Hirohito se hizo humano para permanecer impune
Grandes discursos del siglo XX
La rendición de Japón en la Segunda Guerra Mundial se articuló en torno a la inviolabilidad del emperador y su papel como avalador de la ocupación
El milagro que salvó a Hirohito
El contexto
Era la primera vez que sus súbditos –más allá de sus servidores más cercanos del Palacio Imperial y miembros del Gobierno y el Ejército– escucharon su voz. Hirohito dio el primer paso que lo alejaba de la divinidad ancestral que se les consideraba a los ocupantes del Trono de Crisantemo al dirigirse a la nación el 15 de agosto de 1945 a través de la emisora de radio nacional, la NHK, en una alocución histórica que reproducimos.
Japón se rendía después de que las dos bombas atómicas arrasasen y sembrasen de muerte Hiroshima y Nagasaki apenas unos días antes. Aún desde su posición de autoridad divina, el emperador justificaba tan radical cambio de rumbo por la necesidad de evitar la destrucción de la humanidad encontrar la misma paz y soberanía que había llevado a Japón a entrar en la guerra con el ataque a Pearl Harbor, sin hablar en ningún caso de rendición e imponiendo a los vencedores –los firmantes de la Declaración de Potsdam (Estados Unidos, el Reino Unido, China y la Unión Soviética)– el mantenimiento de la “esencia nacional”, empezando por la propia figura imperial.
En un lenguaje imperial difícil de entender para el hablante medio, a las palabras de Hirohito le sucedieron las de un locutor que explicó el mensaje completo en un registro popular. La guerra había acabado y estaba en manos de los vencedores –a los que nunca se denominó como tales– aceptar las condiciones de Japón. Un extremo que James Byrnes, secretario de Estado estadounidense rehusó hacer antes de la intervención pública de Hirohito.
No era la primera vez que el ya derrotado Imperio del Sol Naciente apelaba a la permanencia del régimen imperial como último recurso. Tras exigir su rendición incondicional el 26 de julio, amenazando con la destrucción del país, el grupo de Potsdam se encontró con la negativa de Japón, que apelaba a la permanencia innegociable del kokutai, o esencia nacional.
Las consecuencias son bien conocidas: La Unión Soviética declaró la guerra a Japón el 8 de agosto y el 6 y el 9 llegó la masacre nuclear. Un día después de la segunda explosión, el propio Hirohito, a quien los historiadores dan un papel mucho más activo en la evolución del conflicto de lo que explica la historia oficial, conminó al Estado Mayor japonés al cese de hostilidades. En otras palabras: a rendirse.
La decisiva intervención del laureado general Douglas MacArthur, sobre quien acabaría recayendo la administración militar de Japón, resultó siendo decisiva para que los aliados aceptasen esa última condición de Japón. A cambio de una profunda reforma constitucional que retirase la consideración divina al emperador y, sobre todo, de que colaborase activamente como representante del pueblo japonés en una nueva era como aliado occidental.
Hirohito no participó en la firma de la rendición japonesa que se realizó en la cubierta del acorazado USS Missouri, fondeado en la bahía de Tokio. Fue un gesto avalado por el propio general para salvaguardar la figura del emperador, que días después visitó a MacArthur en su despacho de nueva máxima autoridad ejecutiva del país.
El emperador ratificó la modificación de la Constitución, que convertía a Japón en una monarquía parlamentaria, apartaba de toda condición divina al ocupante del trono y retiraba la oficialidad a la religión sintoísta. Lógicamente, el máximo representante del pueblo japonés no podía responder ante la justicia militar por sus responsabilidades en la guerra. Ni los vencedores le señalaron ni los vencidos, en sus declaraciones ante el Tribunal Penal Militar Internacional para el Lejano Oriente en los Procesos de Tokio, consideraron su figura relevante para el curso de la guerra.
