El diseño de este tipo de prisiones podría considerarse como la expresión máxima de la crueldad hacia los condenados, entre los que no todos fueron peligrosos criminales. El gobierno del Segundo Imperio que las puso en marcha, o la Tercera República que lo sucedió, usaron este sistema para desembarazarse de personajes incómodos.
Desde el periodista Louis Charles Delescluze, uno de los principales agitadores de la Comuna de París, a Paolo Tibaldi, acusado de conspirar contra Napoleón III, la isla-presidio vio desfilar a centenares de condenados, muchos de los cuales murieron allí.
En 1895, el caso de Alfred Dreyfus, capitán del ejército condenado injustamente, abrió el debate en la metrópoli sobre la utilidad y la legitimidad moral de un sistema penal que, de todos modos, no sería desmantelado oficialmente hasta 1946.
Galeras, baños y colonias penitenciarias
En toda Europa, hasta el siglo XVII y parte del XVIII, una de las penas criminales más severas era la de ir a galeras. El progreso de la navegación a vela hizo que se abandonaran los barcos a remo, por lo que los galeotes fueron recluidos en ciertos locales de los puertos conocidos en muchos países como “baños” (según algunas versiones, en referencia a la legendaria cárcel de esclavos de Livorno, Italia, levantada en el lugar donde hubo unos baños romanos).
En Francia hubo baños en Toulon, Brest, Rochefort y Lorient, este último reservado a los militares. El penado era marcado a fuego en la espalda y vestido con un uniforme especial: casaca roja, pantalón amarillo y gorro rojo, o verde, en función de si su condena era limitada o a cadena perpetua, así como grilletes en los tobillos.
Sin barcos en los que remar, el mantenimiento de estos baños acabó siendo una carga para la Marina, que los suprimió a partir de 1830, poco antes de la abolición definitiva de la esclavitud en 1848, coincidiendo con un período de expansión colonial en Francia al inicio del Segundo Imperio (1852-1870).
La confluencia de todas estas circunstancias desembocó en la creación de las colonias penitenciarias de ultramar, como una manera práctica de desembarazarse de los presos inútiles para la Marina, que eran enviados allí para sustituir a los esclavos de África. Los principales destinos de los condenados fueron Nueva Caledonia, al este de Australia, y, sobre todo, la Guayana, al norte de Brasil, adonde fueron facturados cerca de 53.000 personas en casi un siglo.
Ley del transporte
Perdidos los territorios franceses en América del Norte, el principal interés colonial de Francia radicó en la gran Argelia, mientras que la Guayana fue, sobre todo, una colonia de sustitución con una finalidad extractora, basada en la explotación de las grandes plantaciones.
Por ello, fue uno de los lugares donde se implantaron con más intensidad los baños para acoger a los condenados a trabajos forzados. La colonización penal de la Guayana comenzó oficialmente dos años después de la llegada al poder de Napoleón III, con la ley del 30 de mayo de 1854 sobre la ejecución de la pena de trabajo forzoso, conocida, no sin cierta ironía, como “ley de transporte”, e inspirada en el modelo que ya estaba llevando a cabo Gran Bretaña en Australia.
El beneficio para el Estado era múltiple: con el traslado de los baños, las autoridades se desembarazaban de los presos y de las prisiones de los puertos, desaparecía el riesgo de reincidencia, se proporcionaba a la colonia de la Guayana una mano de obra barata y abundante, y, además, se abría la posibilidad de que los condenados contribuyesen a poblarla, ya que los intentos que se habían hecho con anterioridad con colonos libres habían sido catastróficos.
Los reos enviados a los baños con penas de menos de ocho años solo podían volver a la metrópoli después de haber estado allí como pobladores tantos años como los que habían cumplido de condena, y, aun entonces, debían poder pagar el coste del viaje de vuelta. Aquellos condenados a más de ocho años ya no podían regresar jamás.
La expedición de Kourou
De hecho, desde la llegada de los franceses a la región de la Guayana, a principios del siglo XVII, la colonia había sido abandonada varias veces debido a las condiciones de salubridad y a la hostilidad de los británicos. En 1763 tuvo lugar la expedición de Kourou, el más dramático de estos episodios, que fraguó la reputación de la colonia como tierra inhabitable: de las cerca de quince mil personas enviadas allí, más de la mitad perecieron en los primeros meses a causa de las enfermedades tropicales.
Así las cosas, el 10 de mayo de 1852, llegaron a Guayana los primeros 301 “transportes” o “baignards”, que fueron desembarcados, primero, en las llamadas islas de la Salvación, un pequeño archipiélago no lejos de la costa, así bautizado por los supervivientes de la expedición de Kourou, ya que era un poco menos insalubre que el continente.
Una de esas tres islas se conocía como isla del Diablo por las fuertes corrientes que la rodeaban, pero ese apodo resultó mucho más certero cuando la administración francesa decidió construir allí uno de los numerosos baños de la Guayana.
No fue el único. Los condenados fueron instalados en campamentos o pontones flotantes en otros lugares de tierra firme, en Cayena, Montagne d’Argent, Comté y Kourou. Más adelante, en 1857, los presos se emplearon para colonizar la Guayana occidental. Así, se construyeron los primeros edificios de Saint-Laurent-du-Maroni, a la que dieron ese nombre en homenaje al gobernador de la colonia, Laurent Baudin.
Muertos en vida
En general, los “transportes” tenían que llevar a cabo los trabajos más duros. Aquellos que demostraban sumisión y buen comportamiento podían beneficiarse del régimen de cesión, es decir, ser empleados por colonos o, incluso, mejorar su estatus mediante una concesión de tierras, que solo era definitiva en el momento de cumplir la condena completa. En caso de mala conducta, el castigo era la celda de aislamiento en la isla de Saint Joseph, junto a la del Diablo. Los presos acabaron llamando a esta prisión la “guillotina seca”.
Los casi cinco años de reclusión en la isla del Diablo de un personaje tan conocido como Dreyfus sirvieron, al menos, para que la opinión pública francesa fuera consciente de la situación en la Guayana, aunque las presiones no lograron entonces su desmantelamiento.
Ante las denuncias del célebre periodista Albert Londres, que definió a los presos como “muertos vivientes”, el gobierno accedió a humanizar sus condiciones de detención, como la eliminación de las “mazmorras negras”, celdas desprovistas de aberturas, usadas para castigarlos.
Papillon en la Guayana
Por desgracia, estas concesiones fueron percibidas por la administración penitenciaria como una sanción, lo que empeoró las relaciones entre guardias y presos. Sin embargo, poco a poco, la prisión de la isla del Diablo se fue vaciando. Sin embargo, cuando parecía que el sistema de los baños de ultramar estaba a punto de desaparecer, la Primera Guerra Mundial acabó con todas las dudas de las autoridades francesas, que siguieron utilizando las instalaciones para deportar a los condenados.
Entre otros, a Alfons Paoli Schwartz, llevado a la isla del Diablo por ser espía alemán. También a Henri Charrière, condenado por un asesinato que siempre negó haber cometido. El autor del famoso libro Papillon, que presentaba un relato relativamente fantasioso de sus peripecias en distintos baños de la Guayana, fue uno de los últimos inquilinos de aquel infierno y uno de los pocos que consiguió huir. Vivió sus últimos años en España y falleció en Madrid en 1973.