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Churchill se juega la carrera en Galípoli

Hace 105 años

En 1915, en la Primera Guerra Mundial, Churchill tuvo una idea: atacar al enemigo más débil, Turquía. ¿Qué podía salir mal?

El mandato olvidado de Winston Churchill

Los imperdonables errores del joven Churchill

Winston Churchill en 1914 en uniforme como Lord del Almirantazgo. Gallipoli sería su gran fracaso en la Primera Guerra Mundial.

Dominio público

Para Gran Bretaña, el mes de junio de 1940 se estaba convirtiendo en uno de los peores de su historia moderna. Tras la fulminante caída de Bélgica, Holanda y Francia, los británicos se enfrentaban, en completa soledad, a la que parecía la invencible maquinaria bélica del Tercer Reich. Y muchos se preguntaban si Winston Churchill, con escasas semanas en el poder, era la persona más adecuada para dirigir la nación en un momento tan delicado.

A su favor tenía su inquebrantable fe en la victoria y una gran experiencia política. Sin embargo, había quienes recordaban su tozudez y su carácter aventurero durante la Primera Guerra Mundial, y estaban convencidos de que era quien había llevado al Reino Unido al estrepitoso fracaso de Galípoli. ¿Pero fue Churchill el verdadero responsable de aquella derrota?

La guerra se estanca

En el otoño de 1914, a los tres meses escasos de su comienzo, la Primera Guerra Mundial se hallaba en un punto muerto. Después de las primeras batallas del Marne e Yprés, el Plan Schlieffen, que debía dejar libre el camino de París a los ejércitos alemanes, había fallado. En su lugar se abría una lucha de desgaste que prometía ser larga y difícil, y que además absorbía casi todos los recursos de los contendientes.

Se había elegido Turquía porque era el eslabón más débil de los imperios centrales

Su símbolo era la guerra de trincheras, en la que millares de hombres morían por cada palmo de terreno disputado y cuyas batallas solían acabar con mínimas rectificaciones del frente. La situación, que amenazaba con quebrar el ánimo de los combatientes, resultó pronto perceptible para los Estados Mayores. Todos ellos se apresuraron a encontrar fórmulas con que romper el empate técnico de la guerra.

Winston Churchill era por entonces primer lord del Almirantazgo británico, el máximo responsable en el gobierno de la Marina. Había sido nombrado por el liberal Herbert H. Asquith para el cargo tras haber abandonado el Partido Conservador, al que estaba vinculado ideológicamente y por clase y al que regresaría diez años después. En todo caso, durante su ejercicio había invertido sus energías en modernizar los buques de Su Majestad. Era necesario conservar la superioridad teórica que ostentaba Inglaterra sobre la Flota de Alta Mar del káiser Guillermo II en la dura carrera de armamentos en que se habían enfrascado británicos y alemanes.

Abierto a cualquier idea que pudiera suponer una ventaja respecto a los rivales, Churchill había propiciado la creación del primer cuerpo aeronaval, la progresiva sustitución del carbón por el fuel-oil en la propulsión de los barcos y el establecimiento de un Estado Mayor naval con el que lograr una mejor coordinación operativa, lo que le había valido el aplauso de la oficialidad más joven.

Cañón pesado alemán en la península de Galípoli en 1915.

o.Ang. / Bundesarchiv

Rusia, enfrentada a los ejércitos de Alemania, Austria-Hungría y Turquía, acababa de sufrir una sonada derrota en Tannenberg a manos del tándem formado por los generales germanos Hindenburg y Ludendorff, y pidió ayuda urgente a los británicos. Esto hizo que Churchill desempolvara un antiguo plan que había elaborado durante las guerras Balcánicas (1912-13) para el caso de que Viena hubiese intervenido. Estaba seguro de que, con algunos retoques, no solo sería perfectamente válido para la situación actual, sino que otorgaría la iniciativa estratégica a la Entente, los aliados, algo que no habían logrado desde el comienzo de la guerra.

La operación

El nuevo plan recordaba lejanamente el punto álgido de su primera y única novela, Savrola, escrita en 1898 y en la que una flota de guerra forzaba un estrecho. Churchill diseñó en esta ocasión un desembarco de tropas griegas en la península de Galípoli (llave europea del estrecho de los Dardanelos) y otro franco-británico menor en el lado asiático. Ambos estarían protegidos por una fuerte escuadra naval británica, a la que correspondería el peso de la operación. La flota estaría formada por acorazados y cruceros.

