Cuando se producen protestas, como las de las últimas semanas, en que estatuas que homenajean a personalidades del pasado son vandalizadas o derribadas, a rebufo de las movilizaciones contra el racismo en Estados Unidos, una parte importante de la opinión pública reacciona con indignación y dirige la mirada hacia los historiadores para que respondan sobre si figuras como Churchill, Cervantes o Colón merecen ese trato. Sin embargo, estos tienen una visión distinta al respecto, porque, al margen de la trayectoria del personaje del que se trate, el hecho de derribar o cuestionar su representación es, en sí mismo, historia.
Tres expertos en este campo consultados por La Vanguardia, Julián Casanova, Juan Pan-Montojo, y Alfredo González-Ruibal –especializados en historia contemporánea los dos primeros y en arqueología también contemporánea, el tercero- son, en distintos grados, comprensivos con la protesta contra este tipo de símbolos pero consideran que el debate no corresponde al terreno de la historia, sino al de la política. En este sentido, Casanova, profesor de la Universidad de Zaragoza y autor de diversos libros sobre la historia española y europea del siglo XX, asegura que no es la primera vez que se han producido este tipo de ataques, sino que “siempre en la historia se han derribado estatuas, con motivo de revoluciones, conquistas, cambios de régimen o protestas.
Alfredo González-Ruibal: “Las estatuas no tienen que ver con la historia, tienen que ver con el poder”
“Los arqueólogos lo sabemos bien”, señala Alfredo González-Ruibal, cuyas investigaciones, además de la edad contemporánea, se han centrado también en otros campos. En su opinión, el mismo hecho de derribar una estatua es un hecho histórico. “Por ejemplo, se conserva en los museos estatuaria ibérica que está muy fragmentada. La razón es que en torno al siglo V aC hubo una revuelta social contra las élites que dio lugar a un nuevo orden político y que se manifestó, entre otras cosas, en la destrucción de esas representaciones”, explica.
Es lo mismo que sucedió cuando la dinastía Flavia borró cualquier rastro monumental de Nerón , derruyendo el coloso que lo representaba y su opulenta Domus Aurea. Y es también lo que ocurrió 2.000 años después cuando, tras la caída de los regímenes comunistas, se retiraron de forma masiva, y no siempre amable, estatuas de Lenin.
“Las estatuas o monumentos reflejan, en el momento en que se construyen, el orden natural de la sociedad”, explica Julián Casanova. Las generaciones sucesivas deciden si ese discurso sigue siendo válido o si hay que hacer una reinterpretación de acuerdo con la evolución de las ideas y de las costumbres. Uno de los casos más evidente es el de las estatuas erigidas a destacados esclavistas , que hoy serían impensables, pero que en su tiempo nadie puso en cuestión porque el esclavismo constituía un pilar básico para las capas dominantes.
“Derribar una estatua es una manera de expresar unas posiciones en el espacio público, de lanzar un mensaje mediáticamente muy potente”, como se está viendo estos días, según Juan Pan-Montojo, vicepresidente de la Asociación de Historia Contemporánea. Pero una vez más son unas posiciones y unos mensajes políticos, no históricos. Según coinciden los tres expertos consultados, decidir si una personalidad debe tener o no un monumento o si hay que retirarlo, no corresponde, en consecuencia, a los historiadores.
En opinión de González-Ruibal, “las estatuas realmente no tienen que ver con la historia, sino con el poder, y por eso a los historiadores no nos escandaliza tanto que se derriben, lo que sí ocurre, en cambio, con los políticos”. Siempre que no se trate de patrimonio artístico o histórico, claro está. “En realidad, lo que ocurre en el debate público es que se tiende a confundir historia y memoria”, asegura Casanova, “y los monumentos se encuadran en lo segundo”. Ponerse de acuerdo en lo histórico es más fácil que en lo que atañe a la memoria, donde el consenso puede llegar a ser muy difícil.
