La transición entre Trump y Biden está siendo aparatosa. A la profunda antipatía personal entre los dos líderes se han sumado la resistencia del republicano a compartir informes importantes de inteligencia con su sucesor en medio de una crisis pandémica devastadora, la voluntad de seguir tomando decisiones sin consensuarlas, la propagación de teorías conspiranoicas que niegan la validez de los resultados electorales y, finalmente, la incitación a sus seguidores a asaltar el Capitolio.
Es verdad que esta no será ni la primera ni la última inauguración presidencial en la que el inquilino de la Casa Blanca y su sucesor se llevan rematadamente mal. Sin embargo, supone una drástica ruptura de la tradición de las últimas décadas, y eso se va a notar el 20 de enero (empezando por el despliegue de soldados en previsión de nuevos disturbios).
Lo normal, al menos desde los noventa, era que la relación fuese inicialmente tensa y que empezase a mejorar a partir de las transiciones. Así, Bill Clinton ha llegado a decir que se siente la “oveja negra” de la familia Bush y que ve a su predecesor en el cargo como una figura paterna.
Adicionalmente, George W. Bush llevó a cabo una transición ejemplar con Obama y ha evitado criticarlo desde que abandonó la presidencia, y Obama, por su parte, le dedicó un tacto especial durante sus mandatos y, cuando estos concluyeron, tardó casi dos años en atacar a Trump, aunque este lo vejase en público y se conjurase para destruir su legado.
Trump ya ha dicho que no asistirá a la inauguración de Biden y desde luego este no le va a dirigir unas mínimas palabras de reconocimiento por su labor. Y eso no había ocurrido en más de veinticinco años.
Con elegancia
En 1993, durante su primera toma de posesión, Bill Clinton dijo lo siguiente: “En nombre de nuestra nación, saludo a mi predecesor, el presidente Bush, por su medio siglo de servicio a Estados Unidos”. En 2001, George Bush hijo dio las gracias a Clinton por su “servicio a nuestra nación” y a Al Gore por una competición “terminada con gracia”.
En 2008, Barack Obama le reconoció a su predecesor los servicios prestados “así como la generosidad y cooperación que ha mostrado a lo largo de esta transición”. El propio Trump, en 2017, hizo lo mismo al agradecer a Barack y Michelle Obama “su amable ayuda durante esta transición”. Y subrayó: “Han sido magníficos”.
No son muchos los presidentes que han dejado de asistir a las inauguraciones de sus sucesores, pero ha habido casos. De hecho, esta discutible tradición es casi tan antigua como la república y, según el historiador Thomas Balcerski, comenzó, probablemente, con John Adams, John Quincy Adams y Andrew Johnson. No está de más recordar que si el primer presidente, George Washington, juró su cargo en 1789, el primero que se negó a asistir a la inauguración de su sucesor, John Adams, lo hizo en 1801.
Ciertamente, sus motivaciones no se parecen en nada a las de Trump. Según Balcerski, Adams quiso, sobre todo, no empeorar las cosas con su presencia en un momento en el que el país había vivido una campaña electoral singularmente agria y donde se tensó al límite la legitimidad de unas instituciones todavía muy inmaduras.
El nuevo presidente, Thomas Jefferson, había sido el “número dos” de Adams y, por si fuera poco, la Cámara de Representantes tuvo que decidir el resultado final de las elecciones, porque se produjo un empate en las urnas. En aquel entonces, los candidatos no concurrían en parejas, sino que presidente y vicepresidente se elegían por número de votos. El más votado era el presidente y el siguiente, su segundo. Jefferson y Aaron Burr quedaron, inicialmente, en tablas, aunque al final ganase Jefferson.
John Quincy Adams, el hijo de John Adams, no asistió a la inauguración de Andrew Jackson en 1829. Y aquí la motivación principal parece que fue también no intervenir, aunque probablemente jugó algún papel su tensa relación personal. Cuando Adams hijo ganó a Jackson en 1824, este último dijo que lo había hecho gracias a la corrupción, y, aun así, el nuevo presidente intentó la reconciliación sin éxito. Años después, cuando fue Jackson el ganador, John Quincy Adams no acudió a la ceremonia de su nombramiento.
