Iwo Jima, la batalla vista por los japoneses
Segunda Guerra Mundial
El 19 de febrero de 1945, los primeros marines estadounidenses desembarcaron en Iwo Jima. Allí fueron recibidos por un infierno de túneles diseñado por el general Kuribayashi
Tras la conquista de las islas Marianas, a los dirigentes estadounidenses se les planteaba la duda de por dónde seguir. De acuerdo con lo esperado, el general Douglas MacArthur abogaba por invadir las islas Filipinas, de las que había tenido que huir en 1942, pero, para el almirante Ernest J. King, comandante en jefe de la Armada, las cosas no estaban tan claras. Su opción preferida era ocupar la isla de Formosa (Taiwán). Sin embargo, sus inmediatos subordinados no lo veían así.
Para el jefe de la Flota del Pacífico, el almirante Chester W. Nimitz, el siguiente objetivo debían ser las islas de Iwo Jima y Okinawa. La segunda era una gran isla a solo 550 kilómetros de Japón, que podía ser utilizada como base estratégica para una futura invasión del archipiélago. Pero ¿por qué la diminuta isla de Iwo Jima? La razón venía del cielo.
A medio camino
Tras la conquista de las Marianas, los norteamericanos habían construido cinco grandes aeródromos en sus principales islas (Saipán, Tinian y Guam), desde los que los cuatrimotores Boeing B-29 habían iniciado el bombardeo de las infraestructuras niponas. Pero la distancia era de más de 2.600 kilómetros, por lo que los aparatos de la 20.ª Fuerza Aérea se veían obligados a priorizar el combustible en detrimento de las bombas.
Además, la volcánica isla de Iwo Jima se hallaba a medio camino en línea recta y poseía un radar capaz de alertar a Tokio con dos horas de antelación, así como dos aeródromos (y un tercero en construcción) desde los que podían despegar sus cazas.
Por contra, en caso de conquista, esas mismas pistas podían servir como base para que los cazas North American P-51 Mustang protegieran a sus bombarderos, o para realizar reparaciones de emergencia. Además, Iwo Jima pertenecía a la prefectura de Tokio. Es decir, de alguna manera era territorio metropolitano, y su conquista sería un mazazo para la moral japonesa.
Por fin, el 13 de octubre de 1944, la Junta de Jefes de Estado Mayor autorizó a MacArthur a desembarcar en Luzón y a Nimitz a invadir Iwo Jima y Okinawa. La tarea de ocupar la pequeña isla del archipiélago de Ogasawara correspondería a los setenta mil hombres de las divisiones 3.ª, 4.ª y 5.ª de los marines. El nombre en clave sería Operación Detachment. No obstante, esas mismas consideraciones habían sido también tenidas en cuenta por el mando nipón.
El general Kuribayashi
La inhóspita Iwo Jima era una isla alargada de tan solo 22 km2, con siete de largo y un máximo de cuatro de anchura, dominada en uno de sus extremos por el monte Suribachi, de 168 metros de altura, que cubría las pocas playas aptas para un desembarco. Poco poblada, su principal hándicap era la carencia de agua potable. La poca que había estaba contaminada y solía producir diarrea. El calor podía ser asfixiante, y la tierra desprendía emanaciones de azufre. Cuando llovía, sus habitantes procuraban recoger el agua como fuera.
Su defensa fue encargada personalmente por el primer ministro y ministro de la Guerra, el general Hideki Tōjō, al general de división Tadamichi Kuribayashi. Un militar con más de treinta años de servicio que conocía muy bien a los norteamericanos, pues había sido agregado militar en su embajada en Washington y había recibido entrenamiento militar en Fort Bliss (Texas).
En junio de 1944, tomó el mando de la 109.ª División de Infantería, reforzada por el 145.º Regimiento de Infantería, una unidad de élite, y el 26.º Regimiento de Carros del medallista olímpico barón Takeichi Nishi, por lo que sus fuerzas llegaron a sumar 21.060 hombres. Consciente de su misión y realista, escribió a su esposa: “No esperes que vuelva”.
Su primera intención ante la próxima batalla fue la de contener al enemigo cerca de las playas, para que la Flota Combinada acabara con él, pero, al enterarse que esta había recibido un duro castigo en la batalla del mar de las Filipinas, algo que se le había ocultado, decidió cambiar de estrategia.
