Lecciones de la República de Weimar, una carrera de obstáculos
Entreguerras
El 9 de noviembre de 1918, tras la derrota en la Gran Guerra, nacía la primera democracia alemana, enfrentada a una tremenda crisis económica y social
Unificada a finales del siglo XIX gracias al genio político del canciller Bismarck, Alemania no tardó en convertirse en una gran potencia que rivalizaba con Inglaterra por la hegemonía. La Primera Guerra Mundial, fruto de esa lucha por la supremacía, frenó sus ambiciones expansionistas. Lo que parecía un conflicto rápido se alargó durante cuatro años (1914-18), con pérdidas humanas y materiales nunca vistas hasta entonces.
El pueblo alemán, influido por la propaganda, confió hasta el último momento en la victoria. Pero los militares, encabezados por el mariscal Ludendorff, sabían que la guerra estaba perdida. Los aliados eran demasiado fuertes. ¿Cómo podía el Ejército, en esos momentos a la cabeza del país, impedir que la derrota hundiera su prestigio? ¿Y cómo eludir las responsabilidades que los civiles les exigirían? La solución: entregar el poder a los socialistas. Fue la izquierda, por tanto, la que acabó pidiendo el cese de las hostilidades. Ludendorff, en una demostración de cinismo, abogó entonces por la continuidad de la lucha.
La sociedad estaba dividida. Si para los sectores burgueses el fracaso militar supuso un mazazo al orgullo patrio, las clases trabajadoras, las que más habían acusado los efectos de la guerra, querían la paz cuanto antes. En medio de la incertidumbre estalló un motín en la Marina (partidaria del fin del conflicto) que se propagó como la pólvora hasta provocar una revolución general. Por todo el país se formaron consejos de obreros y soldados que arrebataron el poder a las autoridades. Incluso el emperador Guillermo II se vio obligado a abdicar y exiliarse.
Para restablecer el orden, el partido socialista en el poder se alió con la derecha. No podían confiar en el Ejército, por lo que recurrieron a una fuerza paramilitar, los Freikorps, formada en su mayoría por antiguos soldados con dificultades para reincorporarse a la vida civil. En poco tiempo, estos mercenarios aplastaron a los revolucionarios con métodos implacables.
Humillación nacional
En 1919 el tratado de paz de Versalles impuso a Alemania fuertes indemnizaciones. Debía pagar a los aliados 132.000 millones de marcos a un interés anual del 6%. También se vio obligada a devolver Alsacia y Lorena a Francia, renunciar a sus coloniales africanas y reducir drásticamente las Fuerzas Armadas, entre otros imperativos.
Firmada la paz y sofocada la revolución, el nuevo régimen tenía que dotarse de un marco legal. Aquel mismo año, la Asamblea Constituyente se reunió para redactar un texto constitucional en Weimar, por lo que la recién proclamada República se conocería con el nombre de esta ciudad. La carta magna otorgaba el derecho a voto a las mujeres por vez primera en la historia de Alemania.
República sin republicanos
No abundaban, sin embargo, los defensores de la legalidad. Para la extrema izquierda, la República era un instrumento al servicio de los capitalistas. La extrema derecha, por su parte, la identificaba con la derrota en la Primera Guerra Mundial. Con su nacionalismo exacerbado, los ultraconservadores convirtieron la protesta contra las condiciones impuestas en el eje de su discurso. Según ellos, Alemania no se venció en el campo de batalla, sino en la retaguardia. Los revolucionarios le habían asestado una “puñalada por la espalda”.
A principios de los años veinte, grupos ultranacionalistas protagonizaron fallidos golpes de Estado y se sucedieron actos terroristas, algunos tan sonados como el que costó la vida a Walter Rathenau, ministro de Exteriores. Para los extremistas, Rathenau era un traidor que había aceptado condiciones de paz deshonrosas. Lo cierto era que había conseguido suavizarlas.
Faltos de un apoyo popular contundente, los partidarios de la democracia (socialistas, liberales y centro-católicos) se encontraban ante una dolorosa disyuntiva: gobernar con minoría en el Parlamento o pactar con una fuerza antisistema. Como señaló el historiador Hagen Schulze, estas circunstancias “no solo descartaban la posibilidad de hacer una política democrática decidida [...], sino que además limitaban la vigencia normal de un gobierno”. Vigencia, en efecto, muy limitada: poco más de ocho meses de promedio.
