Las tres muertes de los indios osage
Una historia olvidada
Crímenes, codicia y petróleo en Estados Unidos a principios del siglo XX
Más que un encuentro de culturas, en América hubo un encontronazo. Los aborígenes sufrieron una inexorable pérdida de vidas, de tierras y de tradiciones. La muerte de su cultura era el final del trayecto hacia la civilización. Pero hubo un pueblo castigado por partida triple, víctima de una segunda y una tercera muerte cuando ya estaba al final del camino. Los osages vivieron en pleno siglo XX en Estados Unidos una increíble historia de crímenes, codicia y petróleo, un caso tan truculento como silenciado.
Como todos los nativos americanos, los osages fueron diezmados por las guerras y las enfermedades propagadas por los invasores. Originalmente vivían entre los ríos Misuri y Arkansas, entre los estados de ese mismo nombre, aunque sus dominios llegaban hasta Kansas y Oklahoma. A finales del siglo XIX, la llegada de otras tribus expulsadas del este y la imparable colonización blanca los había ido arrinconando en una porción de terreno cada vez más pequeña.
La práctica extinción de los bisontes, que sustentaban la economía de numerosas tribus de las llanuras, fue el último empujón hacia el precipicio. Apagado su temible ardor guerrero del pasado, los osages se resignaron a vivir en las reservas, a las costumbres de los blancos y a los internados donde sus hijos perdían cualquier atisbo de su vida salvaje. Cuando los modoc, los lakotas, los cheyenes, los nez percé y los apaches aún alimentaban la llama de la rebelión, ellos ya habían claudicado. Fue su primera muerte.
En 1804, el presidente Jefferson dijo a una delegación osage en la Casa Blanca: “Siempre seré vuestro amigo y benefactor”. Poco después, sus protegidos tuvieron que renunciar a 40 millones de hectáreas a cambio de “vivir en paz” en una reserva de Kansas de 21.000 km2. De nuevo, les prometieron que esa tierra sería suya para siempre y de nuevo les engañaron. Pronto llegaron más colonos, entre ellos la familia de Laura Ingalls, que plasmó sus recuerdos en la edulcorada La casa de la pradera (Noguer).
En 1870, los osages se vieron obligados a vender sus haciendas por un precio irrisorio (2,50 dólares la hectárea). Tuvieron que buscar un nuevo lugar donde vivir y creyeron encontrarlo en el entonces llamado Territorio Indio, que en 1907 se convertiría en el estado número 46, Oklahoma. Este nombre significa “el país del hombre rojo”, en la lengua choctaw, una de las muchas naciones indias allí confinadas. ¿Por qué tantos indios, de procedencias tan diversas, acabaron concentrados en este lugar?
La respuesta es muy sencilla: Oklahoma era entonces tan agreste y rocosa que nadie la quería. Así lo comprobó Edward S. Curtis (1868-1952), pionero de la fotografía y la etnología, autor de los veinte volúmenes de la enciclopedia El indio norteamericano (Olañeta). A principios del siglo XX, dijo, “Oklahoma albergaba una cuarta parte de todos los nativos de Estados Unidos, aunque sus únicos habitantes originarios eran los wichitas y otros cadoanos, como los pawnee” (los indios malos de Bailando con lobos ).
Los blancos no estaban interesados en el Territorio Indio, entre otras cosas, porque era demasiado accidentado y pedregoso. El suelo, duro como una piedra, ofrecía cosechas muy pobres. No servía ni para la agricultura ni para la ganadería extensiva. “Seguiremos pasando hambre, pero al menos estaremos tranquilos”, debieron pensar los osages. Compraron casi 600.000 hectáreas a 70 centavos el acre (menos de 1,5 dólares la hectárea) y a principios del decenio de 1870 iniciaron su viaje a ninguna parte.
Otros antes que ellos habían emprendieron esa misma peregrinación, como los choctaw, los cheroquis, los muscogee, los semínolas y los chickasaw. En ese traslado forzoso al oeste murieron al menos 4.000 personas, lo que justifica el nombre indio con el que se conoce esta bárbara expatriación, el Sendero de las Lágrimas. El novelista R. A. Lafferty relata en Okla Hannali (Valdemar) el pesar de ancianos y madres, que se infligían heridas sobre las tumbas de hijos “ante las que nunca más llorarían”.
La mala suerte de los osages no había acabado. Ellos no lo sabían aún, pero su nueva reserva estaba maldita. La maldición se llamaba petróleo. El erial al que les enviaron se asentaba sobre un inmenso yacimiento petrolífero. Y, para llegar hasta el oro negro las empresas debían pagar arriendos a los indios. El periodista David Grann ha destapado los entresijos de esta historia en Los asesinos de la luna (Random House), una investigación que ha sido comparada con A sangre fría , de Truman Capote.
La tribu tenía unos 3.000 integrantes, lejos de los 9.000 que llegaron a ser en su época de esplendor. Sus integrantes comenzaron a cobrar cheques trimestrales en concepto de regalías. Los primeros fueron de apenas unos dólares, pero las cantidades crecieron y crecieron. En 1921, los osages ingresaron unos 30 millones de dólares (unos 358 millones de euros en la actualidad). De antiguos desarrapados pasaron a ser “el pueblo más rico del mundo”. Al menos, en teoría. Y del pueblo más rico, al más asesinado.
