La oscura historia del pasado esclavista español
Racismo
A pesar de las leyes y compromisos, España fue uno de los últimos países, a finales del siglo XIX, en acabar de forma real con el fenómeno
En un momento de revisión del pasado en Estados Unidos , pero también en Europa, a menudo se pasa de largo respecto a qué representó y cuánto se prolongó la esclavitud en España y su imperio. Sin embargo, el tráfico de seres humanos vinculado con las colonias tuvo en el caso español uno de los recorridos más largos entre los países europeos. Aunque la legislación prohibió el tráfico de esclavos en 1820, este siguió produciéndose de forma clandestina y masiva durante décadas. Pero una cosa era el tráfico y otra la esclavitud en sí, cuya abolición no fue decretada hasta 1880.
Cuando pensamos en la esclavitud en España, lo asociamos a su cara más visible y sin duda más relevante, la de las explotaciones azucareras caribeñas del siglo XIX, que, con justicia, opacan las demás formas de esclavitud que se conocieron en América y en el propio territorio peninsular.
Antes de la conquista de América, Sevilla o Barcelona contaban con proporciones significativas de esclavos
Sin embargo, en América la esclavitud estuvo lejos de ser patrimonio exclusivo de las plantaciones, y en el propio suelo peninsular también la hubo, y durante siglos, en particular en el área del Mediterráneo. Ciudades como Sevilla o Barcelona contaron con proporciones significativas de esclavos entre sus pobladores, y, un detalle importante, no todos eran de origen subsahariano: los hubo igualmente blancos o moros, tal como los describen las fuentes en épocas medieval y moderna.
En el siglo XV, si Lisboa era la capital del tráfico negrero, Sevilla la seguía en importancia. En ese entonces, esta última era una ciudad multicultural y animada, con un mercado muy dinámico, y, en lo que se refiere a los esclavos, asumía un doble papel: por un lado, de consumidora, para sus propias actividades productivas y comerciales, y, por otro, como se anudaban allí varias rutas comerciales marítimas y terrestres, era un importante punto de redistribución del tráfico negrero.
Las Canarias y su producción azucarera fueron asimismo consumidores tempranos de esclavos. Pero fue la necesidad de mano de obra en América la que hizo estallar una demanda que, con el tiempo, llevó el tráfico y la explotación a proporciones espeluznantes.
Ya desde principios del siglo XVI, la catastrófica mortalidad entre los aborígenes americanos y la incapacidad para dominar a la población local en algunas zonas hicieron que la mano de obra esclava representara la mejor alternativa. Fue así como, desde los primeros tiempos de la colonización, en 1513, se comenzaron a otorgar licencias puntuales para introducir esclavos en América y se organizó el tráfico que, como tocaba tres continentes, se conoció como “triangular”: desde Lisboa, Sevilla, Canarias y otros puertos europeos zarpaban barcos que recogían negros en las costas africanas, los llevaban a Indias y volvían a Europa, trayendo mercancías americanas.
Ya en el siglo XVI se empezó a introducir en América mano de obra esclava procedente de África
A fines de ese mismo siglo se instituyó el sistema de asientos, que otorgó exclusividad en el tráfico a determinadas compañías. Esto implicó que los españoles intervinieran en mucha menor medida que ingleses, portugueses y franceses, que pagaban a la Corona de España por la concesión. Los navíos con ese pabellón, pues, quedaron oficialmente fuera del comercio atlántico hasta 1789, cuando se liberalizó la introducción de esclavos en América y pudieron participar en el tráfico. Pero que los intereses españoles no participaran en el tráfico no quiere decir que no fueran sus destinatarios en las colonias.
En América, la población esclava se desparramaba a lo largo y a lo ancho del espacio colonizado. Si bien la presencia de esclavos se concentró sobre todo en el Caribe, donde se puso en marcha el cultivo de caña de azúcar o de tabaco –áreas, además, en que las epidemias habían tenido como consecuencia una pronunciada disminución de la población nativa–, también se explotó mano de obra esclava en zonas periféricas del imperio, en áreas rurales y urbanas en todo el continente, donde, más allá de las actividades domésticas que se les suelen atribuir, solían aprender y ejercer oficios por cuenta de sus amos o incluso por cuenta propia.
Hubo asimismo trabajo intensivo, en condiciones comparables a las de la esclavitud, en regiones donde se disponía de mano de obra indígena sometida a trabajo forzado, como por ejemplo en la mita peruana (un impuesto en trabajo que debía pagar la comunidad). En estos casos y en contextos como el de la explotación minera, aunque los indígenas no pudieran ser oficialmente reducidos a la esclavitud, a menudo sufrieron condiciones de explotación aún peores que las de la población esclavizada, y esto por razones obvias: mientras que los esclavos tenían un precio y, según para quién, resultaría un auténtico esfuerzo procurárselos, la vida de un aborigen no tenía valor monetario alguno, y ya la comunidad proporcionaría un reemplazante si el mitayo venía a fallar o morir.