El caso de Andrew Johnson en 1868 rima un poco más con el de Donald Trump. Johnson había heredado el cargo tras el asesinato de Abraham Lincoln y, posteriormente, había sido procesado por la Cámara de Representantes y el Partido Republicano se había negado a nominarlo como candidato. Ulysses S. Grant ganó las elecciones, y Johnson, que detestaba a su rival, no solo no asistió a su inauguración, sino que continuó legislando hasta el último momento como si fuera a continuar en la Casa Blanca durante años y sin preocuparse de la opinión del siguiente titular.
Baño de masas
La inauguración de Biden también va a ser diferente de las anteriores en el aspecto de los actos multitudinarios y su repercusión mediática. El desfile, una costumbre que arranca desde los tiempos de la segunda toma de posesión de Thomas Jefferson en 1805, perderá lustre este año por los rigurosos protocolos antipandemia.
En condiciones más pacíficas, el desfile suele atraer riadas de público entusiasmado, lo protagonizan tanto civiles como militares y cuenta con decenas de bandas de música diferentes. Se ven cientos de jinetes a caballo. En 1953 participaron hasta tres elefantes. Aquella fue la inauguración de Dwight D. Eisenhower, un presidente con reputación de sobrio y aburrido. Desde que en 1977 Jimmy Carter comenzase a hacerlo, los nuevos inquilinos de la Casa Blanca también se bajan del coche y recorren un trecho a pie saludando alegremente a la multitud.
Las restricciones que impone la pandemia y la posibilidad de enfrentamientos violentos entre partidarios de Trump y Biden convencerán a muchos americanos de que lo mejor es seguir el desfile y el discurso desde casa.
El primer intento de cobertura “en directo” del evento se llevó a cabo mediante el telégrafo, y el texto llegaba sin imágenes y lo recibían unos periódicos y revistas que tardarían horas, días e incluso semanas en hacerse eco. Eso fue en los años cuarenta del siglo XIX y, afortunadamente, pocas décadas después no solo aparecieron las primeras fotografías en las noticias, sino que el evento también comenzó a grabarse.
En 1997, fueron miles de personas las que siguieron la inauguración de Bill Clinton en Internet mediante texto e imágenes
El gran espectáculo de masas dio un salto de difusión en 1925. Fue entonces cuando se incorporó la radio y podía escucharse el discurso del presidente –en este caso, Calvin Coolidge– en el momento en que lo pronunciaba.
En 1949 ya se podía ver y oír al presidente al mismo tiempo gracias a la televisión. Harry Truman se estrenó en blanco y negro, y en 1961 John F. Kennedy lo hizo en color. Los hogares estadounidenses que tenían una televisión en casa pasaron del 9% en 1950 al 90% en 1962. A finales de los setenta eran casi el 100%.
Pronto descubrirían una nueva forma de comunicación. En 1997, fueron miles los que siguieron la inauguración de Bill Clinton en Internet mediante texto e imágenes. Tan solo 12 años después, la primera inauguración de Obama podía disfrutarse también en audio y vídeo a través de la red.
Todavía no eran muchos los que preferían Internet a la televisión, porque los datos no viajaban lo suficientemente rápido, las emisiones se interrumpían y Facebook, Twitter o YouTube apenas habían empezado a gatear. Si en 2008 tan solo el 21% de la población americana utilizaba las redes sociales, en 2017 esa cifra se había catapultado hasta el 80%.
Y fue precisamente en 2017 cuando Trump juró el cargo. La tecnología había evolucionado de una forma asombrosa, los grandes medios de comunicación ofrecieron riquísimas coberturas en directo y los usuarios interactuaban de tal modo mediante las redes sociales que el vídeo de la inauguración presidencial recibió casi siete millones de visitas en Twitter, una plataforma que el nuevo inquilino de la Casa Blanca aprendería a exprimir a conciencia. La inauguración de Trump ya anticipaba un aspecto fundamental de su presidencia. ¿Qué claves nos dará la de Biden?
Este artículo se publicó en el número 634 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.