Eduardo VIII fue la oveja negra de los Windsor. Su abdicación el 11 de diciembre de 1936, tan solo 325 días después de acceder al trono, es uno de los episodios más embarazosos de la historia de la casa real británica. Eduardo quería casarse con Wallis Simpson, una norteamericana que por su condición de divorciada era constitucionalmente inaceptable como reina. El gobierno del conservador Stanley Baldwin amenazó con dimitir si se celebraba el matrimonio, y el rey acabó abdicando.
Esta versión oficial alentó la imagen romántica de Eduardo, conocido desde entonces como el rey que renunció al trono por amor. Hasta que en el año 2000, en su libro El rey traidor, el historiador británico Martin Allen, hoy cuestionado en algunas de sus tesis, formalizó la sospecha de que la elección de la señora Simpson como esposa fue solo la excusa perfecta para obligarle a abdicar.
Según Allen, el establishment del país, incluida la familia real, vio con espanto cómo se saltaba Eduardo la neutralidad política que exigía su posición. Si como príncipe exhibió sin pudor su germanofilia y admiración por el fascismo y la Alemania nazi, una vez en el trono insistió en entrometerse en los asuntos de Estado, sobre todo en política exterior. Una actitud tan irresponsable le incapacitaba para ser rey, y Allen ha aventurado que el gobierno y las altas jerarquías se confabularon para destronar a Eduardo. El monarca, primero con el escándalo de su relación con la señora Simpson y después con la decisión inamovible de casarse con ella, no habría hecho sino poner en bandeja su renuncia.
La hipótesis del complot nunca se ha corroborado oficialmente, pero sí está documentado que Eduardo cruzó demasiadas líneas rojas. ¿Cómo un hombre que fue educado para ser rey y que era consciente del papel reservado a la monarquía en la democracia más antigua del mundo pudo cometer semejantes errores de juicio?
La respuesta está en su carácter poco ortodoxo, pero también en que, ante el reto de los cambios políticos y sociales que experimentó Europa en el primer tercio del siglo XX, tomó partido por las ideas fascistas y aspiró a convertirse en un rey político, algo que no tenía cabida en Inglaterra. Quiso ser moderno, pero se equivocó de vía.
Eduardo, el vividor
En su juventud mostró dos de los rasgos de su personalidad que con los años se intensificarían: el espíritu rebelde y una imprudencia rayana en la temeridad. A pesar de sus aventuras en la Primera Guerra Mundial (en la que se acercó al frente siempre que pudo), esta le supuso un duro golpe emocional. No debió de ser fácil para él, que se sentía británico pero muy unido a Alemania, ver a los dos países enfrentados en un conflicto devastador.
Otro fenómeno coetáneo, la Revolución Rusa, que se saldó con la ejecución de la familia del zar Nicolás II y el auge del comunismo en toda Europa, llevó a Eduardo a cultivar un odio visceral por el bolchevismo.
Durante la década de 1920 su padre, Jorge V, le envió a recorrer el Imperio y el mundo como embajador de la casa real británica. El apuesto y exquisito príncipe de Gales atrajo multitudes y recibió una amplísima cobertura en la prensa. Eduardo cobró conciencia de su papel y dignidad real. Tal vez demasiado, porque daba la impresión de que tanto glamur y fama se le habían subido a la cabeza.
La vanidad hizo que pecara de exceso de confianza y se abandonara a su fetiche particular, las mujeres casadas. Sus compulsivas aventuras sexuales, generalmente breves, le llevaron en más de una ocasión a desatender sus obligaciones, lo que exasperó al monarca.
A finales de 1929, Eduardo conoció a Wallis Simpson y a su segundo marido, Ernest. Eduardo y Wallis se hicieron amantes, y hacia 1931 el príncipe ya se había enamorado perdidamente.
Deriva peligrosa
Coincidiendo con el romance –y no está claro hasta qué punto influyó la señora Simpson, conocida pronazi–, Eduardo empezó a sentir auténtica devoción por el fascismo y la Alemania de Hitler. En 1933, año de la subida de Hitler al poder, Eduardo expresó sus chocantes opiniones políticas a Bruce Lockhart, diplomático y agente secreto. Escribe este en sus memorias: “El príncipe era un hitleriano acérrimo, dijo que no debíamos intervenir en los asuntos internos de Alemania [...], los dictadores gozaban de gran popularidad y deberíamos tener uno en Inglaterra lo antes posible”.
El príncipe, preocupado por el bienestar de la clase trabajadora –desde una perspectiva elitista, para salvaguardar el orden social y la monarquía–, consideraba que la nueva ideología en boga no solo había demostrado ser un éxito en lo social y económico en Italia y Alemania, sino que era la mejor barrera para que el comunismo no se extendiese por Europa.
Lo peor fue que se relajó, y de las conversaciones privadas pasó a las muestras públicas de apoyo al fascismo y las dictaduras de Mussolini y Hitler. Valoró positivamente la Unión Británica de Fascistas, y en 1935, durante la crisis de la ocupación italiana de Abisinia, asistió desde la galería del Parlamento al debate sobre el Pacto Hoare-Laval (los ministros de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña y Francia), un plan que permitía a Mussolini conservar una parte de Abisinia. Eduardo aplaudió la iniciativa de Hoare, que fue rechazada por el Parlamento.
