedy, el hombre que la haría famosa.

Este artículo se publicó en el número 494 de la revista Historia y Vida. Si tienes algo que aportar, escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com .

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