Quizá en el teatro de operaciones atlántico se considerasen anticuados, pero, una vez hubieran rebasado las débiles defensas turcas para entrar en el mar de Mármara, se transformarían en una fuerza capaz de batir cualquier posición enemiga con sus cañones de gran calibre. Su objetivo final era la mismísima capital turca, Estambul. De entrada, todo parecían ventajas. Se había elegido Turquía porque era el eslabón más débil de los imperios centrales y porque estaba dotada de un ejército que en las guerras Balcánicas había dejado mucho que desear.

Churchill se vio obligado a desplegar algo más que su encanto para convencer a aquellos obstinados veteranos

Pero, además, con el dominio de los Dardanelos podría establecerse un cordón umbilical que uniera al Imperio ruso con sus aliados. Por él llegaría el trigo ucraniano, necesario para abastecer a las ciudades industriales de Gran Bretaña y Francia, a cambio de modernas armas con las que apuntalar al vacilante ejército del zar. Desde un punto de vista estrictamente militar, la operación tampoco supondría una carga significativa para el esfuerzo bélico. Solo se emplearían buques de guerra obsoletos, y se distraerían pocas fuerzas de los principales frentes europeos, dado que la mayor parte de las tropas serían griegas.

Con ello no solo se implicaría a Grecia en la contienda, sino que tal vez se lograra animar a algún otro país que tuviera cuentas pendientes con Turquía (como Rumanía o Italia) a seguir sus pasos y unirse a la Entente. En el mejor de los casos, con su capital batida por los cañones británicos, Churchill incluso creía posible que el gobierno turco llegara a pedir la paz.

Recortes

El plan fue presentado por el propio Churchill al secretario de Estado para la Guerra, el autoritario lord Kitchener, y al lord del Mar, el irascible almirante Fisher, jefe de operaciones de la Armada. Sin embargo, en contra de lo que esperaba, ambos se mostraron opuestos a la idea. Churchill se vio obligado a desplegar algo más que su encanto para convencer a aquellos obstinados veteranos. Su tenacidad acabaría triunfando.

Vista de la armada aliada en los Dardanelos.

Dominio público

El primero en acceder fue Kitchener, a condición de que se tratara de una operación naval en la que a lo sumo participara un puñado de infantes. Mucho más le costó el complejo Fisher, a pesar de sus buenas relaciones en aquel momento. Tal vez porque era el único que se acordaba de que, en 1807, una flota británica había intentado algo similar sin éxito. O porque temía que, aunque la operación fuera practicable sobre el papel, implicase una coordinación difícil de conseguir y acabara en desastre. La leyenda dice que sentenció: “Malditos Dardanelos, serán nuestra tumba”.

Sea como sea, en la prensa y en los ambientes políticos británicos se fraguó la convicción de que Churchill, a quien se tenía por un aventurero traidor a los de su clase, había cambiado la posición de aquellos venerables ancianos a base de seducción y malas artes. La idea prevalecería muchos años, y ligaría su estrella política a la suerte de la campaña.

Por el contrario, rusos y franceses se mostraron encantados con la propuesta, y el gobierno de París ofreció sus propios buques de guerra para secundar la operación. Tendría luz verde a principios de 1915. Sin embargo, la campaña no empezó con muy buen pie.

El primer ministro de la aún neutral Grecia había ofrecido tres divisiones, pero cuando el rey Constantino I, cuñado del káiser y conocido proalemán, supo la noticia, forzó la dimisión del jefe de su gabinete. Por el momento, el gobierno de Atenas seguiría siendo neutral.

Tendrían que ser la 29 División británica y las tropas australianas y neozelandesas del Anzac las que ocuparan el vacío dejado por los griegos en las llamadas Fuerzas Expedicionarias del Mediterráneo. Esto disgustó a los generales del frente francés, que ya contaban con ellas para cubrir sus crecientes bajas.

Pero con quien casi nadie parecía contar era con el ejército turco, subestimado por los Estados Mayores aliados. Aunque precarias en equipos y suministros y con las plantillas de sus unidades incompletas, las fuerzas otomanas estaban siendo reequipadas con armas modernas, en especial artillería de procedencia alemana y austrohúngara. Existían notables diferencias de comportamiento en combate entre las distintas etnias que lo integraban, pero las tropas del interior de Anatolia se habían mostrado valientes a poco que fueran bien dirigidas.