Declaró sin ambages la necesidad de que Inglaterra, una “democracia chapucera” en sus propias palabras, se acercara a la Alemania nazi. Jorge V le reprochó sus salidas de tono, claramente anticonstitucionales, pero Eduardo ni se inmutó. A esas alturas, decir que el rey había perdido todo respeto por su hijo sería un eufemismo.
Por qué Jorge V no reaccionó e impuso un cambio de heredero solo puede explicarse por la popularidad de Eduardo
Poco antes de morir, Jorge V, con la salud visiblemente deteriorada, confesó a lady Gordon-Lennox: “Quiera Dios que mi hijo mayor no se case nunca ni tenga hijos, y que nada se interponga entre Bertie [Alberto, hermano de Eduardo y segundo en la línea de sucesión], Lilibet [la hija mayor de Alberto, la actual Isabel II] y el trono”. Incluso vaticinó con acierto: “Cuando yo falte, el muchacho se hundirá en doce meses”. Por qué Jorge V no reaccionó en consecuencia e impuso un cambio de heredero solo puede explicarse por la popularidad de Eduardo.
Saltan todas las alarmas
Jorge V murió el 20 de enero de 1936, y Eduardo ascendió al trono como Eduardo VIII. ¿Qué ambicionaba para su reinado? Allen dibuja un cuadro muy oscuro. Basándose en archivos alemanes, el historiador revela que nada más fallecer Jorge V, Carlos, duque de Sajonia-Coburgo-Gotha y miembro de las SS, visitó a su primo Eduardo en Fort Belvedere. Siempre según Allen, era espía de Hitler y debía sondear la opinión de Eduardo sobre un posible acercamiento angloalemán.
El nuevo rey se mostró favorable y dispuesto a entrevistarse con Hitler. Por si fuera poco, el indiscreto Eduardo confió a su primo su deseo de convertirse en un rey político. El duque, al parecer, informó a Hitler: “El rey Eduardo está decidido a concentrar en su persona todos los asuntos del gobierno”.
La alarma crecía entre los miembros del gobierno y la clase política británica. Henry Channon, parlamentario correligionario de Stanley Baldwin, escribió en sus diarios: “El rey está haciendo lo que el dictador [Hitler] quiere, y es germanófilo. No me extrañaría que tuviera intención de transformarse en una especie de dictador moderado”.
La intromisión política de Eduardo alcanzó también los asuntos internos. Durante una visita al sur de Gales, manifestó que había que “hacer algo” respecto a los mineros desempleados, lo que se interpretó como una crítica directa al gobierno. Este resolvió no enviarle documentos confidenciales por miedo a que desvelara su contenido a la señora Simpson o a sus amistades nazis. Los servicios secretos habían espiado los movimientos de la señora Simpson, invitada a numerosas recepciones en la embajada alemana y amiga, si no amante ocasional, de Joachim von Ribbentrop, nombrado embajador en Londres en agosto de 1936.
Ese verano se sucedió una cadena de acontecimientos y, según Allen, de intrigas que precipitarían la caída de Eduardo. El historiador no aporta ninguna prueba documental, pero habla de un complot de prácticamente todo el establishment del país para destronar al monarca.
Final de pesadilla
La crisis de la abdicación estalló en octubre. La señora Simpson solicitó el divorcio de su marido, y Eduardo, envalentonado, comunicó a Stanley Baldwin su intención de casarse con ella. En opinión de Allen, era precisamente lo que los participantes del complot, gobierno incluido, estaban esperando. Baldwin respondió que nadie, ni el gobierno, la Commonwealth, la Iglesia o el pueblo británico, aceptaría a una divorciada como reina, y que si el monarca insistía en celebrar la boda, el gobierno dimitiría.
Eduardo replicó que abdicaría si no podía casarse. Pero en las semanas siguientes intentó recabar apoyos, que encontró, curiosamente, en Winston Churchill (se desconoce por qué, quién sabe si por mera lealtad a la Corona, aunque lo cierto es que le aisló políticamente una temporada y se confesó arrepentido años después de aquella decisión).
El Parlamento aprobó el instrumento de abdicación y Alberto, el hermano de Eduardo, le sucedió como Jorge VI
El rey buscó una solución a la desesperada. Propuso un matrimonio morganático (su mujer no ostentaría el título de reina y los hijos de ambos no heredarían el trono). Pero los gabinetes británico y de los dominios rechazaron la idea por no estar contemplada en la Constitución.
El 3 de diciembre la crisis alcanzó el Parlamento y la prensa. La reacción general, exceptuando a los fascistas de Oswald Mosley, fue contraria a la boda, y proliferaron las peticiones de abdicación. La señora Simpson huyó a Francia, mientras que Eduardo, según Allen, amenazó a Baldwin con apelar al pueblo para que decidiera su situación. El primer ministro le habría recordado que “invocar al pueblo pasando por encima del gobierno” era anticonstitucional.
Finalmente, el 10 de diciembre Eduardo abdicó. Su decisión, de alguna manera, impugna la imagen que de él proyecta Allen, puesto que nada le impedía seguir en sus trece y provocar una crisis constitucional. Sin embargo, no lo hizo. Al día siguiente, el Parlamento aprobó el instrumento de abdicación y Alberto, el hermano de Eduardo, le sucedió como Jorge VI.
La noche de aquel 11, un afligido y humillado Eduardo explicó al país las razones de su abdicación en un discurso retransmitido por radio. Sus famosas palabras fueron: “Me resulta imposible soportar la pesada carga de la responsabilidad y cumplir mis obligaciones de rey como desearía sin la ayuda y el apoyo de la mujer que amo”.
Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 503 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.