El epicentro de la opulencia estaba en el condado de Osage, en el interior de la reserva. La fiebre del petróleo, que sustituyó a la del oro, estalló durante la ley seca. El historiador Daniel J. Boorstin recuerda en Los Americanos (Random House) que el contrabando de licor y el nacimiento de la industria del crimen propiciaron “la mayor superabundancia criminal en Norteamérica”. Y, para desgracia de los osages, algunos empresarios actuaron con el petróleo como la mafia con el alcohol.
Estados Unidos no estaba preparado para ver indios ricos, con abrigos de pieles y en mansiones con criados. Una cosa era el apache Gerónimo a bordo de un Locomobile, exhibido casi como un objeto de feria, y otra muy distinta que otros salvajes dispusieran, no de uno, sino de varios coches en propiedad. La riqueza de la tribu atrajo a Oklahoma a sinvergüenzas de todo pelaje, dispuestos a lo que fuese para conseguir dinero fácil. Las autoridades y el racismo rampante de la época les allanaron el camino.
El Gobierno trataba a los aborígenes como a niños y les obligaba a tener un tutor para que les administrara su fortuna. Indios que habían combatido por su país en la Primera Guerra Mundial ni siquiera podían decidir al regresar del frente en qué emplear su dinero. Los tutores, que tenían que autorizarles cualquier gasto, hacían y deshacían a su antojo. En la práctica, robaban a manos llenas mientras la justicia miraba para otro lado. Y lo peor estaba por llegar. La segunda muerte del pueblo osage.
Para huir de los tutores, muchos indios e indias confiaron en matrimonios interraciales. Creían que así se liberarían de los tutores y que sus esposas o maridos blancos llevarían sus fianzas. Fue peor el remedio que la enfermedad, como revela la carta que una mujer envió a la reserva en 1924: “Busco el amor, ¿serían tan amables de decírselo al indio más rico de por ahí?”. Numerosas muertes en extrañas circunstancias comenzaron a producirse. Su origen criminal estaba claro, pero no se descubrió o no se quiso descubrir quiénes eran los responsables.
Asesinatos flagrantes se archivaban por falta de pruebas. El escándalo era tan grande que movilizó a un jovencísimo John Edgar Hoover, entonces al frente del modesto Bureau of Investigation, el germen del futuro y todopoderoso FBI. Todas las historias tienen su villano. El de esta es William K. Hale, prototipo del self-made man, del hombre hecho a sí mismo. Los federales descubrieron que este oscuro personaje, “el mejor amigo de la nación osage”, había heredado numerosas regalías petrolíferas.
Poco antes de morir, el osage Henry Roan (cuya tumba aparece en el tuit de más arriba) lo nombró beneficiario de su seguro de vida. En realidad, las herencias estaban amañadas y eran el último peldaño de una escalera de asesinatos y falsificaciones. Todo fue posible gracias a jueces y policías corruptos que saboteaban las investigaciones desde dentro. O a médicos que camuflaban envenenamientos como “muertes naturales”. Tras no pocas dificultades, el FBI llevó a juicio a William K. Hale como el cerebro de una red criminal, sospechosa de entre 24 y 60 asesinatos.
Hoover inició su culto a la personalidad con este caso, que inspiró la película El FBI contra el imperio del crimen , de 1959. Hollywood no dijo que la mayoría de los crímenes no se resolvieron porque al FBI no le interesaba mucho remover los hechos y porque en el primer juicio (por la muerte de un matrimonio y de su criada en una explosión) el acusado ya fue condenado a cadena perpetua. ¿Fin del problema? William K. Hale, que eludió la pena de muerte, fue liberado en 1947, veinte años después, a los 72. Murió en un geriátrico de Arizona, en 1962.
Exhumando archivos oficiales y entrevistando a descendientes de las víctimas, el autor de Los asesinos de la luna ha descubierto que el reino del terror osage, como lo bautizó la prensa, duró mucho más que lo que dijo el FBI, que situó los crímenes entre 1921 y 1926. Pero hubo muchas más muertes, falsamente atribuidas en su día a la “tisis” o “enfermedades consuntivas”. La cifra nunca se conocerá con exactitud. Quizá entre 300 y 600. Comenzaron en 1907 y se alargaron al menos hasta los años treinta.
Los tribunales nunca hicieron justicia a los osages, pero al menos dejó de considerarlos menores de edad y les concedió la plena ciudadanía en 1924. El sistema de tutelajes también fue anulado, así como la posibilidad de que un no osage heredara sus regalías. Ya no sirve de nada. El crack del 29 fue la puntilla para muchas fortunas indias, previamente diezmadas por los tutores y ladrones blancos de toda condición. Hoy la reserva osage no es ni una sombra de lo que fue.
Aún quedan empresas como Amvest Osage Inc., Calumet Oil Company y Spyglass Energy Group, pero la mayoría de los 10.000 pozos se han extinguido o producen cantidades exiguas de petróleo. Los semínolas, dueños de Hard Rock Cafe, han heredado el título de pueblo indio más rico. Las antiguas mansiones osage, ahora abandonadas, acumulan tanto polvo como esta historia, que se estudia en pocos libros de historia y que muchos estadounidenses ignoran. El silencio y el olvido, esa fue la tercera muerte del pueblo osage.