El mando aliado en la campaña aparecía escaso de convicción y muy lento de reacciones

La responsabilidad recaía ahora en Otto Liman von Sanders, jefe de la Misión Militar alemana en Turquía, que se hizo con el mando del 5.º Ejército durante la campaña. Este aguerrido general de caballería había tenido la idea de introducir oficiales germanos entre los distintos escalones de mando otomanos. Aunque no lograron borrar todas las deficiencias existentes, sí suavizaron algunos defectos, en especial la falta de coordinación entre unidades. Pero, además, de entre los mandos turcos estaba surgiendo una nueva generación de oficiales.

Fervientes nacionalistas, dotados de intuición y capacidad de mando, demostrarían pronto no tener nada que envidiar a sus compañeros de armas. Mustafá Kemal era el caso paradigmático. Este joven general, muy respetado, no solo supo infundir en sus tropas el espíritu necesario para resistir y contraatacar una y mil veces, sino que tuvo la capacidad de modificar sus planes adaptándolos en cada momento a lo que requería la campaña. Esa virtud también la poseía Sanders, pero no el mando aliado, escaso de convicción y muy lento de reacciones.

Comienza el ataque

La fase naval de la campaña comenzó al cabo de un mes, cuando la flota del vicealmirante Sackville Carden se adentró en el estrecho. Contaba con doce grandes buques de línea, cuatro de los cuales eran franceses, con su escolta correspondiente. Eran más de los que se habían previsto inicialmente, y no todos estaban obsoletos: figuraban el modernísimo acorazado Queen Elizabeth, orgullo de la flota británica, y algún otro navío de construcción reciente. Carden estaba convencido de que, una vez eliminados los fuertes turcos y dragado el estrecho (en busca de minas), podría adentrarse sin oposición en terreno enemigo, lo que haría casi innecesaria la fase terrestre de la campaña.

Soldados otomanos con ametralladoras MG 08.

o.Ang. / Bundesarchiv

De ahí la necesidad de apoyar con la mayor fuerza posible esta primera acción, algo a lo que sus superiores accedieron. El mal tiempo le hizo desistir. Lo volvería a probar seis días después. El segundo intento comenzó bien. Tras superar las primeras baterías turcas, una pequeña fuerza anfibia de la Armada atacó los fuertes de Kum Kale y Sedd el-Bahr. Todos rebosaban optimismo, y Carden telegrafió a Londres que en un par de semanas se hallaría frente a la capital otomana.

Sin embargo, los dragaminas, ante el incesante acoso de las baterías turcas de medio alcance (a las que eran muy vulnerables), estaban lejos de haber limpiado todas las minas de la zona. El vicealmirante tuvo que ordenar finalmente la retirada. Churchill no podía creerlo. Arrastrado por la impaciencia, presionó una y mil veces a Carden para que pasara a la acción. Este no solo se negó, sino que presentó su dimisión alegando motivos de salud. Sería sustituido por el almirante John de Robeck, que organizó un nuevo ataque de inmediato.

A mediados de marzo, 16 buques de línea, con 2 de reserva, volverían a la carga. Poco pudieron hacer los artilleros turcos para responder al constante cañoneo de los acorazados y cruceros, que poco a poco iban adentrándose en las aguas del estrecho. Pero los británicos no sabían que los turcos habían instalado varios días antes una nueva línea de minas en la bahía de Erén Keui. De repente, el acorazado francés Bouvet chocó con una de ellas, y en menos de dos minutos se hundía con casi toda su tripulación. Poco después le tocaría el turno al crucero británico Inflexible, que a duras penas pudo dar media vuelta y salir de aquella trampa.

El Irresistible corrió peor suerte: se quedó parado, convirtiéndose en blanco fácil para los cañones enemigos. El Ocean chocó con otra mina y se hundió. Estupefacto, De Robeck mandó detener el ataque. Cuando dio la orden ignoraba que las baterías turcas estaban a punto de suspender el fuego: la munición de sus piezas mayores prácticamente se había agotado. Al enterarse del desastre, el almirante Fisher, horrorizado, prohibió toda operación naval, a excepción de algún tanteo con naves menores.