En las colonias inglesas, entre tanto, la explotación de mano de obra esclava representaba igualmente un negocio que iba viento en popa y que implicaba fuertes intereses. Fue justamente en Inglaterra donde, a finales del siglo XVIII, el movimiento abolicionista, surgido entre sectores protestantes, cobró cada vez más peso e influencia. Hasta lograr, en 1807, gracias a la que el historiador Josep M. Fradera considera la primera campaña humanitaria de la historia, que Gran Bretaña prohibiera el tráfico y se convirtiera en la principal activista para erradicarlo. La siguiente conquista para este grupo fue la prohibición de la esclavitud en los territorios bajo dominio británico, obtenida en 1833 y con el elevado costo consiguiente, puesto que el Estado británico tuvo que indemnizar a los propietarios obligados a liberar sus esclavos.
España firmó un tratado contra el tráfico de esclavos en 1817, pero, en cambio, se produjo un aumento espectacular
Por ese entonces, Inglaterra comenzó a utilizar todos los medios a su alcance para impedir que el infame comercio de esclavos prosiguiera . Presión mediante, España firmó en 1817 un tratado por el cual el tráfico negrero quedaba formalmente prohibido, y daba margen hasta 1820 para la extinción total. Se preveían severos castigos para quienes infringieran la ley.
Pese a eso, el tráfico no solo continuó, sino que cobró un espectacular impulso. La única diferencia fue que pasó a ser clandestino. El historiador Martín Rodrigo considera que, de los casi 900.000 esclavos que desembarcaron en el Caribe español a lo largo de su historia, unos 600.000 llegaron precisamente durante el periodo del tráfico ilegal, entre 1820 y 1867.
En esos años, la producción de los ingenios azucareros, impulsada por la fuerte demanda, se estaba mecanizando, la rentabilidad crecía exponencialmente, igual que la voraz necesidad de mano de obra. Dadas las circunstancias, la solución adoptada fue el tráfico clandestino. A menudo contó con la connivencia de las autoridades españolas en la isla, que recibían eventualmente alguna generosa recompensa a cambio de no darse por enterados de la mercancía que se descargaba discretamente en lugares apartados. Claro que existía el riesgo de ser interceptados por un navío de patrulla inglés, pero los beneficios eran tan consistentes que bien valía la pena correr el riesgo.
Como es obvio, al haberse convertido en ilegal, ya no hay registros oficiales de entradas y salidas, y se tenía mucho cuidado en cuanto a lo que se dejaba por escrito, de manera que las reconstrucciones se basan en otro tipo de documentos, como correspondencia entre comerciantes, conflictos o denuncias judiciales, diarios íntimos y, sobre todo, la información que recogía el Estado británico en sus intervenciones.
Unos 600.000 esclavos desembarcaron en el Caribe español en el periodo en que el tráfico ya era ilegal
Al mismo tiempo, estas empresas delictivas no tenían una nacionalidad de pertenencia; a menudo eran transnacionales: el barco podía ser propiedad de personas de un país y el capitán de otro, e incluso el barco podía llevar un pabellón diferente de los anteriores. Se sabe que hubo antiguos barcos negreros norteamericanos o británicos que pasaron al tráfico ilegal caribeño. Lo que en todo caso es evidente es que esa creciente producción se originó en plantaciones de propietarios españoles, y que la participación española en el tráfico estuvo lejos de ser irrelevante.
Ahora bien: ¿qué impacto concreto tuvo la esclavitud en la economía peninsular? Es difícil, si no imposible, aventurar cifras. Está claramente establecido que los impresionantes beneficios concentrados gracias tanto al tráfico como a la explotación de esclavos ayudaron a financiar la modernización de la industria, principalmente en el País Vasco y Catalunya , y que facilitaron también la inserción de España en el capitalismo mundial.
Aunque es prácticamente imposible reconstruir las cifras, tal como señala el historiador Luis Alonso, la construcción de varias de las magníficas casas que distinguen el Eixample barcelonés coincide con el inicio de la guerra de 10 años en Cuba (1868-1878) y la consiguiente fuga de capitales, que se repatriaron de urgencia a España. En ese sentido, estas construcciones dan una pauta indirecta y mínima de la magnitud del negocio.
Otro punto a destacar es que si la esclavitud tuvo un largo recorrido en España no fue solo por efecto de las acciones emprendidas por los sectores que se beneficiaban directamente de la trata, sino que este fenómeno en sí no generó un rechazo social mayoritario en la Península, al menos no equivalente al que conocieron otras sociedades, como la británica. Probablemente, la debilidad del abolicionismo hizo que se tardara más en reaccionar contra el tráfico negrero y la esclavitud.
Claudia Contente, historiadora, Universitat Pompeu Fabra