Agujereando el monte Suribachi
Enemigo de las cargas banzai (ataques masivos a pecho descubierto, que solían acabar en verdaderas matanzas con escaso resultado) y conocedor de las nuevas tácticas utilizadas por el general Sadae Inoue en Peleliu, decidió aprovechar al máximo el terreno, estableciendo una defensa en profundidad y ordenando la paralización de la construcción de defensas en primera línea de costa.
Su resolución le costó serios enfrentamientos con el contraalmirante Sadaichi Matsunaga, mando de las fuerzas navales y aéreas de la isla, hasta que logró su traslado, pero también con su sucesor, hasta que transigió en mantener las veintiséis defensas en vías de construcción, que fueron destruidas por el atacante a las primeras de cambio.
El eje de su estrategia consistió en agujerear el monte Suribachi y otras elevaciones con una intrincada red de túneles, que convergían en puntos fuertes en los que se hallaban los servicios (almacenes, dispensarios, comunicaciones, etc.) desde los que las tropas se hallarían a resguardo de los bombardeos, con el fin de organizar contraataques. Para reforzar su potencia de fuego, muchas armas antiaéreas, en especial los cañones de 75 mm, fueron utilizadas como antitanques.
La construcción de tales defensas se prolongó durante cerca de ocho meses bajo un intenso calor y falta de oxígeno. Los hombres perforaban solo con taparrabos, casi a oscuras y en turnos de diez minutos. Las anticuadas máscaras que utilizaban producían tal sensación de ahogo que la mayoría de los hombres las rechazaban. Pero la roca volcánica se cortaba con cierta facilidad y, mezclada con cemento, se endurecía.
La mayor parte disponían de luz eléctrica, y algunas eran de hasta 26 metros de profundidad. En total, lograron establecerse cerca de ochocientos puntos artillados. Curiosamente, el túnel que comunicaba el Suribachi con la meseta de Motoyama no fue terminado. Fue una de las razones por las que el monte resistió menos de lo esperado.
¿Un plan sin fisuras?
Su plan consistía en dejar avanzar al enemigo hasta el aeródromo de Chidori para atraparlo entre las defensas interiores, y, una vez allí, contraatacar. A Kuribayashi le importaba mucho la moral de su tropa. Fue uno más entre sus hombres, comía y bebía (una cantimplora de agua al día) las mismas raciones que ellos y dormía en un catre de campaña. La pérdida de peso se hizo pronto evidente, pero su actitud sirvió para extender su ejemplo a los demás oficiales.
Cada día se le veía pasear apoyado en un bastón, señalando aquí y allá los puntos débiles del entramado. También hacía recitar a sus subordinados un decálogo (Los valientes votos del combate) cuyo primer punto era: “Defenderemos la isla hasta el final de todas nuestras fuerzas”. Kuribayashi sabía que no podía vencer, pero decidió vender cara su piel. Su objetivo final era desangrar a los marines.
Para cuando fue nombrado jefe del Cuerpo de Ejército de Ogasawara (1 de julio), la isla había empezado a sufrir los primeros ataques aéreos, que acabaron con sus escasos aviones. Dos días después hizo evacuar a la población civil, al tiempo que enviaba sus efectos personales a Japón. También prohibió las mujeres de consuelo, cuya presencia le desagradaba.
El 8 de diciembre, Iwo Jima sufrió su primer gran bombardeo aeronaval, que se prolongó de forma ininterrumpida durante setenta y cuatro días, aunque con escasos resultados. El 11 de febrero, aterrizó el último aparato desde Japón.
“Un cabrón muy listo”
Tras una poderosa preparación artillera que duró tres días, en vez de los diez solicitados, a las 09:02 del 19 de febrero de 1945, desembarcaron los primeros marines, que, tras las empinadas playas, encontraron varias terrazas de fina arena en las que sus pies se hundían y cuyos vehículos eran incapaces de cruzar. El atasco sería espectacular.