El general Hamilton utilizaba guías turísticas para marcar los objetivos

Churchill, irritado, insistía en que el ataque debía continuar, y mantuvo con Fisher un serio altercado. No quiso darse cuenta de que se había creado un enemigo que, desde la sombra, movería voluntades en su contra. Pese a todo, un lord Kitchener lleno de optimismo se acabó ofreciendo para “finalizar con bien” lo que la Armada había comenzado. Sir Ian Hamilton sería el encargado de llevar a cabo la delicada misión.

La fase terrestre

El general Hamilton no carecía de valor, pero era incapaz de replicar a su superior y solía dejar la iniciativa a sus subordinados. No tenía datos sobre las posiciones y fuerzas del enemigo, y utilizaba guías turísticas para marcar los objetivos. Además, se tomó las cosas con calma, acumulando tropas y pertrechos en Egipto y la isla de Lemnos, con lo que consumió un tiempo precioso. Tampoco hizo mucho por evitar que los preparativos trascendieran, y al cabo de poco todos hablaban de la operación en curso, incluida la prensa.

A los servicios de información turcos les costó muy poco adivinar que el objetivo final sería la península de Galípoli. Había perdido un aliado de incalculable valor: el factor sorpresa. Liman von Sanders, en cambio, se mostraba más activo que nunca, y supo aprovechar el respiro que le daba el enemigo. Distribuyó a sus cerca de 80.000 hombres entre los posibles puntos de desembarco, dejando a la 19 División al mando de Kemal como reserva táctica.

También sembró las playas de cuanto alambre de espino pudo encontrar, mandó desmontar los cañones de la fortaleza de Esmirna e incluso se hizo traer algunas antiguas piezas del Museo Militar de Estambul para incrementar sus fuerzas. Pero seguía sin saber el punto exacto del desembarco. Creyó que sería Bulair. Por fin, reunidas en el puerto de Mudros, en Lemnos, las tropas del general Hamilton, que dirigía la operación desde lejos a bordo del Queen Elizabeth, comenzaron a desembarcar.

Mustafá Kemal Ataturk, futuro presidente de Turquía, como comandante de la 19.ª División otomana en 1915.

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Al final del día, y a pesar de la dura resistencia turca, 30.000 de sus 75.000 soldados se habían afianzado en varios puntos de la península de Galípoli. Pero en lugar de avanzar recibieron órdenes de atrincherarse y conectar las distintas zonas entre sí. Mientras tanto iban llegando nuevas tropas y pertrechos, hasta que se formaron dos importantes cabezas de puente, una mayor en el cabo Helles y otra en Ari Burnu. Al contrario que su rival, Sanders estaba en primera línea, y tras asegurarse de que el ataque principal no iba dirigido contra Bulair, sino contra los altos de Achi Baba, mandó reforzar la zona.

El fracasado ataque aliado llevado a cabo tres días después, conocido como primera batalla de Krithia, acentuó su convicción. Se hizo traer refuerzos y cuantas tropas pudo quitar de otros puntos para montar un contraataque que, de todas formas, tampoco prosperó. Fue la tónica general de las semanas siguientes. Aunque los aliados lograron ampliar sus cabezas de puente (a costa de innumerables sacrificios), no consiguieron derrotar a un enemigo cada vez más fuerte y con la moral muy alta. Se terminó en una fase de estancamiento similar a la de los frentes europeos, que consumía tropas y recursos en ataques y contraataques poco útiles.

Churchill quería finalizar la campaña, pero ya no contaba prácticamente con ningún apoyo

En paralelo, la posición política de Churchill se debilitaba. La campaña había escapado a su control, pero la opinión pública inglesa pensaba que él era el único responsable. En mayo hubo una reunión del gabinete. El almirante Fisher, en una absoluta muestra de deslealtad, anunció que desde el principio él se había opuesto a la operación, que fue forzado a aceptarla y que hasta que el Ejército no fuese capaz de asegurar la península, él no volvería a arriesgar sus buques. Al día siguiente presentaba la dimisión, a la que siguió una crisis de gobierno.

Churchill quería seguir en el Almirantazgo y finalizar la campaña, pero ya no contaba con ningún apoyo, salvo el del primer ministro. Al cabo de unos días se anunciaba un nuevo gobierno de coalición del que ya no formaba parte. Este había sido el precio impuesto por los conservadores, y los liberales no habían dudado en pagarlo. Churchill tendría que conformarse con el cargo de canciller del ducado de Lancaster. Por entonces la situación política y militar de la guerra había cambiado.