De hecho, cada colectivo puede tener su propia memoria. Es más, en este terreno, el tiempo no es lineal ni los grupos tienen la misma sensibilidad respecto a acontecimientos pasados. Por ejemplo, señala González-Ruibal, hay cosas que ocurrieron en el primer tercio del siglo XX que no tienen ninguna trascendencia en nuestras vidas pero hay otras que pasaron en el siglo XV y que siguen determinando la vida de muchas comunidades.
Julián Casanova: “se tiende a confundir historia con memoria, y los monumentos se encuadran en lo segundo”
Hace alusión al descubrimiento de América: “Las comunidades indígenas siguen sufriendo marginación estructural en Brasil, Estados Unidos, Canadá o Perú. A ellos es muy difícil decirles que estas son cosas son, simplemente, del pasado, porque condicionan su presente. Nosotros podemos mirarlo con distancia, ellos no”.
Si es así, ¿dónde se puede poner el límite de qué es revisable y qué no? ¿Por qué si no se respeta la estatua de Churchill por considerarle imperialista debemos hacerlo por ejemplo con el Coliseo donde sufrieron y murieron miles de personas? “Hay que distinguir los homenajes del patrimonio histórico. Una estatua es un elemento de propaganda. En cambio, un fortín español o el mismo Coliseo no fue concebido como tal, sino que forma parte del patrimonio histórico”, explica González-Ruibal.
¿Dónde se encuentra, pues, el lugar de los historiadores en este debate? En analizar y explicar qué sociedades levantaron esos memoriales y por qué lo hicieron, lo que da lugar a explicaciones, en muchas ocasiones, contraintuitivas. Pan-Montojo relata el conocido caso de Churchill, cuya estatua ha sido vandalizada por considerarlo imperialista, “pero es que ese monumento no fue levantado por ese motivo, porque, si fuera así, más del 90% de la clase política británica del momento también lo hubiera merecido. La estatua recuerda su papel en la resistencia frente a Alemania en la guerra”.
Pero hay ejemplos mucho menos conocidos. “Muchas de las estatuas a Colón en Estados Unidos –continúa Pan-Montojo- no tienen que ver con una reivindicación hispana, sino italiana, a finales del siglo XIX y principios del XX”. En aquella época, relata, los emigrantes procedentes de Italia eran marginados por los estadounidenses de ascendencia anglosajona o del norte y centro de Europa. “Su reacción fue erigir monumentos a Colón para proclamar su ascendencia genovesa y decir que, de alguna manera, ellos habían llegado antes”.
Pan-Montojo: “Muchas estatuas de Colón en EE.UU. no fueron levantadas por hispanos, sino por italianos que se reivindicaban”
Ese origen reactivo de los monumentos se da también en el caso de muchas estatuas y símbolos del sur de Estados Unidos que evocan un pasado de supremacía blanca y que ha abrazado la ultraderecha. Numerosos memoriales fueron erigidos en homenaje a figuras sudistas no en su tiempo o inmediatamente después, sino mucho más tarde, en momentos de pujanza de los movimientos a favor de la igualdad racial, recuerda González-Ruibal. Añade que “la famosa bandera confederada hoy tan popular adquirió esa fama en los años 60 del siglo pasado como respuesta simbólica al movimiento a favor de los derechos sociales”.
¿Cuál es la solución? ¿Quién debe decidir, pues, qué monumentos se mantienen en pie y cuáles no? Desde el punto de vista de los historiadores, al menos en parte de los casos nos encontramos en un callejón sin salida. En palabras de González-Ruibal, “lo más adecuado sería que se formaran comisiones integradas por varios tipos de expertos, las administraciones y los colectivos implicados y se tomara la decisión al respecto, pero cuando se habla de temas tan sensibles desde un punto de vista político y tan mediatizados eso es muy difícil”.
En cualquier caso, que los historiadores crean que derribar estatuas entre dentro de una cierta normalidad a lo largo de los tiempos no quiere decir que no haya que impedir, si es posible, su destrucción. Hay posibilidades, como reinterpretarlas o exponerlas en museos en lugar del espacio público. “Pero su desaparición es una pérdida de patrimonio”, señala Pan-Montojo.