George Washington: héroe y esclavista
El primer presidente estadounidense, glorificado en su país por su papel en la independencia contra Gran Bretaña, no dejaba de ser un terrateniente de su tiempo.
Estados Unidos tiene estas cosas. George Washington (1732-99) fue a la vez un héroe en la lucha por la libertad, la de las trece colonias contra Gran Bretaña, y un propietario de esclavos. Poseía más de cien, dedicados a cultivar una enorme extensión de tierra.
Nada hacía pensar que sería un guerrero famoso, porque, aunque había sido coronel, carecía de experiencia al mando de grandes ejércitos. No obstante, el sentido común le permitió suplir la falta de conocimientos.
Las trece colonias ocupaban una franja atlántica entre Canadá y la Florida española. Formaban una sociedad dinámica, con grandes expectativas de futuro para los inmigrantes. Cuando Gran Bretaña, necesitada de fondos, incrementó los impuestos, el descontento se hizo imparable. La gente protestaba por el desembolso y porque el gobierno imponía un tributo sin el consentimiento de los gobernados.
El 4 de julio de 1776, después de que la situación se tensara más y más, se aprobó la Declaración de Independencia. Londres intentó inmediatamente aplastar el movimiento.
Al frente de los “patriotas”
El liderazgo de George Washington permitió a los llamados “patriotas” superar su inferioridad en hombres y medios. Su audacia al cruzar el río Delaware les permitió apoderarse del fuerte Princeton, de forma que los ingleses, los temidos “casacas rojas”, se vieron obligados a retirarse.
Pero Londres contaba con la mayor flota del mundo. ¿Cómo hacerle frente? George Washington lo tenía claro: había que buscar un aliado poderoso, porque el apoyo de Francia, rival de los británicos, no bastaba.
En el Congreso, el general expuso la estrategia a seguir: “Los ingleses son ahora muy superiores en el mar a los franceses... y seguirá siendo así a no ser que se interponga España”.
En Madrid, el rey Carlos III estuvo de acuerdo en proporcionar su respaldo, sin reparar en que, tarde o temprano, las colonias hispanas querrían hacer con su metrópoli lo mismo que los norteamericanos.
Contra la tiranía
En 1783, finalmente, Estados Unidos vio reconocida su independencia. Iniciaba entonces un camino incierto. ¿Cómo organizar políticamente el nuevo estado? Se buscaba, por una parte, limitar el poder ejecutivo para que este no degenerase en tiranía. Pero fortalecer en exceso el Parlamento también planteaba sus propios problemas, sobre todo si las mayorías no actuaban con responsabilidad y legislaban en función de los grupos de interés. En cuanto al poder judicial, no faltaba quien apelaba a la intervención del pueblo cuando una sentencia no convencía a un determinado sector.
Preocupado por la deriva de los acontecimientos, Thomas Jefferson, el autor principal de la Declaración de Independencia, señaló que los norteamericanos no habían luchado contra los británicos para sufrir un “despotismo electivo”.
En la presidencia
La Constitución americana, actualmente en vigor, aunque con numerosas enmiendas, se estableció en 1787. Dos años después, George Washington fue elegido primer presidente del país.
Gobernaría durante dos mandatos, en los que utilizó su autoridad moral para convertirse en un referente de unidad nacional. Tuvo que hacer frente a serias dificultades.
En 1794 envió un contingente militar a sofocar la rebelión de los campesinos de Pensilvania, contrarios a pagar un tributo sobre el whisky. No fue un simple motín, sino una sublevación muy peligrosa para la joven república. Como señala Philip Jenkins en su Breve historia de Estados Unidos (Alianza, 2009), “el número de combatientes en ambos lados superaba al de la mayoría de las batallas de la independencia”.
Una ciudad con su nombre
George Washington no quiso presentarse a un tercer período presidencial. Por su indudable prestigio, este gesto se convirtió en una costumbre que respetarían los posteriores mandatarios (hasta que Franklin D. Roosevelt la incumplió en 1940).
Washington murió poco después, en 1799. No llegó a ver cómo la capital del país se establecía en una ciudad que él había ayudado a construir. Fue bautizada con su nombre, aunque él, para no parecer vanidoso, se refería a ella como “Ciudad Federal”. La nueva urbe, que sustituía como capital a Filadelfia, se concibió para evitar las envidias entre los diversos estados de la Unión.