André Gide, el comunista que denunció la URSS de Stalin
Comunismo
Stalin se alegró de que visitara la URSS un escritor famoso. Ignoraba la sinceridad con que el futuro Nobel iba a describir lo peor del régimen
Borracheras y muerte en las cenas de Stalin
La derecha quiso lincharlo primero, por atreverse a denunciar la barbarie colonial francesa en el Congo. Después fue la izquierda la que le trató como un paria. ¿Su pecado? Cuestionar que la URSS, el supuesto paraíso de los trabajadores, respondiera a la pintura idílica que hacían sus propagandistas.
En ambos casos, André Gide (1869-1951) actuó con idéntica fidelidad a su conciencia. Había que buscar la verdad por encima de cualquier lealtad política, aunque fuera al partido. Todo lo demás no importaba. El intelectual, si era verdadero, debía navegar a contracorriente.
En 1936 Gide quiso conocer de primera mano la URSS de Stalin, ilusionado con una revolución que parecía construir una sociedad con criterios opuestos a los del capitalismo. En su opinión, semejante experimento aportaba un motivo de esperanza para toda la humanidad, la oportunidad de iniciar un progreso insospechado hasta entonces.
Como el escritor célebre que era, recibió un trato fastuoso. Desde el punto de vista soviético, estaba claro que aquella visita ilustre podía aportar cuantiosos réditos en términos de imagen. No se escatimó ningún gasto. La “inversión”, sin embargo, iba a resultar poco rentable.
Según Gide, hay un gran interés por la educación, pero dirigida a celebrar la grandeza soviética
Gide podía ser comunista en aquellos momentos, pero ante todo era un hombre profundamente imbuido de la creencia en la libertad de los artistas. No podía haber auténtica cultura desde la supeditación a un ideal político, fuera el que fuera. Por eso le horrorizaba que se valorara el mérito de un escrito, una pintura o una película solo por su ortodoxia doctrinal, despreciando los valores estéticos, generalmente sometidos a la acusación de “formalismo”.
Llegó al país con una clara predisposición favorable, pero lo que vio le produjo una mezcla de entusiasmo y decepción. A su vuelta publicó un libro, Regreso de la URSS, que le iba a provocar más de un disgusto por la sinceridad con que hablaba, sin maquillar sombras. Acababa de conocer un sistema en el que se mezclaban, según sus propias palabras, “lo excelente y lo peor”. A menudo se pasaba prácticamente sin transición de una cosa a otra. Por ello, a lo largo de todo su testimonio encontramos un sentimiento de profunda ambivalencia.
El lado oscuro
Existe, relata Gide, un gran interés por la educación, pero la única enseñanza permitida va dirigida a celebrar la grandeza soviética. Al pueblo se lo ve feliz, pero este logro parece haberse alcanzado gracias a la uniformidad y el conformismo. El diario Pravda se ocupa de decir a la gente lo que tiene que pensar: no queda espacio para la diferencia de opiniones. Ni siquiera en la Alemania de Hitler vive la gente más avasallada, con más miedo a los abusos de las autoridades.
Lo que se denuncia en la URSS por “contrarrevolucionario” no es, en realidad, sino el espíritu revolucionario de los primeros tiempos. Ni siquiera Lenin, en el caso de que resucitara, podría estar seguro de que no se le encerrara como enemigo del pueblo bajo el epíteto de “trotskista”.
Las tiendas están mal abastecidas, por lo que son frecuentes las colas interminables para adquirir productos de calidad pésima. Puesto que no hay competencia, nadie hace nada para agradar a los consumidores. Estos, sin embargo, no se quejan. Encuentran normal su situación porque su única referencia es el pasado zarista. De lo que sucede en el extranjero nada saben, convencidos de que aventajan en todo a los oprimidos proletarios que gimen bajo el capitalismo.
El comunismo se basa, en teoría, en la igualdad de todos los ciudadanos. La pobreza, sin embargo, está aún muy lejos de su erradicación. En doloroso contraste con las ideas que se profesan, la URSS asiste a la formación de una burguesía que desprecia a los más necesitados, como sus homólogas de Occidente. Esta clase dominante no se basa en el dinero ni en el mérito personal, sino en la posesión del “pensamiento correcto”.
El gobierno se dedica a fortalecer estas tendencias conservadoras con su insistencia en proteger la familia y el espíritu de propiedad. Gide, por el contrario, propugna la vida en común y la solidaridad por encima del lucro.
La dictadura del proletariado se ha convertido en la dictadura de un solo hombre, al que se profesa un desmesurado culto personal. Cuando nuestro escritor se detiene en una oficina de correos para enviar un mensaje a Stalin, piensa, incautamente, que bastará con el tratamiento de “usted”. Ante su estupefacción, los funcionarios se niegan a realizar el trámite a no ser que añada una fórmula de elogio. “Usted, padre de los pueblos”, sería, por ejemplo, una opción aceptable.
Lo que más le hería era sentirse engañado, víctima de tantas mentiras deliberadas o inconscientes
Por decir cosas como estas, fueron muchos los que intentaron crucificar a Gide, escandalizados con un sentido crítico que, a su juicio, beneficiaba a las fuerzas fascistas. En el caso de que aceptaran la realidad de los hechos descritos, minusvaloraban su importancia como si se tratara de casos puntuales, ejemplos sobre los que era posible construir cualquier generalización.
En esta legión de detractores figuraba, sin ir más lejos, el escritor Romain Rolland, que descalificó Regreso de la URSS como libro tonto y mediocre. Gide respondió a las acusaciones con serenidad, pero en términos rotundos. Estaba seguro de que expresaba mejor su amor a la URSS hablando sin rodeos. De esta manera esperaba ayudarla a superar algunos errores muy graves.
Gide refutó a sus contradictores con otro libro, Retoques a mi Regreso de la URSS, bastante más sombrío que el primero, en el que se preguntaba con dramatismo dónde estaba el límite en lo que un militante comunista debía aceptar. No estaba dispuesto a tolerar que se justificaran las barbaridades del presente en nombre de un bien futuro que nunca llegaba.
Aunque se pretendiera lo contrario, las cosas estaban lejos de funcionar a las mil maravillas en la patria de la clase obrera. Pero su crítica fundamental no se refería a ningún aspecto en concreto. Lo que más le hería era sentirse engañado, víctima de tantas mentiras deliberadas o inconscientes.
Para sus enemigos, su desvío de la ortodoxia roja justificaba el escarnio público. Gide, en realidad, ya había avisado a sus correligionarios, en el momento de hacerse comunista, de que nunca sería “un recluta tranquilizador, un recluta cómodo”. El futuro premio Nobel siguió fiel a sus máximas.