Soldados de los Fusileros Reales Irlandeses en Gallipoli en el otoño de 1915.

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La entrada de Italia en el conflicto contra el Imperio austrohúngaro abría la posibilidad de atacar al enemigo por el bajo vientre, lo que comportaría la retirada de varios buques de guerra de los Dardanelos para reforzar a la flota italiana. Es más, el hundimiento de los nuevos navíos de línea a manos del submarino alemán U21 hizo que los grandes medios navales británicos se retiraran al puerto de Mudros, más seguro, privando a la infantería del apoyo de sus cañones. Nadie sabía ya qué hacer con una operación huérfana de padrinos. Mientras, miles de soldados británicos, franceses, australianos, neozelandeses e indios se consumían en la aridez de Galípoli.

La falta de higiene y el calor asfixiante estaban haciendo mella en ellos, y las enfermedades, en especial la disentería, se extendían como la pólvora. Los servicios sanitarios estaban desbordados, y el hospital más próximo se hallaba en Lemnos. Hasta el agua debía ser traída de Egipto o de las islas del Egeo. De poco servía su heroísmo, replicado con dosis iguales por sus oponentes. Se había llegado a un punto muerto que recordaba demasiado a lo que sucedía en Europa y del que parecía imposible salir.

Último intento

Por fin, el Comité de los Dardanelos decidió una última ofensiva general para agosto, cuyo punto fuerte era un nuevo desembarco, esta vez en la bahía de Suvla, una zona escasamente defendida. El desembarco tenía que coordinarse con un ataque en la cordillera de Sari Bair, que tenía que lograr la unión de ambas zonas para establecer un frente continuo. Para llevarla a cabo, Hamilton contaba con cerca de 120.000 hombres. Pero, a pesar de la escasa resistencia inicial, la descoordinación entre el Ejército y la Armada y una serie de errores del mando acabarían sumiendo la operación en un caos que impidió el avance.

Desembarco francés en Lemnos, 1915.

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La ocasión no fue desaprovechada ni por Sanders ni por Kemal, que trajeron refuerzos a toda prisa para apuntalar sus débiles posiciones defensivas. Los sangrientos y duros combates que se sucedieron mantuvieron una línea parecida. Aunque se lograron algunos avances, su escasa entidad no compensaba las vidas que costaban. Hamilton pedía más y más refuerzos sin ofrecer ningún resultado tangible, lo que acabó provocando su destitución. Poco después Bulgaria declaraba la guerra a Serbia, y Londres decidía retirar dos divisiones de Galípoli para trasladarlas a Salónica.

Sir Charles Monro, el sucesor de Hamilton, fue tajante: si la campaña proseguía, lo único que se conseguiría sería aumentar hasta el infinito el número de bajas. Había que retirarse. Kitchener estaba perplejo, y decidió ir a Galípoli para ver por sí mismo lo que estaba ocurriendo allí. Acabó plegándose a la opinión de Monro. Nadie sabía entonces que los turcos, al límite de su resistencia, habían desprotegido otros frentes para defender Galípoli, y que barajaban la idea de pedir la mediación norteamericana para salir del conflicto.

La evacuación aliada se produjo por partes, a lo largo de un mes. Al contrario que la campaña, fue un gran éxito, sin apenas bajas. La discreción, que hizo creer a los turcos casi hasta el final que las tropas continuaban en sus puestos, así como una perfecta organización y disciplina, sería la clave. Galípoli había costado 46.500 muertos a los aliados y 87.000 a los turcos, y un número superior de heridos, enfermos y desaparecidos.

Pieza de artillería británica en Helles (Galípoli), junio de 1915.

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A pesar de ello, en el Imperio otomano la campaña se percibió como una victoria, mientras que para Gran Bretaña se trató de una derrota sin paliativos. Aunque el Informe de la Comisión de los Dardanelos le eximió en parte de la responsabilidad, Churchill aparecía como el gran culpable.

Mientras, en Estambul, el ministro de la Guerra, Enver Pashá, se atribuyó los méritos, pero Kemal se había convertido, a ojos de su pueblo, en el gran vencedor. En las secas tierras de Galípoli había sentado las bases de su futuro, que revalidaría años después en la guerra contra Grecia hasta convertirse en Atatürk, “el padre de los turcos” .

Este artículo se publicó en el número 474 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.