El discurso
“Yo, el Emperador, después de reflexionar profundamente sobre la situación mundial y el estado actual del Imperio japonés, he decidido adoptar como solución a la presente situación el recurso a una medida extraordinaria. Con la intención de comunicároslo me dirijo a vosotros, mis buenos y leales súbditos.
“He ordenado al Gobierno del Imperio que comunique a los países de Estados Unidos, el Reino Unido, China y Rusia la aceptación de su Declaración Conjunta.
“Ahora bien, conseguir la paz y el bienestar de los súbditos japoneses y disfrutar de la mutua prosperidad y felicidad con todas las naciones ha sido la solemne obligación que me legaron, como modelo a seguir, los antepasados imperiales y de la cual no he pretendido apartarme, llevándola siempre presente en mi corazón.
“Por consiguiente, aunque en un principio se declarase la guerra a Estados Unidos y el Reino Unido, la verdadera razón fue el sincero deseo de asegurar la conservación del Imperio y la seguridad de Asia Oriental, no siendo en ningún caso mi intención interferir en la soberanía de otras naciones ni la invasión expansiva de otros territorios.
Aunque declarásemos la guerra a Estados Unidos y el Reino Unido, la razón fue el sincero deseo de asegurar la conservación del Imperio”
“Sin embargo, la guerra tiene ya cuatro años de duración. Y a pesar de que los generales y soldados del Ejército y la Marina han luchado en cada lugar valientemente, los funcionarios han trabajado en sus puestos realizando todos los esfuerzos posibles y todos los ciudadanos han servido con devota dedicación, poniendo cuanto estaba en sus manos; la trayectoria de la guerra no ha evolucionado necesariamente en beneficio de Japón y la situación internacional tampoco nos ha sido ventajosa. Además, el enemigo ha lanzado una nueva y cruel bomba, que ha matado a muchos ciudadanos inocentes y cuya capacidad de perjuicio es realmente incalculable.
“Por eso, si continuamos esta situación la guerra al final no sólo supondrá la aniquilación de la nación japonesa, sino también la destrucción total de la propia civilización humana. Y si esto fuese así, cómo podría proteger a mis súbditos, mis hijos, y cómo podría solicitar el perdón ante los sagrados espíritus de mis antepasados imperiales. Esta es la razón por la que he hecho al gobierno del Imperio aceptar la Declaración Conjunta de las Potencias.
“Me siento obligado a expresar mi más profundo sentimiento de pesar con las naciones aliadas que han colaborado permanentemente junto con el Imperio japonés para la emancipación de Asia Oriental. Asimismo, pensar en aquellos de mis súbditos que han muerto en el campo de batalla, así como en aquellos que dieron su vida ocupando sus puestos de trabajo, cumpliendo con su deber, o aquellos que fueron víctimas de una muerte desafortunada y en sus familias destrozadas es un sufrimiento presente en mi corazón noche y día. Del mismo modo, el bienestar de los heridos y de las víctimas de la guerra, de aquellos que han perdido sus hogares y sus medios de vida constituye el objeto de mi más honda preocupación.
Continuar la guerra no solo supondrá la aniquilación de la nación japonesa, sino la destrucción total de la propia civilización humana”
“Soy consciente de que los sacrificios y sufrimientos que tendrá que soportar el Imperio a partir de ahora son, sin duda, de una magnitud indescriptible. Y comprendo bien el sentimiento de mortificación de todos vosotros, mis súbditos. Sin embargo, en consonancia con los dictados del tiempo y el destino, quiero, aun soportando lo insoportable y padeciendo lo insufrible, abrir un camino hacia la paz duradera para todas las generaciones futuras.
“Confirmo vuestra lealtad al defender la estructura del Imperio y me siento unido a vosotros, mis buenos y leales súbditos. Por eso, os exijo que evitéis cualquier explosión de emociones que pueda desencadenar complicaciones innecesarias, o enfrentamientos que pudieran desuniros, causando desorden y conduciéndoos por un camino equivocado que haría al mundo perder la confianza en vosotros.
"Poned en práctica, según lo he dicho, mi voluntad.”