Precios por las nubes
La situación internacional tampoco ayudaba a la consolidación de la República. Francia y Bélgica, resentidas por la pasada guerra, invadieron la cuenca del Ruhr. Querían explotar sus riquezas carboníferas para cobrarse por la fuerza las indemnizaciones alemanas que Berlín insistía en renegociar.
Los habitantes de las zonas ocupadas reaccionaron con la huelga. El gobierno recurrió a una emisión excesiva de moneda que no respondía a la reserva real para apoyarles económicamente y recuperar los ingresos que el Estado dejaba de percibir por impuestos. Resultado: hiperinflación. La devaluación del marco fue tan brutal que perdió todo valor. Los niños jugaban con enormes fajos de billetes y hay quien los utilizó para empapelar las paredes de su casa. Los salarios se pagaban de un día para otro porque los precios subían en cuestión de horas. Solo entre 1921 y 1922 su incremento alcanzó el 1800%.
A partir de 1924, gracias al Plan Dawes, los préstamos estadounidenses lograron estabilizar la economía. Alemania podía pagar sus deudas a los países aliados, estos hacían lo mismo con Estados Unidos –al que habían recurrido para sufragar parte de sus costes durante la Primera Guerra Mundial– y Washington concedía nuevos créditos a Berlín. El sistema se alimentaba a sí mismo y permitía la recuperación germana. Comenzaban entonces los “felices años veinte”, al menos para el sector más acomodado de la población. Solo hasta cierto punto, ya que el paro seguía siendo más elevado que antes de la guerra.
La amenaza totalitaria
Gracias a una reforma monetaria, el gobierno detuvo el avance de la inflación. Poco después moría el presidente de la República, el socialista Friedrich Ebert. Le sucedió el anciano mariscal Hindenburg. Pese a sus ideas monárquicas, este prestigioso militar no intentó forzar un cambio de régimen y fue fiel a la Constitución. La República vivía sus momentos de mayor esplendor. Una hábil política exterior obtuvo importantes éxitos internacionales, como la admisión del país en la Sociedad de Naciones, antecedente de la ONU.
Pero la calma relativa duró apenas cinco años. A partir de 1929, los efectos del crac bursátil de Wall Street golpearon duramente la economía alemana. Solo en diciembre de ese año, las quiebras empresariales se sucedieron por miles. La crisis provocó un aumento incontrolado del desempleo, que pasó de 1,3 a más de 6 millones de parados. El gobierno parecía impotente para solucionar este y otros problemas. De ahí que la población prestara atención a políticos radicales de derecha e izquierda.
En 1930 el Partido Nazi obtuvo un gran éxito en las elecciones legislativas (130 diputados). Financiados por los sectores empresariales, que veían en ellos un freno al auge del comunismo y un estímulo a la recuperación económica, podían permitirse mantener una fuerza paramilitar, las SA, destinada a intimidar a sus enemigos políticos. El Estado parecía incapaz de detener la ola de violencia callejera.
La izquierda, lejos de unirse para frenar este avance, estaba más dividida que nunca: los comunistas reprochaban a los socialistas su papel en el aplastamiento de la revolución de 1919; los socialistas veían en los comunistas una fuerza dictatorial al servicio de la URSS.
Hundimiento
La situación política degeneraba cada vez más. Los sucesivos gobiernos de centro-derecha recurrían sistemáticamente al artículo 48 de la Constitución, que les permitía legislar sin pasar por el Parlamento en circunstancias excepcionales.
Cuando, en 1933, el presidente de la República nombró a Hitler canciller, los alemanes ya estaban acostumbrados a métodos autoritarios. Sin embargo, la derecha tradicional esperaba controlar al nuevo jefe de gobierno. Los que conocían su ideología totalitaria no creían que la pusiera en práctica porque, hasta entonces, todos los partidos decían una cosa en la oposición y otra en el gobierno.
Pronto serían evidentes las trágicas consecuencias de este error. Con la destrucción del estado de derecho, comenzaba el período más negro de la Alemania contemporánea.
Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 455 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.