El plan de Kuribayashi era dejarlos avanzar, pero la ocasión era única. Sobre las 10:00, el fuego nipón se abatió sobre los desconcertados marines, causándoles numerosas bajas. Solo la llegada de los buldóceres permitió que los atacantes se abrieran paso, a la espera de una carga banzai que no llegaba. Desde su buque de mando, el general Holland M. Smith, jefe del 5.º Cuerpo Anfibio, comentó: “No sé quién es, pero el general japonés que dirige este espectáculo es un cabrón muy listo”.
El 20 de febrero, los norteamericanos habían destruido los cañones pesados del Suribachi a base de napalm y aislado el volcán del resto de la isla. Viendo la situación, su defensor, el coronel Kanehiro Atsuchi, al mando de unos mil doscientos hombres, pidió permiso para realizar un ataque banzai. Kuribayashi ni siquiera le contestó.
Había pensado que la montaña podría resistir, al menos, diez días, y al segundo ya se desmoronaba. El mal tiempo acudió en su ayuda, provocando una pausa que una pequeña fuerza aérea nipona aprovechó para atacar a los buques americanos fondeados. Hundieron el portaaviones de escolta USS Bismarck Sea y averiaron gravemente el USS Saratoga. Cuando los marines plantaron su bandera en la cima del monte, el 23 de febrero, sus defensores intentaron llegar a sus líneas. Los pocos que lo lograron recibieron una dura reprimenda: debían haber permanecido en sus puestos hasta el final.
Los últimos suministros
A pesar de las enormes bajas, los marines, amparados por su superioridad material, siguieron avanzando. El día 25 llegaron a la denominada Picadora de Carne, un conjunto de cuatro elevaciones en las que los japoneses resistían con fuerza, hasta el punto de que los primeros noventa metros de avance les costaron quinientas bajas. En los días siguientes los estadounidenses conquistaron el aeródromo de Motoyama, que fue puesto en servicio, dándoles una cobertura aérea inmediata que aprovecharon para rociar con napalm cada metro en posesión del enemigo.
Poco a poco, la realidad fue imponiéndose. A los defensores japoneses, reducidos ya a la mitad, les empezó a faltar de todo. Tan solo el día 27, aparatos nipones lograron lanzar suministros en paracaídas. Fue la última vez que se auxilió a la guarnición. A pesar de su denodado esfuerzo, de la lucha cuerpo a cuerpo, iban cediendo cada vez más metros, si bien la resistencia seguía viva.
Para el 4 de marzo, a Kuribayashi solo le quedaban unos tres mil quinientos hombres. Faltos de todo, se escondían de día y salían por la noche para atacar y robar comida. Sus muertos no podían ser enterrados, por lo que se amontonaban en el interior de los túneles. Ya no les quedaba ni artillería ni tanques.
Dispuestos a poner punto final a la batalla, el 6 marzo los norteamericanos lanzaron uno de sus mayores bombardeos sobre las exiguas posiciones japonesas: 22.500 proyectiles de cañón en sesenta y siete minutos. Atrapado, desobedeciendo las órdenes, el capitán de navío Samaje Inouye lanzó un ataque banzai nocturno que pilló desprevenido al enemigo. Algunos de sus hombres solo llevaban lanzas de bambú. Fueron masacrados.
Contraataque final
Desechando la idea inicial del suicidio, Kuribayashi preparó un último contraataque. La noche del 25 de marzo, en una operación bien planificada, se lanzó contra el enemigo al frente de unos trescientos hombres, con un saldo de doscientos sesenta y dos muertos y dieciocho capturados, a cambio de cincuenta y tres enemigos muertos y ciento diecinueve heridos.
Él mismo fue herido, pero no se sabe si murió desangrado o fue rematado siguiendo sus propias órdenes. Su cuerpo nunca fue encontrado. Tal como contó su hijo Taro, “mi padre consideraba vergonzoso que el enemigo descubriera su cuerpo incluso después de muerto…”, y tomó medidas al respecto.
Si bien subsistieron pequeños focos de resistencia, la batalla había concluido. La semana prevista para la conquista de Iwo Jima se había quintuplicado, y, aunque los números son traidores, los atacantes tuvieron 6.016 muertos y 17.788 heridos, frente a los 20.703 japoneses muertos y 216 prisioneros. Por primera vez en el escenario del Pacífico, los americanos tuvieron más bajas que las causadas.